jueves, septiembre 04, 2008

“La ley de la vida”, de Jack London





El viejo Koshkoosh escuchaba con avidez. Aun­que hacía tiempo que se le había debilitado la vista, su oído seguía siendo agudo, y el menor sonido pene­traba en la parpadeante inteligencia que aún moraba detrás de la arrugada frente, pero que ya no exami­naba las cosas del mundo. ¡Ah! Era Sit-cum-to-ha, que anatematizaba, chillona, a los perros, mientras los golpeaba y empujaba para que se dejaran poner los arreos. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pe­ro se hallaba demasiado ocupada para derrochar un pensamiento en su quebrantado abuelo, sentado, so­lo, allí, en la nieve, abandonado e indefenso. Era preciso levantar campamento. La larga senda espe­raba, en tanto que el breve día se negaba a demo­rarse. La vida la llamaba, y también los deberes de la vida, si no la muerte. Y él se encontraba ya muy cerca de la muerte.

El pensamiento hizo que el viejo experimenta­se pánico por un momento, y extendió una mano pa­ralítica, que vagó, temblorosa, sobre el reducido montículo de leña seca que tenía a su lado. Seguro de que en verdad estaba allí, su mano volvió al re­fugio de sus pieles sarnosas, y una vez más se dedi­có a escuchar. El hosco crujido de cueros semicon­gelados le dijo que se había desarmado el alojamien­to de piel de alce del jefe, y que en ese momento se plegaba y reducía a dimensiones portátiles. El jefe era su hijo, fornido y fuerte, cabeza de la tribu y pode­roso cazador. Mientras las mujeres trajinaban con el equipaje del campamento, su voz se elevó, para burlarse de ellas por su lentitud. El viejo Koshkoosh aguzó el oído. Era la última vez que escucharía esa voz. ¡Ya se iba la vivienda de Geehow! ¡Y la de Tus­ken! Siete, ocho, nueve; sólo la del chamán podía quedar todavía en pie. ¡Ah! Ya trabajaban en ella. Oyó el gruñido del chamán cuando la cargaba sobre el trineo. Un niño gimoteó, y una mujer lo calmó con guturales suaves, canturreantes. El pequeño Koo-tee, pensó el anciano, un chico inquieto, y no muy fuerte. Quizá moriría pronto, y abrirían un ho­yo, con fuego, en la tundra helada, y apilarían ro­cas encima, para que no se acercasen los glotones. Bien, ¿qué importaba? Unos pocos años, cuando mu­cho, y tantos con el estómago vacío como con él lle­no. Y al final esperaba la muerte, siempre hambrien­ta, la más hambrienta de todos ellos.

¿Qué era eso? Ah, los hombres atando los trineos y poniendo tensas las correas. Escuchó, él, que ya no oiría más. Los látigos aullaban y mordían entre los perros. ¡Cómo gemía! ¡Cómo odiaban el trabajo v la senda! ¡Y ya partían! Trineo tras trineo removió la nieve y se alejó con lentitud, hacia el silencio. Ya no estaban. Se habían ido de su vida, y él encaraba, solo, la última hora amarga.

No. La nieve crujió bajo un mocasín; un hom­bre se erguía ante él; sobre su cabeza se posó con suavidad una mano. Su hijo era bueno, al hacer eso. Recordaba a otros viejos cuyos hijos no esperaron después que se fue la tribu. Pero su hijo sí. Se alejó hacia el pasado, hasta que la voz del joven lo llevó al presente.

-¿Estás bien? -le preguntó.

Y el anciano respondió

-Estoy bien.
-Hay leña a tu lado -continuó el más joven-,
y el fuego arde bien. La mañana es gris, y empezó la helada. Pronto nevará. Ya está nevando.
-Sí, ya está nevando.
-Los de la tribu se van de prisa. Sus fardos son pesados, y tienen el vientre chato por el ayuno. La senda es larga, y viajan con rapidez. Ahora me voy. ¿Está bien?
-Está bien. Soy la hoja del año pasado que se aferra con ligereza al tallo. Al primer soplo, caeré. Mi voz se ha vuelto como la de una vieja. Mis ojos ya no me muestran el camino de mis pies, y éstos están pesados, y me canso. Está bien.

Inclinó la cabeza, satisfecho, hasta que murió el último ruido de la nieve que se quejaba, y supo que ya no podía llamar a su hijo. Luego su mano reptó, de prisa, hacia la leña. Era lo que se interpo­nía entre él y la eternidad que se abría ante él. Al cabo, la medida de su vida era un puñado de ramas. Una a una alimentarían el fuego, y así, paso a paso, la muerte se insinuaría sobre él. Cuando la última ra­ma hubiese entregado su calor, la helada empezaría a adquirir fuerzas. Primero se rendirían los pies, luego las manos; y el embotamiento recorrería, poco a poco, desde las extremidades hasta el resto del cuerpo. La cabeza se le caería sobre las rodillas, y descansaría. Era fácil. Todos los hombres deben morir.

No se quejaba. Era el modo de vida, y era justo. Había nacido cerca de la tierra, de la tierra en que vivió, y la ley de ésta no era nueva para él.

Era la ley de toda la carne. La naturaleza no era bondadosa con la carne. No le preocupaba esa cosa concreta que se denomina individuo. Su interés se concentraba en la especie, la raza. Esa era la abs­tracción más profunda de que era capaz el cerebro bárbaro del viejo Koshkoosh, pero la captaba con firmeza. La veía ejemplificada en toda la vida. El ascenso de la savia, el verde estallido de la yema del sauce, la caída de la hoja amarilla: en eso solo se narraba toda la historia. Pero la naturaleza le fi­jaba una tarea al individuo. Si no la cumplía, moría. A la naturaleza no le importaba; abundaban los obe­dientes, y lo que vivía, y vivía siempre, era la obe­diencia en ese asunto, no los obedientes. La tribu de Koshkoosh era muy antigua. Los ancianos que co­noció de joven habían conocido a otros ancianos, a su vez. Por lo tanto era cierto que la tribu vivía, que representaba la obediencia de todos sus miem­bros, hasta el pasado olvidado, cuyos propios luga­res de reposo ya no se recordaban. No contaban; eran episodios. Habían desaparecido como nubes en un cielo de verano. Él también era un episodio, y también se disiparía. A la naturaleza no le impor­taba. Imponía una tarea a la vida, le dictaba una ley. Perpetuar era la misión de la vida, y su ley la muerte. Una doncella era una criatura digna de mi­rarse, fuerte, de pechos plenos, con elasticidad en los pasos y luz en los ojos. Pero aún tenía su tarea ante sí. La luz de sus ojos se avivaba, sus pasos se hacían más rápidos, ahora era osada con los jóve­nes, y les comunicaba su propia inquietud. Y cada vez se hacía más hermosa de ver, hasta que un ca­zador, incapaz de contenerse, la llevaba a su mora­da para cocinar y trabajar para él, y para convertir­se en la madre de sus hijos. Y con la llegada de sus descendientes, la belleza la abandonaba. Sus miem­bros se arrastraban y pesaban, los ojos se apagaban y se volvían legañosos, y sólo los chiquillos encon­traban gozo contra la mejilla arrugada de la vieja, junto al fuego. Su tarea estaba concluida. Un poco después, con el primer mordisco del hambre o la pri­mera senda larga, sería abandonada como lo fue él, en la nieve, con un pequeño haz de leña. Tal era la ley.

Colocó un palo con cuidado, en el fuego, y rea­nudó sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes, con todas las cosas. Los mosquitos se desva­necían con la primera escarcha. La diminuta ardilla de árbol se alejaba arrastrándose, para morir. Cuan­do la vejez caía sobre el conejo, se volvía lento y pe­sado, y ya no podía distanciarse de sus enemigos. Y hasta el gigantesco reno de cara blanca se volvía torpe y ciego y pendenciero, y a la larga era derri­bado por un puñado de perros esquimales ladrado­res. Recordó cómo había abandonado a su propio pa­dre en el tramo superior del Klondike, un invierno, el invierno anterior al momento en que llegó el mi­sionero con sus libros que hablaban y su caja de me­dicinas. Muchas veces Koshkoosh hizo chasquear los labios al recordar la caja, aunque ahora la boca se negaba a humedecérsele. Lo que "mataba el dolor" era en especial bueno. Pero en fin de cuentas el mi­sionero era un engorro, porque no llevaba carne al campamento, comía con voracidad, y los cazadores gruñían. Pero se heló los pulmones en la divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las pie­dras con el hocico y se pelearon por sus huesos.

Koshkoosh depositó otra rama en el fuego y re­buscó más a fondo en el pasado. Estaba la época del Gran Hambre, en que los ancianos se acurrucaban, con el estómago vacío, al lado del fuego y dejaban caer de los labios vagas tradiciones sobre la época lejana en que el Yukón corrió libre durante tres in­viernos y luego permaneció helado durante tres ve­ranos. Perdió a su madre en esa época de hambre. En el verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba con ansias el invierno y la aparición del ca­ribú. Y llegó el invierno, pero el caribú no vino con él. Nunca se conoció nada parecido, ni siquiera en vida de los ancianos. Pero el caribú no apareció, y era el séptimo año, y los conejos no se habían re­producido, y los perros no eran otra cosa que sacos de huesos. Y durante la larga oscuridad los niños ge­mían y morían, y las mujeres, y los ancianos; y ape­nas uno de cada diez miembros de la tribu sobrevi­vió para saludar el sol, cuando regresó, en la prima­vera. ¡Ese fue hambre!

Pero también conoció épocas de abundancia, en que la carne se les arruinaba entre las manos, y los perros estaban gordos e inútiles por el exceso de comida; períodos en que dejaban que la caza se ale­jara, sin matarla, y las mujeres eran fértiles, y las viviendas se encontraban atestadas de niños y niñas que gateaban. Y entonces los hombres vieron crecer su vientre, y revivieron antiguas pendencias, y cru­zaron las vertientes, hacia el sur, para matar a los pelly, y hacia el oeste, para poder sentarse ante los fuegos apagados de los tanana. Recordaba, de jo­ven, una época de abundancia, en que vio un alce abatido por los lobos. Zing-ha yacía con él en la nie­ve y miraba; Zing-ha, quien más tarde se convirtió en el más astuto de los cazadores y que a la larga cayó en un pozo del Yukón. Lo encontraron un mes más tarde, tal como había salido arrastrándose a me­dias, rígido, sobre el hielo.

Pero el alce. Zing-ha y él salieron ese día a ju­gar y cazar, como lo hacían sus padres. En el lecho del arroyo encontraron las huellas recientes de un alce, y con ellas las de muchos lobos.

-Uno viejo -dijo Zing-ha, más rápido para leer las señales-, uno viejo, que no puede seguir con la manada. Los lobos lo separaron de sus hermanos, y ya no lo dejarán.

Y así fue. Era su manera de ser. De día y de noche, sin descansar, tirándole mordiscos a las pa­tas, al hocico, seguirían con él hasta el final. ¡Zing­ha y él sintieron que el ansia de sangre se les acen­tuaba! ¡ El remate sería un espectáculo digno de verse!

Con pies ávidos, se internaron en la senda, y aun él, Koshkoosh, lento de visión y rastreador no versado, habría podido seguirla a ciegas, tan ancha era. Se encontraban sobre las huellas de la pieza per­seguida, y a cada paso leían la torva tragedia, recién escrita. Llegaron a un lugar en que el alce se detuvo para defenderse. La nieve había sido pisoteada y re­vuelta en todas direcciones, a una distancia del tri­ple del cuerpo de un hombre maduro. En el centro se veían las impresiones del animal de cascos hen­didos, y en derredor, por todas partes, las pisadas más ligeras de los lobos. Algunos, mientras sus her­manos acosaban a la presa, se echaron a un costado y descansaron. La extendida impresión de su cuer­po en la nieve era tan perfecta, como si hubiera si­do hecha un momento antes. Un lobo fue sorpren­dido en una salvaje acometida de la víctima enloque­cida, y pisoteado a muerte. Unos pocos huesos mon­dados eran testimonio de ello.

En un segundo lugar de detención detuvieron el alzar de sus raquetas para la nieve. Allí el gran ani­mal había luchado con desesperación. En dos ocasio­nes fue derribado, como lo atestiguaba la nieve, y dos veces se quitó de encima a sus atacantes y logró erguirse. Hacía tiempo que había llevado a cabo su tarea, pero la vida seguía siéndole cara. Zing-ha di­jo que era raro que un alce, una vez derribado, vol­viera a ponerse de pie; pero por cierto que ese lo había hecho. Cuando se lo contaran, el chamán vería en ello signos y prodigios.

Y una vez más llegaron a un lugar en que el al­ce intentó trepar y llegar a los bosques. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás, hasta que retroce­dió y cayó sobre ellos, y hundió en la nieve, profun­damente, a dos. Resultaba evidente que el final esta­ba cerca, porque sus hermanos los dejaron intactos. Siguieron de largo con rapidez ante dos enfrenta­mientos más, breves en el tiempo y muy cercanos. Ahora la senda estaba roja, y los limpios pasos del animal se habían vuelto cortos y descuidados. Y en­tonces oyeron los primeros ruidos del combate... no el coro pleno de la cacería, sino el rápido ladrido seco que hablaba de lucha cuerpo a cuerpo y de dien­tes hundidos en la carne. Arrastrándose contra el viento, Zing-ha reptó sobre la nieve, y con él tam­bién Koshkoosh, quien en los años por venir llega­ría a ser jefe de la tribu. Juntos apartaron las ra­mas inferiores de un abeto joven y atisbaron. Vie­ron el final.

La imagen, como todas las impresiones de la ju­ventud, seguía grabada con fuerza en él, y sus ojos turbios contemplaron la culminación con tanta vivi­dez como en aquella época tan lejana. Koshkoosh se asombró de ello, porque en los días que siguieron, cuando era un dirigente de hombres y jefe de con­sejeros, llevó a cabo grandes hazañas e hizo que su nombre fuese una maldición en boca de los pelly, pa­ra no hablar del extraño hombre blanco a quien ma­tó, cuchillo contra cuchillo, en lucha franca.

Durante mucho tiempo caviló acerca de los días de su juventud, hasta que el fuego disminuyó y la helada mordió más a fondo. Esa vez lo alimentó con dos ramitas y calculó su asidero sobre la vida por las que le quedaban. Si Sit-cum-to-ha se hubiese acordado de su abuelo y recogido un brazado más grande, sus horas se habrían prolongado. Habría re­sultado fácil. Pero ella siempre fue una niña descuida­da, y no honraba a sus antepasados desde el momen­to en que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, posó por primera vez su mirada sobre ella. Bien, ¿qué im­portaba? ¿Acaso no hizo él lo mismo en su propia juventud apresurada? Durante un momento escu­chó el silencio. Tal vez el corazón de su hijo se ablan­dara y volviese con los perros para llevar a su an­ciano padre con la tribu, hacia donde el caribú abun­daba y la grasa le colgaba, espesa.

Aguzó los oídos, su inquieto cerebro se calmó un momento. Nada se agitaba, nada. Sólo él respi­raba en medio del gran silencio. Reinaba una gran soledad. ¡Ah!, ¿qué era eso? Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. El aullido familiar, prolongado, quebró el vacío, muy cerca. Entonces, sobre sus ojos oscurecidos se proyectó la visión del alce -el viejo alce macho-, los flancos desgarrados y los costados sangrantes, el pelo revuelto, los grandes cuernos ra­mosos, bajos y embistiendo hasta el final. Vio las re­lampagueantes formas grises, los ojos llameantes, las lenguas colgantes, los colmillos babeantes. Y vio que el inexorable circulo se cerraba, hasta convertirse en un punto oscuro en medio de la nieve pisoteada.

Un hocico frío le rozó la mejilla, y ante el contacto su alma saltó hacia el presente. Su mano se precipitó al fuego y arrastró una rama encendida. Abrumado un momento por su hereditario temor al hombre, el animal retrocedió; lanzó un prolongado llamado a sus hermanos y éstos respondieron con an­sia, hasta que un anillo gris, acurrucado, con hilos de babas en las mandíbulas, se extendió en torno de él. El anciano escuchó el cerrarse del círculo. Agitó su rama con energía, y los olfateos se convirtieron en bufidos; pero las fieras jadeantes se negaron a dispersarse. De pronto uno adelantó el pecho, arras­trándose, y luego los cuartos traseros; después un segundo, en seguida otro. Pero ni uno solo retrocedió. ¿Por qué habría de aferrarse él a la vida?, se preguntó, y dejó caer en la nieve la rama ardiente. Siseó y se apagó. El círculo gruñó, inquieto, pero se mantuvo firme. Koshkoosh volvió a ver el último en­frentamiento del viejo alce macho, y dejó caer la fatigada cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba, en definitiva? ¿No era esa la ley de la vida?










1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, soy una estudiante y me he leido esta historia, es interesante la verdad lo que me dio mas pena esque al final se muere...
Queria agradecerle al autor de esta historia mi enhorabuena porque lo hizo muy bonito espero que siga escribiendo mas historias interesantes.