martes, septiembre 09, 2008

«El cine como viaje clandestino», de Raúl Ruiz

Inicio del Capítulo VII



Durante poco más de un siglo, el cine habrá vivido entre nosotros seduciéndonos, observándonos, como hacen a veces los extraterrestres o los dioses, desapareciendo brutalmente de un día para otro, sin ni siquiera darnos tiempo para comprender con qué máquinas o con qué fenómenos naturales hemos tenido que ver. Hoy, cuando el cine yace muerto y transfigurado, podemos estar ciertos de que sus imágenes, fabricadas por aquellas máquinas mitad cámara, mitad bicicleta, nos habían propuesto cantidad de enigmas que no tuvimos tiempo de descifrar. 

 La esfinge cine ya no está entre nosotros. Y aunque seguimos actuando como si existiera, algo así como hacen ciertos pueblos primitivos, aunque continuamos fabricando objetos que la evocan o la interrogan, lo que el cine fue ya no se ve en ninguna parte. Para la mayoría de nosotros, el cine está ya sea muerto, ya sea moribundo, y, por mi parte, pienso que está muerto hace ya mucho tiempo, pese a que como un dios o un fenómeno natural cualquiera, se esconda e intente negociar las condiciones de su resurrección. Siguiendo un proceso de retórica clásica, voy a contar aquí la vida del cine pasado, presente y futuro, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera sobrepasado el estado de una simple conjetura. Trataré de exponer algunos de los problemas filosóficos que el arte desaparecido nos ha planteado, esforzándome en explicar su viaje clandestino por la ciudad gramatical llamada provisionalmente «realidad virtual». 

Me gustaría recordar que dar por muerto un arte es un artificio del espíritu. Valéry lo consideraba como indispensable para reflexionar sobre un fenómeno sin necesidad de entrar en el laberinto secuencial de la más peligrosa de las ponzoñas secretadas por la alquimia mental: la historia. Al mismo tiempo, y en homenaje al artificio hispánico conocido como el «espíritu de contradicción», mi punto de partida será la afirmación de Marc Bloch, quien, en reacción al drástico aserto de Paul Valéry, escribió una Antología de la Historia. La ayuda de este libro me fue preciosa para clarificar las ideas que gravitarán en el espacio incierto de esta conferencia. Dice Marc Bloch que en el curso de la historia de la humanidad advienen períodos mitómanos. Con apoyo en la ficción llamada «viaje clandestino», quiero imaginar que vivimos ahora un período mitómano; que en ciertos países esta mitomanía se ha apoderado incluso del poder, aprestándose a ejercerlo con el objetivo final de suplantar al mundo real. En dicho período histórico, el mundo sería desde aquel punto de vista, y según la expresión de Benedetto Croce, «intuición del mundo», o sea, real e irreal a la vez. Recordemos que a la pregunta ¿Qué es el arte?, la respuesta de Croce se reducía a una sola palabra: intuición. Y aún cuando su descripción del pensamiento intuitivo no llegue a explicar las artes liberales, no deja de proyectar cierta luz nueva sobre la doble naturaleza del cine, a saber, política de las artes y lenguaje del mundo. 

Entre las múltiples obras meritorias engendradas por el trabajo de duelo, a partir de la muerte del cine, nada es más revelador que la serie de películas que describen los pequeños hábitos de los cinéfilos que fuimos, un poco como se cuentan los usos y costumbres de un pueblo primitivo. Lo que esos films plañen es la desaparición del ritual de la sala oscura, de su ceguera platónica y de la inocencia de los cinéfilos, esos últimos hombres de las cavernas. Todo cinéfilo posee por lo menos una experiencia particular, objeto de su pesadumbre. La experiencia mía no es ni alegre ni triste, en la medida en que nunca ha tenido lugar de veras. Ella me provoca esa forma de melancolía que los portugueses llaman «saudade», o sea, el sentimiento de una nostalgia por algo que pudo haber tenido lugar. Mi experiencia sólo fue expectativa. Cada vez que veía una película, tenía la impresión de hallarme en otra película, inesperada, diferente, inexplicable y terrible. Recuerdo que, siendo niño, me introduje cierta vez en una sala que proyectaba películas para adultos, un día en que pasaban Las orgías de la Torre de Nesle. Entre dos escenas de desnudo de Silvana Pampanini, apareció de pronto un iceberg, antes de llegar el turno a un barco de la marina nacional a bordo del cual el Presidente de la República de Chile proclamaba que la Antártica era también territorio chileno. Con la palabra «chileno», Silvana Pampanini volvió a hacer aparición en la pantalla y la película prosiguió como si nada. 

Algunos años más tarde, comprendí que la irrupción abrupta de un film en otro film no era suficiente para impregnarlo de magia; sin embargo, creo haber entendido que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado «método crítico paranoico», consiste sencillamente en ver en una cinta no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y narrativo de las imágenes y de los sonidos aislados del contexto.




en Poética del cine, 2000
















1 comentario:

Unknown dijo...

Yeisí
Erí9 el mais esnó de lo esnó... ¿por qué chuchas no escribiste "RAOÚL" como cualquier pedante de interné?
salíu! anazé dscntxt