lunes, julio 14, 2008

"No hagas tango", de Pedro Orgambide






Lo encontró en un bar de la Zona Rosa, entre unos cabrones multinacionales que festejaban a la Diosa, la bailarina mulata que venía de un festival de Cali. Lo presentaron como a un escritor argentino en el exilio, un che al que lo habían fregado ¿sabes?, un pinche periodista político que cantaba tangos. Canta, canta para mí, dijo la bailarina que además era antropóloga y hablaba de la magia y cosas así. ¿Cantas o no?, preguntó un canadiense que buscaba datos en el Colegio de México y whisky. No, dijo el argentino, no tengo ganas. Un periodista político, eso debe ser muy aburrido, lo provocó la Diosa. Ella empezó a hablar del cine underground, del Kitsch, de todas las pendejadas latinoamericanas de Norte a Sur, desde La Tecla (México, D. F.) al Bar-Bar-o (Buenos Aires) una vasta geografía de bares, cine-clubs, galerías de arte, donde los intelectuales se cagan en el boom porque la onda está en otra parte, en París o New York. ¡Ni modo!, dijo ella pero abandonó la mano en la mano del argentino y él comenzó a acariciarla con tristeza, sólo para demostrar cómo un macho argentino se levanta a una mina, a una vieja entre machos mexicanos. Pero tal vez no fue así, quizás en ese momento necesitaba realmente una mujer. Oye, oye, dijo ella ¿porqué no escribes un libro acerca de Perón? Todos tus compatriotas escriben libros así. Ven, ven, no te enfades, era una broma, era una broma, cariño. Él le miró los pechos, los altos pechos de sierva concebida que venían hacia él dando saltos como en el verso de Miguel Hernández, dos hermosas toronjas para apagar la sed. Déjate de mirarme con esa cara de tango ¿quieres? Don’t be vulgar, please. Déjate de pensar cochinadas. Entonces la mulata comenzó a cantar una cumbia de los cincuenta, muévete, muévete, decía y se movía en su silla y él recordó a las Mulatas de Fuego y los mambos de Pérez Prado y la erección de muchachito que había sido, la erección solitaria, en un cine de barrio, en Buenos Aires, mirando una película de Carmen Miranda. Los amigos de la Diosa abominaban ahora del cine del Tercer Mundo, se burlaban de esos cuates que iban por América con sus cámaras al hombro, dichosos con la miseria, decía uno, merde, dijo otro, pinches oportunistas. Esto está muy aburrido, Cara de Tango —dijo la Diosa— vámonos juntos ¿quieres? Oye, político: a esta hora la casa de Trotsky está cerrada. Pero podemos ir a otra parte. Él se dejó llevar. Se despidieron de los amigos y subieron al auto y ella manejó como si se despidiera del mundo. Ahora me cantas el tango que me debes, cabrón. Sí, dijo él y comenzó a cantarle el tango y a acariciarle las piernas. Ella frenó en una cerrada de Coyoacán. Cuando lo besaba, deslizó su mano hasta el sexo del hombre, lo apretó con fuerza, con furia, como vengándose de algo. Después fueron al café que había sido un convento virreinal y hablaron de la vida. A mí también me caen gordos mis amigos, pero no tengo otros, dijo la mujer. El hombre recordó un verso de López Velarde, dijo que sentía una íntima tristeza reaccionaria. Yo te voy a curar, prometió la Diosa. En la cerrada volvieron a besarse. En el auto, ella abrió la blusa y le ofreció los pechos.

Triste, reaccionario, niño, amor, basta, déjame, glotón, vamos a casa. En la casa del cerro (herencia de mi padre, era muy rico ¿sabes? déjame, loco) el hombre cayó abrazado a la mujer que jugaba a resistirse, a ceder, al juego de la señora y el doctor, cayó sobre la cama inmensa de kilómetros de exilio, cayeron vestidos todavía, desnudándose, mordiéndose, besándose, la mulata de Baudelaire, mi negra, mi Cara de Tango, macho sombrío, triste, reaccionario, ella cerrando los ojos, concentrándose en el puro goce de ese orgasmo imprevisto, fugaz, perdóname, Tango, perdóname, Macho, ahora te toca a ti. Se abrió la cueva húmeda. Pase mi rey, pase mi huésped, entra mi negro, mátame. Él estaba acostado en la blanca cama de espuma, con la mulata que había nacido en Pekín porque su padre era embajador —espérame tantito ¿quieres?— y ella seguía hablando desde el baño, orinando su dulce miel como un verso de Neruda, volvía bamboleándose, mira a tu novia ¿te agrada tu novia? hablando como una popi, paseándose desnuda por la recámara, excitándolo, contándole sus viajes por el mundo, las brujerías de su madre negra que su padre se robó en Jamaica. Era muy racista el güero, nunca me pudo querer. Mi padre, el padre, el Padre de los pobres: ella quería que le contara historias de Perón. Estaban desnudos, saciados de la primera vez, fumando y tomando agua mineral, para que la segunda vez fuera mejor, más amistosa, no ese relámpago de destrucción al que se habían entregado en la casa del cerro. Dos veces, dos muertes. La primera vez, dijo el hombre, yo no entendía, era un pendejo, un estudiante muy humanista, muy antifascista, claro, muy pequeño burgués, una buena conciencia; la segunda no quise equivocarme, quise creer en el Padre ¿entiendes? Ser como todos, fundirme en ese Todo como tú en el Zen. Mi padre era un viejo, dijo ella, un podrido viejo cargado de medallas. Cuando dejó a mi madre, ella se ahogó en el mar. ¿Por qué te cuento esto? No me gusta hacer tango. Cántame un tango, cántale un tango a tu novia fea, fea, fea, pidió y se echó a llorar porque ahora era una niñita sola en el mundo, no era la Diosa ni la mulata de Baudelaire, sino una pobre muchacha pidiendo que le cantaran un tango. ¿Quieres? Sí, dijo él y le cantó el tango de la casita de mis viejos y otros tangos con patios y mujeres enfermas y jazmines. Todo eso está muerto, pensó. Pero él no estaba muerto, estaba acariciando los hermosos pechos de su amiga, las caderas inmensas, el sudor de los muslos, trepando por ella como por el Árbol de la Vida que tenía en su cuarto, bebiéndosela, emborrachándose de su boca, del suave pulque de su vagina. Mi rey, gimió ella y se quemaron juntos otra vez y se durmieron y despertaron abrazados y con frío. Sí, es lo que vi, dijo el hombre, vi a la gente calentándose con las fogatas, toda la noche, esperando a su padre, al General, al Macho. Yo estaba con ellos, pero no era uno de ellos ¿entiendes? El Espía de Dios. El poeta es el Espía de Dios, dijo ella. No soy poeta. Sí, lo eres dijo la mujer lamiéndole el vello del pecho, succionando las tetillas del hombre porque ahora soy tu niña ¿quieres? bajando hasta el sexo de su amigo, su hermano de la noche. Él miró la cabeza de la mujer allá abajo, la boca, la mata del pelo oscilando en un movimiento loco de polea, en una frenética negación, su propio pene como un péndulo de delirio. Mi rey. Mi negro. Y otra vez cabalgaron los dos. El caballo, la yegua negra en un campo de incendio. Mi rey. Mi negra. Ven. Claro que voy, espérame. Los cuerpos quedaron extenuados. La madrugada empezaba a filtrarse por las ventanas, el día, la certidumbre de despertar. El hombre miró a su amiga que dormía. Oyó tangos de Buenos Aires, tangos de la memoria, tangos, tangos, tangos de cuando era demasiado joven, cuando la revolución era una palabra, un improbable porvenir y no esos militantes entre los que no estaba, sabiendo que esa sería su condena, su muerte, el equívoco síntoma de su vejez en el momento de escribir su análisis político de la situación, mañana, dentro de unas horas, cuando brillara el sol. Ella despertó. Le dijo: duérmete; esta tarde seré tu compañera en La Siesta del Fauno, pero ahora duérmete, por favor. Pienso en mis muertos, dijo él. Duérmete. Están matando a mi gente. Duérmete, te digo. Si al menos supiera que lo que escribo sirve para algo. No hagas tango, mi amor. Atan los cuerpos con alambres de púa, los hacen volar con dinamita... Duérmete, ordenó la mujer. El hombre se cubrió con la sábana, se acercó a su amiga y prometió no hacer tango. Mientras la acariciaba pensó en Hansel y Gretel abandonados en el vasto mundo. Entonces se durmió. Pobre amor —dijo la mujer mientras acariciaba la cabeza del hombre dormido— estás lleno de sueños, de la podredumbre de los sueños. Creo que te mereces un descanso.













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