–Beba un trago –dijo–. Esto le calentará las tripas.
El jorobado dejó de llorar, se lamió las lágrimas que le caían por la boca y bebió de la botella. Cuando terminó, miss Amelia tomó a su vez un buche, se calentó y enjuagó la boca con él y escupió. Luego bebió unos tragos. Los mellizos y el capataz tenían sus botellas, pagadas con su dinero.
–Buen licor –dijo Stumpy MacPhail–. Miss Amelia, usted siempre hace bien las cosas.
No se pueden pasar por alto las dos botellas grandes de whisky que bebieron aquella noche; sólo así puede uno explicarse lo que ocurrió después. Sin aquel whisky, quizá no hubiera llegado a abrirse el café. Porque el licor de miss Amelia tiene una cualidad peculiar: sabe limpio y seco en la lengua, pero una vez dentro empieza a arder y ese fuego dura mucho tiempo. Y eso no es todo. Ya es cosa sabida que si se escribe un mensaje con zumo de limón en una hoja de papel, no queda rastro de la escritura; pero si se expone el papel al fuego, las letras se vuelven de un color castaño y se puede leer lo escrito. Imaginad que el whisky es el fuego y que el mensaje está oculto en el alma de un hombre; entonces se comprenderá el valor del licor de miss Amelia. Muchas cosas que han pasado sin que se supiera, pensamientos relegados a las profundidades del alma, salen de pronto a la luz y se hacen patentes. Un hilandero que no ha estado pensando toda la semana más que en los telares, la comida, la cama, y otra vez los telares, al llegar el domingo bebe de aquel whisky y tropieza con un lirio silvestre. Y toma el lirio en su mano, se queda contemplando la delicada corola de oro, y de pronto se siente invadido por una ternura tan viva como un dolor. Y un tejedor levanta de pronto la mirada y por primera vez descubre el cielo radiante de una noche de enero, y se siente sobrecogido de temor al pensar en su propia pequeñez. Ésas son las cosas que ocurren cuando un hombre ha bebido el licor de miss Amelia. Podrá sufrir, podrá consumirse de gozo; pero la verdad ha salido a la luz: ha calentado su alma y ha podido ver el mensaje que estaba oculto en ella.
Bebieron hasta la madrugada, y las nubes cubrieron la luna y la noche se puso oscura y fría. El jorobado seguía sentado en el último escalón, lastimosa figura con la frente apoyada sobre las rodillas. Miss Amelia estaba de pie, con las manos en los bolsillos, un pie sobre el segundo escalón. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla de inteligencia y desvarío. Al fin dijo:
–No sé su nombre.
–Me llamo Lymon Willis –dijo el jorobado.
–Bueno; pase adentro –dijo miss Amelia–. Hay algo de cena en la cocina.
Miss Amelia nunca invitaba a nadie a comer, a no ser que estuviera planeando engañar a alguna persona, o intentando sacar dinero a alguien. Así que los hombres del porche pensaron que algo no marchaba bien. Más tarde comentaron que miss Amelia debía de haber estado bebiendo toda la tarde, en el pantano. Sea como fuere, miss Amelia abandonó el porche y Stumpy MacPhail y los mellizos se fueron a sus casas. Miss Amelia abrió la puerta del almacén y echó una ojeada para ver si todo estaba en orden. Luego entró en la cocina, que quedaba al fondo del almacén. El jorobado la siguió, arrastrando su maleta, sorbiendo y limpiándose la nariz con la manga mugrienta de su abrigo.
–Siéntese –dijo miss Amelia–. Voy a calentar esto.
Cenaron muy bien; miss Amelia era rica, y no se privaba de buenas comidas. Tomaron pollo frito (el jorobado se sirvió la pechuga), puré de rutabaga, coles y batatas asadas, color de oro pálido. Miss Amelia comía despacio, con el apetito de un cavador. Estaba sentada con los codos sobre la mesa, inclinada sobre su plato, con las rodillas muy separadas y los pies apoyados en el barrote de la silla. Por su parte el jorobado engulló la cena como si no hubiera probado bocado en varios meses. Mientras comía, una lágrima le resbaló por la cara polvorienta; pero no era más que una lágrima rezagada, no quería decir nada. Cuando miss Amelia terminó, limpió cuidadosamente su plato con una rebanada de pan y luego vertió en el pan la mezcla dulce y clara hecha por ella. El jorobado también se sirvió melaza, pero era más delicado y pidió un plato limpio. Cuando dieron fin a la cena, miss Amelia echó hacia atrás su silla, apretó el puño y se tentó la musculatura del brazo derecho por debajo de la tela azul y limpia de la manga de su mono; era aquél un hábito inconsciente que tenía al terminar las comidas. Cogió entonces la lámpara que había sobre la mesa y señaló la escalera con la cabeza, como invitando al jorobado a seguirla.
Encima del almacén estaban las tres habitaciones donde miss Amelia había pasado toda su vida: dos dormitorios con una sala grande en medio. Pocas personas habían visto estas habitaciones, pero todo el pueblo sabía que estaban bien amuebladas y muy limpias. Y he aquí que miss Amelia introducía en aquella parte de la casa a un hombrecillo desconocido, sucio y jorobado, salido Dios sabe de dónde. Miss Amelia subió despacio los escalones, de dos en dos, llevando la lámpara en alto. El jorobado la seguía saltando, tan pegado a ella que la luz vacilante formaba sobre la pared de la escalera una sola sombra, grande y extraña, de sus dos cuerpos. Al poco tiempo quedó el piso de encima del almacén tan oscuro como el resto del pueblo.
El jorobado dejó de llorar, se lamió las lágrimas que le caían por la boca y bebió de la botella. Cuando terminó, miss Amelia tomó a su vez un buche, se calentó y enjuagó la boca con él y escupió. Luego bebió unos tragos. Los mellizos y el capataz tenían sus botellas, pagadas con su dinero.
–Buen licor –dijo Stumpy MacPhail–. Miss Amelia, usted siempre hace bien las cosas.
No se pueden pasar por alto las dos botellas grandes de whisky que bebieron aquella noche; sólo así puede uno explicarse lo que ocurrió después. Sin aquel whisky, quizá no hubiera llegado a abrirse el café. Porque el licor de miss Amelia tiene una cualidad peculiar: sabe limpio y seco en la lengua, pero una vez dentro empieza a arder y ese fuego dura mucho tiempo. Y eso no es todo. Ya es cosa sabida que si se escribe un mensaje con zumo de limón en una hoja de papel, no queda rastro de la escritura; pero si se expone el papel al fuego, las letras se vuelven de un color castaño y se puede leer lo escrito. Imaginad que el whisky es el fuego y que el mensaje está oculto en el alma de un hombre; entonces se comprenderá el valor del licor de miss Amelia. Muchas cosas que han pasado sin que se supiera, pensamientos relegados a las profundidades del alma, salen de pronto a la luz y se hacen patentes. Un hilandero que no ha estado pensando toda la semana más que en los telares, la comida, la cama, y otra vez los telares, al llegar el domingo bebe de aquel whisky y tropieza con un lirio silvestre. Y toma el lirio en su mano, se queda contemplando la delicada corola de oro, y de pronto se siente invadido por una ternura tan viva como un dolor. Y un tejedor levanta de pronto la mirada y por primera vez descubre el cielo radiante de una noche de enero, y se siente sobrecogido de temor al pensar en su propia pequeñez. Ésas son las cosas que ocurren cuando un hombre ha bebido el licor de miss Amelia. Podrá sufrir, podrá consumirse de gozo; pero la verdad ha salido a la luz: ha calentado su alma y ha podido ver el mensaje que estaba oculto en ella.
Bebieron hasta la madrugada, y las nubes cubrieron la luna y la noche se puso oscura y fría. El jorobado seguía sentado en el último escalón, lastimosa figura con la frente apoyada sobre las rodillas. Miss Amelia estaba de pie, con las manos en los bolsillos, un pie sobre el segundo escalón. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla de inteligencia y desvarío. Al fin dijo:
–No sé su nombre.
–Me llamo Lymon Willis –dijo el jorobado.
–Bueno; pase adentro –dijo miss Amelia–. Hay algo de cena en la cocina.
Miss Amelia nunca invitaba a nadie a comer, a no ser que estuviera planeando engañar a alguna persona, o intentando sacar dinero a alguien. Así que los hombres del porche pensaron que algo no marchaba bien. Más tarde comentaron que miss Amelia debía de haber estado bebiendo toda la tarde, en el pantano. Sea como fuere, miss Amelia abandonó el porche y Stumpy MacPhail y los mellizos se fueron a sus casas. Miss Amelia abrió la puerta del almacén y echó una ojeada para ver si todo estaba en orden. Luego entró en la cocina, que quedaba al fondo del almacén. El jorobado la siguió, arrastrando su maleta, sorbiendo y limpiándose la nariz con la manga mugrienta de su abrigo.
–Siéntese –dijo miss Amelia–. Voy a calentar esto.
Cenaron muy bien; miss Amelia era rica, y no se privaba de buenas comidas. Tomaron pollo frito (el jorobado se sirvió la pechuga), puré de rutabaga, coles y batatas asadas, color de oro pálido. Miss Amelia comía despacio, con el apetito de un cavador. Estaba sentada con los codos sobre la mesa, inclinada sobre su plato, con las rodillas muy separadas y los pies apoyados en el barrote de la silla. Por su parte el jorobado engulló la cena como si no hubiera probado bocado en varios meses. Mientras comía, una lágrima le resbaló por la cara polvorienta; pero no era más que una lágrima rezagada, no quería decir nada. Cuando miss Amelia terminó, limpió cuidadosamente su plato con una rebanada de pan y luego vertió en el pan la mezcla dulce y clara hecha por ella. El jorobado también se sirvió melaza, pero era más delicado y pidió un plato limpio. Cuando dieron fin a la cena, miss Amelia echó hacia atrás su silla, apretó el puño y se tentó la musculatura del brazo derecho por debajo de la tela azul y limpia de la manga de su mono; era aquél un hábito inconsciente que tenía al terminar las comidas. Cogió entonces la lámpara que había sobre la mesa y señaló la escalera con la cabeza, como invitando al jorobado a seguirla.
Encima del almacén estaban las tres habitaciones donde miss Amelia había pasado toda su vida: dos dormitorios con una sala grande en medio. Pocas personas habían visto estas habitaciones, pero todo el pueblo sabía que estaban bien amuebladas y muy limpias. Y he aquí que miss Amelia introducía en aquella parte de la casa a un hombrecillo desconocido, sucio y jorobado, salido Dios sabe de dónde. Miss Amelia subió despacio los escalones, de dos en dos, llevando la lámpara en alto. El jorobado la seguía saltando, tan pegado a ella que la luz vacilante formaba sobre la pared de la escalera una sola sombra, grande y extraña, de sus dos cuerpos. Al poco tiempo quedó el piso de encima del almacén tan oscuro como el resto del pueblo.
1951
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