Petronio hizo lo que pudo. En el fondo, no era mala persona, aunque tenía la mente más sucia de toda Roma y bebía como un camello; y hasta tal punto era un experto en el arte de vivir a lo moderno que el emperador jamás se atrevía a comprarse un jarrón o una estatua, o siquiera catar un añejo desconocido, sin antes consultar con él.
Una noche en que Petronio cenaba casualmente en el palacio, le ofrecieron una salsa de aspecto verdaderamente repulsivo, cuyos principales ingredientes parecían ser benjuí y ajo. En vista de que el sirviente esperaba que la vertiera sobre un precioso lenguado asado a la parrilla, Petronio le preguntó a Nerón con voz zalamera:
—Mi querido César, ¿crees que es eso exactamente lo que andabas buscando?
Nerón se puso de mil colores; y es que por sus miradas impacientes y ansiosas resultaba evidente que él mismo había inventado la salsa, y si Petronio hubiese sido lo suficientemente débil como para aprobarla, pronto cada mesa noble de Roma hubiese apestado a aquel mejunje. Todos se lo agradecimos de corazón.
Mi cuñado Lucano carecía notoriamente del aplomo de Petronio, y sin embargo se creía muy listo. Yo siempre había lamentado el matrimonio de mi hermana. Lucano, hijo de provincianos españoles ricos, nunca dejó de ser forastero, aunque su tío Séneca, el tutor de Nerón, había ascendido ahora al rango de cónsul y se había convertido en el escritor y dramaturgo más destacado de su día. Séneca adoraba a Lucano, un niño prodigio que sabía hablar el griego a los cuatro años, que se sabía la Ilíada de memoria a los ocho, y que antes de cumplir los once ya había escrito un comentario histórico sobre la Anábasis de Jenofonte y había traducido a Ibico en pareados elegíacos ovidianos. Tenía ahora veinticinco años, dos años más que Nerón, quien había hecho de él su modelo literario. Lucano le pagó esta amabilidad con un estupendo discurso adulador en el festival Neronia. Pero cuando aquella misma noche Petronio visitó nuestra casa —Lucano estaba pasando una temporada con nosotros— bajo el pretexto de darle la enhorabuena, yo sospeché que se traía algo más entre manos. Así que mandé salir a los esclavos, y entonces confesó.
—Sí, Lucano, un discurso de lo más pulido, y soy demasiado discreto para preguntarle hasta qué punto era sincero. Pero..., corre el rumor de que estás trabajando sobre un importante poema histórico.
—Correcto, amigo Petronio —contestó, complaciente, Lucano.
—Por el amor de Baco, ¿no será que por fin te has decidido a escribir sus Conquistas de Alejandro, verdad?
—No, eso lo deseché, con excepción de unos cuantos bellos pasajes.
—Muy sabio de tu parte. Corría el riesgo de inspirar a nuestro patrón imperial y hacer que entre con sus tropas en Partia para emular al macedonio. A pesar de su genio militar innato, etcétera, etcétera; dudo mucho de que el ejército hubiese estado a la altura de la empresa. Aquellos arqueros partos, ya sabes...
La voz se le fue apagando.
—No, pues ya que preguntas, el tema es el de las Guerras Civiles.
Petronio levantó las manos.
—Eso es lo que oí decir, ¡Y no te imaginas cuánto me alarmó, hijo mío! Es un tema tan sumamente delicado, incluso después de cien años. Al menos dos terceras partes de las familias nobles que sobrevivieron, lucharon en el bando derrotado. Puede ser que complazca al emperador —repito puede ser y lo subrayo—, pero con toda seguridad va a herir los sentimientos de muchos. ¿Es muy largo el poema?
—Una epopeya en doce libros. Nueve ya están escritos.
—iUna epopeya, señor!
—Una epopeya.
—¡Pero si las epopeyas están pero que muy pasadas de moda!
—La mía no quedará anticuada. Yo hago que mis guerreros utilicen armas modernas, excluyo toda absurda intervención personal de los dioses, y animo la narrativa con anécdotas horripilantes, con metáforas que le dejan a uno sin aliento, y con todo tropo retórico que encuentro a mano. ¿Quieres que te lea unos cuantos versos?
—Si insistes.
Cuando Lucano se ausentó para ir a buscar el rollo de pergamino, Petronio me tiró de la manga:
—Argentario, tienes que poner fin a este disparate, de algún modo... ¡cómo sea! El emperador acaba de preguntarme tímidamente: «¿Qué te parecieron aquellos versos titulados La Batalla del Accio que te enseñé la otra noche? ¿Estabas acaso demasiado borracho para asimilarlos?». «No, César —le aseguré—, tus magníficos hexámetros me quitaron la cogorza de golpe». «Así pues, ¿estás de acuerdo en que soy mejor poeta que Lucano?». A lo cual respondí: «¡Cielo santo, no hay comparación!». Debió de tomárselo bien, porque su próximo comentario fue: «Me alegro, porque aquellos versos forman parte de mi gran epopeya moderna».
De nuevo entró Lucano. Petronio cortó la frase de golpe y cogió el pergamino. Lucano le observaba mientras leía. Después de un incómodo cuarto de hora, Petronio dejó a un lado el pergamino y declaró:
—Esto se tendrá que pulir mucho, Lucano. No digo que no sea bueno, pero tiene que estar mucho, muchísimo mejor antes de poderlo entregar a los copistas. Guárdalo unos años en un cajón. En mi opinión (que no puedes permitirte menospreciar) la epopeya moderna es un estilo literario con el que únicamente deberían intentar escribir los hombres de estado retirados o los jóvenes emperadores.
Lucano palideció.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No tengo nada que añadir a la dicho —respondió Petronio, y le dijo adiós con la mano.
Por cierto que Petronio estaba tan borracho que casi parecía estar sobrio.
A la mañana siguiente temprano, en la Vía Sacra, Lucano quiso fingir no conocer a Petronio, pero éste le condujo por la fuerza al cuarto trasero de una tienda de vinos.
—¡Escucha, imbécil! —dijo Petronio—. Nadie niega que eres el mejor poeta del mundo, con una sola excepción, pero esta excepción te ha husmeado tu proyecto, y se va a enfadar muchísimo si intentas competir con él. Por el amor de Vulcano, ¡enciende el horno con aquel maldito papiro! En lugar de él, escribe un libro de cocina en verso —te ayudaré con muchísimo gusto— o más de esos epigramas tuyos amorosos sobre negras de piernas lascivas y cabello como el vellocino negro del carnero lafistio de Zeus... ¿Y por qué no una eulogía pindárica sobre la destreza del emperador como áuriga? Todo lo que quieras... ¡menos una epopeya sobre las guerras civiles!
—Nadie tiene derecho a refrenar mi Pegaso.
—Esas fueron las célebres últimas palabras de Belerofonte —le recordó Petronio—. El dios del Trueno envió entonces un tábano que picó a Pegaso debajo de la cola, y Belerofonte salió disparado y se hizo mucho daño.
Lucano se puso furioso.
—¿Quién eres tú para hablar de prudencia? Tú satirizas a Nerón en el personaje de Trimalción, en tu novela satírica, ¿no es verdad? Nadie podría confundir su retrato: sus bromas sin gracia, su forma disparatada y divagante de hablar, su gusto tan tremendamente vulgar, su enternecedora compasión de sí mismo. No es más que un bizco, un lujurioso, un analfabeto, un atontado, un megalómano... ¡Y una desequilibrada mole de carnes!
Petronio se levantó.
—Desde luego, español, ¡creo que he de despedirme de ti! Hay ciertas cosas que no es decente decir delante de nadie.
—Pero sin embargo yo las he dicho, ¡Y las volveré a decir!
Resultó ser su último encuentro. Un mes más tarde Lucano invitó a unos cuantos amigos a un banquete privado, en el cual, después de los postres, recitó los primeros doscientos o trescientos versos de su epopeya. Empezaba describiendo las guerras civiles como la mayor vergüenza jamás sufrida por Roma, y diciendo que a pesar de ello habían merecido de sobras la pena, ya que garantizaron a la larga la sucesión de Nerón. A continuación prometía a Nerón que, a su fallecimiento, subiría derecho a las estrellas, como el divino Augusto, y se transformaría en un dios más divino de lo que ya era, pudiendo elegir entre convertirse en Júpiter y empuñar el cetro olímpico, o en Apolo y subirse al carro celestial del sol. Hasta ahí todo fue muy bien, pero luego se vio la otra cara de la moneda. Han de comprender que Petronio había salido impune de la sátira de Trimalción porque era un artista, tuvo la precaución de no meterse con ninguna patochada o vulgaridad concreta, de las que iban de boca en boca, y sólo se burlaba del tipo de comportamiento que (en voz baja, naturalmente) llamábamos neronianismos. Nerón jamás hubiese reconocido al nouveau—riche Trimalción como mi propio retrato y, naturalmente, nadie se hubiese atrevido a abrirle los ojos. Pero Lucano no era un artista. Pronto dejó que su elogio heroico—cómico degenerara hasta convertirse en una caricatura desmañada; le rogó al Nerón deificado que no privase a Roma de su total resplandor colocándose en las regiones árticas del cielo o en el trópico del sur, pues desde allí la mirada de sus afortunados rayos sólo allegaría torcida, y que tuviera la amabilidad de apoyarse pesadamente sobre cualquier parte del éter por temor a que su peso divino inclinara el eje celestial hasta descentrarlo, y así dislocar todo el Universo. Y el muy idiota acentuaba cada punto con esa horrible sonrisa, causando tanto desconcierto en todos que el banquete se disolvió confusamente.
En realidad, Nerón sólo oyó un vago rumor sobre este asunto, pero lo suficiente como para hacerle preguntar a Petronio si había advertido a Lucano con la intrusión en el coto imperial. Petronio respondió sin vacilar:
—Sí, Cesar. Le expliqué que seria ridículo que compitiese con su maestro en literatura.
Así que Nerón mandó a dos oficiales de la guardia a casa de Lucano con este breve mensaje: «¡No escribirás más poesía hasta nuevo aviso!».
La secuela es de sobras conocida. Lucano persuadió a unos cuantos extremistas para que se unieran a su conspiración de asesinar al emperador en nombre de la libertad artística. Falló. Sus amigos fueron detenidos, y a Lucano le abrió las venas un cirujano en el consabido baño caliente, donde recitó un fragmento trágico de sus Conquistas de Alejandro, donde un soldado de Alejandro moría desangrado.
Naturalmente, el padre de Lucano tuvo que seguir su triste ejemplo, y también lo hizo el viejo Séneca (¡eso sí que fue un poco duro para mi pobre hermana!). Además, Lucano había dejado una carta grosera para el emperador, si es que la palabra «grosera» es lo bastante fuerte para describirla, y por cierto calificando a Petronio de cobarde por morderse la lengua en la descripción de Trimalción. Así que a Petronio también le iban a dar...
Pero yo había echado a correr desde el banquete hasta Ostia —unos buenos veinte kilómetros— con todo el oro que había podido meter en una bolsa, y había tomado un barco rumbo a Efeso. Allí me teñí el pelo. Me cambié el nombre y no asomé la cabeza durante tres o cuatro años, hasta que Vespasiano eso tuvo bien investido con la púrpura. ¡Menos mal que en el colegio era torpe y nunca sentí ninguna ambición literaria en absoluto! De todos modos, como corredor de fondo nadie en Roma pudo jamás alcanzarme…
Una noche en que Petronio cenaba casualmente en el palacio, le ofrecieron una salsa de aspecto verdaderamente repulsivo, cuyos principales ingredientes parecían ser benjuí y ajo. En vista de que el sirviente esperaba que la vertiera sobre un precioso lenguado asado a la parrilla, Petronio le preguntó a Nerón con voz zalamera:
—Mi querido César, ¿crees que es eso exactamente lo que andabas buscando?
Nerón se puso de mil colores; y es que por sus miradas impacientes y ansiosas resultaba evidente que él mismo había inventado la salsa, y si Petronio hubiese sido lo suficientemente débil como para aprobarla, pronto cada mesa noble de Roma hubiese apestado a aquel mejunje. Todos se lo agradecimos de corazón.
Mi cuñado Lucano carecía notoriamente del aplomo de Petronio, y sin embargo se creía muy listo. Yo siempre había lamentado el matrimonio de mi hermana. Lucano, hijo de provincianos españoles ricos, nunca dejó de ser forastero, aunque su tío Séneca, el tutor de Nerón, había ascendido ahora al rango de cónsul y se había convertido en el escritor y dramaturgo más destacado de su día. Séneca adoraba a Lucano, un niño prodigio que sabía hablar el griego a los cuatro años, que se sabía la Ilíada de memoria a los ocho, y que antes de cumplir los once ya había escrito un comentario histórico sobre la Anábasis de Jenofonte y había traducido a Ibico en pareados elegíacos ovidianos. Tenía ahora veinticinco años, dos años más que Nerón, quien había hecho de él su modelo literario. Lucano le pagó esta amabilidad con un estupendo discurso adulador en el festival Neronia. Pero cuando aquella misma noche Petronio visitó nuestra casa —Lucano estaba pasando una temporada con nosotros— bajo el pretexto de darle la enhorabuena, yo sospeché que se traía algo más entre manos. Así que mandé salir a los esclavos, y entonces confesó.
—Sí, Lucano, un discurso de lo más pulido, y soy demasiado discreto para preguntarle hasta qué punto era sincero. Pero..., corre el rumor de que estás trabajando sobre un importante poema histórico.
—Correcto, amigo Petronio —contestó, complaciente, Lucano.
—Por el amor de Baco, ¿no será que por fin te has decidido a escribir sus Conquistas de Alejandro, verdad?
—No, eso lo deseché, con excepción de unos cuantos bellos pasajes.
—Muy sabio de tu parte. Corría el riesgo de inspirar a nuestro patrón imperial y hacer que entre con sus tropas en Partia para emular al macedonio. A pesar de su genio militar innato, etcétera, etcétera; dudo mucho de que el ejército hubiese estado a la altura de la empresa. Aquellos arqueros partos, ya sabes...
La voz se le fue apagando.
—No, pues ya que preguntas, el tema es el de las Guerras Civiles.
Petronio levantó las manos.
—Eso es lo que oí decir, ¡Y no te imaginas cuánto me alarmó, hijo mío! Es un tema tan sumamente delicado, incluso después de cien años. Al menos dos terceras partes de las familias nobles que sobrevivieron, lucharon en el bando derrotado. Puede ser que complazca al emperador —repito puede ser y lo subrayo—, pero con toda seguridad va a herir los sentimientos de muchos. ¿Es muy largo el poema?
—Una epopeya en doce libros. Nueve ya están escritos.
—iUna epopeya, señor!
—Una epopeya.
—¡Pero si las epopeyas están pero que muy pasadas de moda!
—La mía no quedará anticuada. Yo hago que mis guerreros utilicen armas modernas, excluyo toda absurda intervención personal de los dioses, y animo la narrativa con anécdotas horripilantes, con metáforas que le dejan a uno sin aliento, y con todo tropo retórico que encuentro a mano. ¿Quieres que te lea unos cuantos versos?
—Si insistes.
Cuando Lucano se ausentó para ir a buscar el rollo de pergamino, Petronio me tiró de la manga:
—Argentario, tienes que poner fin a este disparate, de algún modo... ¡cómo sea! El emperador acaba de preguntarme tímidamente: «¿Qué te parecieron aquellos versos titulados La Batalla del Accio que te enseñé la otra noche? ¿Estabas acaso demasiado borracho para asimilarlos?». «No, César —le aseguré—, tus magníficos hexámetros me quitaron la cogorza de golpe». «Así pues, ¿estás de acuerdo en que soy mejor poeta que Lucano?». A lo cual respondí: «¡Cielo santo, no hay comparación!». Debió de tomárselo bien, porque su próximo comentario fue: «Me alegro, porque aquellos versos forman parte de mi gran epopeya moderna».
De nuevo entró Lucano. Petronio cortó la frase de golpe y cogió el pergamino. Lucano le observaba mientras leía. Después de un incómodo cuarto de hora, Petronio dejó a un lado el pergamino y declaró:
—Esto se tendrá que pulir mucho, Lucano. No digo que no sea bueno, pero tiene que estar mucho, muchísimo mejor antes de poderlo entregar a los copistas. Guárdalo unos años en un cajón. En mi opinión (que no puedes permitirte menospreciar) la epopeya moderna es un estilo literario con el que únicamente deberían intentar escribir los hombres de estado retirados o los jóvenes emperadores.
Lucano palideció.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—No tengo nada que añadir a la dicho —respondió Petronio, y le dijo adiós con la mano.
Por cierto que Petronio estaba tan borracho que casi parecía estar sobrio.
A la mañana siguiente temprano, en la Vía Sacra, Lucano quiso fingir no conocer a Petronio, pero éste le condujo por la fuerza al cuarto trasero de una tienda de vinos.
—¡Escucha, imbécil! —dijo Petronio—. Nadie niega que eres el mejor poeta del mundo, con una sola excepción, pero esta excepción te ha husmeado tu proyecto, y se va a enfadar muchísimo si intentas competir con él. Por el amor de Vulcano, ¡enciende el horno con aquel maldito papiro! En lugar de él, escribe un libro de cocina en verso —te ayudaré con muchísimo gusto— o más de esos epigramas tuyos amorosos sobre negras de piernas lascivas y cabello como el vellocino negro del carnero lafistio de Zeus... ¿Y por qué no una eulogía pindárica sobre la destreza del emperador como áuriga? Todo lo que quieras... ¡menos una epopeya sobre las guerras civiles!
—Nadie tiene derecho a refrenar mi Pegaso.
—Esas fueron las célebres últimas palabras de Belerofonte —le recordó Petronio—. El dios del Trueno envió entonces un tábano que picó a Pegaso debajo de la cola, y Belerofonte salió disparado y se hizo mucho daño.
Lucano se puso furioso.
—¿Quién eres tú para hablar de prudencia? Tú satirizas a Nerón en el personaje de Trimalción, en tu novela satírica, ¿no es verdad? Nadie podría confundir su retrato: sus bromas sin gracia, su forma disparatada y divagante de hablar, su gusto tan tremendamente vulgar, su enternecedora compasión de sí mismo. No es más que un bizco, un lujurioso, un analfabeto, un atontado, un megalómano... ¡Y una desequilibrada mole de carnes!
Petronio se levantó.
—Desde luego, español, ¡creo que he de despedirme de ti! Hay ciertas cosas que no es decente decir delante de nadie.
—Pero sin embargo yo las he dicho, ¡Y las volveré a decir!
Resultó ser su último encuentro. Un mes más tarde Lucano invitó a unos cuantos amigos a un banquete privado, en el cual, después de los postres, recitó los primeros doscientos o trescientos versos de su epopeya. Empezaba describiendo las guerras civiles como la mayor vergüenza jamás sufrida por Roma, y diciendo que a pesar de ello habían merecido de sobras la pena, ya que garantizaron a la larga la sucesión de Nerón. A continuación prometía a Nerón que, a su fallecimiento, subiría derecho a las estrellas, como el divino Augusto, y se transformaría en un dios más divino de lo que ya era, pudiendo elegir entre convertirse en Júpiter y empuñar el cetro olímpico, o en Apolo y subirse al carro celestial del sol. Hasta ahí todo fue muy bien, pero luego se vio la otra cara de la moneda. Han de comprender que Petronio había salido impune de la sátira de Trimalción porque era un artista, tuvo la precaución de no meterse con ninguna patochada o vulgaridad concreta, de las que iban de boca en boca, y sólo se burlaba del tipo de comportamiento que (en voz baja, naturalmente) llamábamos neronianismos. Nerón jamás hubiese reconocido al nouveau—riche Trimalción como mi propio retrato y, naturalmente, nadie se hubiese atrevido a abrirle los ojos. Pero Lucano no era un artista. Pronto dejó que su elogio heroico—cómico degenerara hasta convertirse en una caricatura desmañada; le rogó al Nerón deificado que no privase a Roma de su total resplandor colocándose en las regiones árticas del cielo o en el trópico del sur, pues desde allí la mirada de sus afortunados rayos sólo allegaría torcida, y que tuviera la amabilidad de apoyarse pesadamente sobre cualquier parte del éter por temor a que su peso divino inclinara el eje celestial hasta descentrarlo, y así dislocar todo el Universo. Y el muy idiota acentuaba cada punto con esa horrible sonrisa, causando tanto desconcierto en todos que el banquete se disolvió confusamente.
En realidad, Nerón sólo oyó un vago rumor sobre este asunto, pero lo suficiente como para hacerle preguntar a Petronio si había advertido a Lucano con la intrusión en el coto imperial. Petronio respondió sin vacilar:
—Sí, Cesar. Le expliqué que seria ridículo que compitiese con su maestro en literatura.
Así que Nerón mandó a dos oficiales de la guardia a casa de Lucano con este breve mensaje: «¡No escribirás más poesía hasta nuevo aviso!».
La secuela es de sobras conocida. Lucano persuadió a unos cuantos extremistas para que se unieran a su conspiración de asesinar al emperador en nombre de la libertad artística. Falló. Sus amigos fueron detenidos, y a Lucano le abrió las venas un cirujano en el consabido baño caliente, donde recitó un fragmento trágico de sus Conquistas de Alejandro, donde un soldado de Alejandro moría desangrado.
Naturalmente, el padre de Lucano tuvo que seguir su triste ejemplo, y también lo hizo el viejo Séneca (¡eso sí que fue un poco duro para mi pobre hermana!). Además, Lucano había dejado una carta grosera para el emperador, si es que la palabra «grosera» es lo bastante fuerte para describirla, y por cierto calificando a Petronio de cobarde por morderse la lengua en la descripción de Trimalción. Así que a Petronio también le iban a dar...
Pero yo había echado a correr desde el banquete hasta Ostia —unos buenos veinte kilómetros— con todo el oro que había podido meter en una bolsa, y había tomado un barco rumbo a Efeso. Allí me teñí el pelo. Me cambié el nombre y no asomé la cabeza durante tres o cuatro años, hasta que Vespasiano eso tuvo bien investido con la púrpura. ¡Menos mal que en el colegio era torpe y nunca sentí ninguna ambición literaria en absoluto! De todos modos, como corredor de fondo nadie en Roma pudo jamás alcanzarme…
2 comentarios:
jajaja!
Salve oh Graves!
hola
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