miércoles, abril 09, 2008

“El asesinato considerado como una de las bellas artes”, de Thomas de Quincey

Fragmento





El lector puede recordar que hace algunos años me presenté como un diletante del asesinato. Quizá diletante sea una palabra muy fuerte. Conocedor, conviene más a los escrúpulos y debilidades del gusto público. Supongo que no hay nada malo en ello, al menos. Un hombre no está obligado a po­ner sus ojos, sus oídos y su entendimiento en el bolsillo del pantalón cuando se encuentra con un asesinato. Si no está en un estado categóricamente comatoso, supongo que debe notar que un asesi­nato es mejor o peor que otro, en lo tocante al buen gusto. Los asesinatos tienen sus pequeñas diferencias y matices de mérito, del mismo modo que las es­tatuas, cuadros, oratorios, camafeos, intaglios, y qué sé yo qué más. Podéis enojaros con un hombre por­que habla en exceso o demasiado públicamente (en cuanto al "en exceso", yo lo niego: un hombre nun­ca puede cultivar su gusto en exceso), pero debéis permitirle pensar, de todos modos. Bien, ¿lo cree­réis?; todos mis vecinos supieron de ese pequeño ensayo estético que he publicado. Infortunadamente, sabiendo al mismo tiempo de un club con el que estuve relacionado y de una comida que presidí, ambos tendientes al mismo objeto que el ensayo, o sea: la difusión de un gusto bien asentado entre los súbditos de Su Majestad, inventaron las calum­nias más bárbaras contra mi persona. Especialmen­te, dijeron que yo, o que el club (lo que viene a ser la misma cosa), habíamos ofrecido subvenciones a homicidas de buena actuación, con una escala de quitas en caso de cualquier defecto o imper­fección, de acuerdo con una tabla publicada para los amigos íntimos. Permitidme decir toda la ver­dad sobre la comida y el club, y se verá lo mali­cioso que es el mundo. Pero primero, confidencial­mente, permitidme decir cuáles son mis verdaderos principios sobre el asunto en cuestión.

En lo que se refiere a asesinatos, no cometí uno en mi vida. Es cosa bien conocida entre todos mis amigos. Puedo conseguir un certificado para de­mostrarlo, firmado por un montón de gente. En realidad, si ustedes tocan la cuestión, yo dudo que haya mucha gente capaz de producir un certificado tan fuerte. El mío sería tan grande como un man­tel de desayuno. Es cierto que existe un miembro del club que pretende decir que me sorprendió mostrán­dome demasiado liberal con su cuello una noche en el club, después que todos se hubieron retirado. Pero observad que él cuenta su historia de acuerdo con su grado de sobriedad. Cuando no va más le­jos, se contenta con afirmar que me atrapó ponien­do el ojo sobre su pescuezo, y que estuve melancó­lico durante las semanas siguientes, y que mi voz sonaba de un modo que expresaba, para el delicado oído de un connaisseur, el sentimiento por la opor­tunidad perdida. Pero todo el club sabe que él mismo es un hombre frustrado. Además, éste es un asunto entre dos aficionados, y todo el mundo debe perdonar las pequeñas asperezas y mentirillas en un caso semejante.

"Pero", diréis vosotros, "si no sois asesino, podéis haber estimulado, o aun encargado, un asesinato".

No, por mi honor, no. Y éste es precisamente el punto que deseaba desarrollar para vuestra satis­facción. La verdad es que soy un hombre muy es­pecial en todo lo relacionado con el asesinato; y quizá llevo mi delicadeza demasiado lejos. El Es­tagirita, muy justamente, y quizá teniendo en cuen­ta mi caso, ubicó la virtud en el punto medio entre dos extremos. Una mediocridad brillante seria todo lo que el hombre puede ambicionar. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, y siendo notoriamente mi punto débil una excesiva dulzura de corazón, en­cuentro difícil mantener esa juiciosa línea ecuato­rial entre los dos polos del demasiado asesinato, por un lado, y el demasiado poco, por el otro. Creo que si yo manejara las cosas, difícilmente habría un asesinato por año. En realidad, yo estoy con la paz, la tranquilidad y la docilidad.

Una vez un hombre se me presentó como candi­dato para ocupar el puesto de mi sirviente, enton­ces vacante. Tenía la reputación de haber incursio­nado algo en nuestro arte, según algunos no sin mérito. Lo que me alarmó, sin embargo, fue que él suponía que su arte formaba parte de sus deberes regulares en mi servicio, y que me pidió que esto fuera considerado en su salario. Ahora bien, era algo que yo no permitiría, de modo que le dije en seguida: "Richard (o James como podría ser el caso), usted interpreta mal mi carácter. Si un hom­bre quiere y debe practicar esta difícil (y permi­tidme que agregue, peligrosa) rama del arte, si siente una vocación irresistible hacia ella, en tal ca­so, todo lo que yo le digo es que él podría conti­nuar sus estudios tan bien a mi servicio como al de cualquier otro. Y puedo señalar también que no puede causarle daño, ni a él ni al sujeto sobre el cual opere, aceptar los consejos de hombres de ma­yor gusto que el suyo.

Pero en cuanto a cualquier caso particular, de una vez por todas, no deseo tener nada que ver con él. Nunca me habléis en especial de ninguna obra de arte que estéis meditando. Estoy predispuesto contra ella en todo. Porque si un hombre se permite el asesinato una vez, muy pronto llega a parecerle nada el robo, y de robar pasa a beber y a no res­petar la fiesta del Sábado, y de esto a la descorte­sía y la pereza. Una vez en el camino descendente, uno nunca sabe adónde irá a parar. La ruina de muchos hombres data de uno u otro asesinato, al que quizás en su momento dieron poca importancia. “Principiis obsta”; ése es mi lema. Tal fue mi dis­curso, y siempre he actuado de acuerdo con él. Si esto no es ver virtuoso, me alegraría saber qué lo es.

Pero ya es tiempo de que diga unas pocas pala­bras sobre los principios del asesinato, no con el fin de regular vuestra práctica, sino vuestro discer­nimiento: las viejas y la chusma de lectores de periódicos se contentan con cualquier cosa, con tal de que sea bastante sangrienta, pero un hombre de espíritu sensible exige algo más. Primero, enton­ces, hablemos de la clase de persona que mejor se adapta al propósito del asesino; segundo, del lugar del hecho; tercero, de la ocasión y otros pequeños detalles.

En cuanto a la persona, creo que es evidente que debe ser un hombre de bien, porque si no lo fuera podría estar proyectando un asesinato al mis­mo tiempo, y esas agarradas en las que "el dia­mante talla al diamante", aunque bastante entrete­nidas cuando no hay nada mejor a la vista, no son lo que un crítico puede permitirse llamar asesina­tos. Podría mencionar algunas personas (no daré nombres) que han sido asesinadas en una callejuela oscura, y hasta ahí todo parecía bastante correcto, pero examinando más detenidamente el asunto, el público vino a enterarse de que la misma parte asesinada planeó, en su momento, robar a su ase­sino por lo menos, y posiblemente hasta matarlo, si hubiera sido lo bastante fuerte. Siempre que sea ése el caso, o que se pueda sospechar que lo es, adiós a todos los genuinos efectos del arte.

También es evidente que la persona elegida no debería ser un hombre público. Por ejemplo, nin­gún artista juicioso hubiera intentado asesinar a Abraham Newland. Porque era el caso que todo el mundo había leído tanto sobre Abraham Newland, y tan poca gente lo había visto, que en la opinión general no era otra cosa que una idea abstracta. Recuerdo que una vez, cuando se me ocurrió men­cionar que había comido en un café en compañía de Abraham Newland, todos me miraron despecti­vamente, como si hubiera pretendido haber jugado al billar con el Preste Juan o haber sostenido un lance de honor con el Papa. Y dicho sea de paso, el Papa sería una persona muy inadecuada para asesinar, porque posee tal ubicuidad virtual como padre de la Cristiandad y, como el cuco, es tan fre­cuentemente oído pero nunca visto, que sospecho que la mayoría de la gente lo considera también a él una idea abstracta. Pero ciertamente, cuando un hombre público tiene la costumbre de ofrecer banquetes "con todos los bocados de la estación", el caso es muy distinto: todos están convencidos de que él no es una idea abstracta y, por consiguiente, no puede haber impropiedad en asesinarlo; sola­mente que su asesinato caerá en una categoría de asesinato de la que no me he ocupado todavía.

Además, el sujeto escogido debe gozar de buena salud; porque es absolutamente bárbaro matar a una persona enferma, que resulta, generalmente, incapaz de soportarlo. En base a este principio, no se debería elegir a un sastre mayor de veinticinco años, porque después de esa edad generalmente es dispéptico. O, al menos, si un hombre debe cazar en ese coto, ha de considerar su deber natural, de acuerdo con la antigua ecuación establecida, asesi­nar a algún múltiplo de 9, digamos 18, 27 6 36. Aquí, en esta benévola consideración a la comodi­dad de la gente enferma, observaréis el efecto co­mún de una bella arte para enternecer y refinar los sentimientos. En general, caballeros, el mundo es muy sanguinario, y todo lo que quiere en un asesi­nato es una copiosa efusión de sangre; un despliegue chillón en este punto es suficiente para ellos. Pero el conocedor ilustrado es más refinado en sus gus­tos, y el resultado de nuestro arte, como el de todas las otras artes liberales, cuando son dominadas a conciencia, es humanizar el corazón. Tan cierto es, que

Ingenuas didieisse fideliter artes
Emollit mores, nec sinit esse feros.

Un amigo filósofo, bien conocido por su filantro­pía y bondad, sugiere que el sujeto elegido debería tener también niños que dependan totalmente de su trabajo, a fin de profundizar el pathos. Y verdade­ramente, ésta es una precaución juiciosa. Sin em­bargo, yo no insistiría demasiado vivamente en se­mejante condición. El estricto buen gusto la sugiere incuestionablemente, pero mientras el hombre sea inobjetable en materia de moral y salud, yo no ob­servaría con celo demasiado cuidadoso una restric­ción que podría tener el efecto de limitar el campo del artista.

Esto en lo que se refiere a la persona. En lo que hace a la ocasión, el lugar y los instrumentos, tengo muchas cosas que decir, para las que no hay lugar ahora. El buen sentido del practicante lo ha dirigido generalmente a la noche y la intimidad. Sin embargo, no han faltado casos que se desvia­ron de la regla con efectos excelentes. Con respecto al tiempo, el caso de Mrs. Ruscombe es una her­mosa excepción que ya he mencionado, y con res­pecto tanto al tiempo como al lugar, existe una bella excepción en los anales de Edimburgo (año 1805), familiar a todo niño de esa ciudad, pero que ha sido irresponsablemente defraudada en su debida porción de fama entre los aficionados in­gleses. El caso al que me refiero es el del portero de uno de los bancos, que fue asesinado mientras llevaba un saco con dinero, a plena luz del día, a la vuelta de High Street, una de las calles más concurridas de Europa. Y hasta este momento el asesino no ha sido descubierto.

Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus,
Singula dum captí circumvectamur amore.












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