El Anciano, como lo llamaban, despertó unos minutos antes de lo acostumbrado. Estaba nervioso y gracias al sudor propio de las noches del desierto omitía nuevos giros en su atuendo, por lo general de refulgente blanco y telas suaves.
Averroes en su tienda enorme, abre puertas y cortinas; brilla el sol y lo saluda. Reverencia en ocho tiempos y sus manos no reparan el frescor amable y sospechoso del amanecer. Quince días han pasado desde el último fragor. Siete mil palabras dichas con exactitud, como quien repite, o tal vez aclara, un verso involucrado con los años de la infancia. Quiebra el paso y se dirige a la montaña. Trae un libro en su morral. Tres pesadas llaves de hierro cuelgan de un costado y las hojas frágiles del pensamiento afirman como el cielo y se resbalan junto al más oscuro y atávico vacío. El Anciano cumple su promesa cada día; tras la luna llena, se encumbra en la montaña... Una vez ahí, se deshace del pálido exterior. Rasga vestiduras, rompe el silencio a gritos que no dicen nada y deja ir sus textos más preciados con el viento. Dicen que en medio de relámpagos se lo ha visto descender. Otros, entre ellos vagabundos y aprendices, observan un difuso halo sobre su cabeza. Hay incluso quienes creen ver a dios, un dios vacío, como todos, un dios que no entrega ni refleja más que el sol y las estrellas. Averroes busca en él la fuente y deja ir el agua, como un cálido torrente hacia las nubes. No hay palabra que reduzca aquella acción. No hay espíritu que impugne o mal-realice esta virtud. El anciano finje, actúa y miente, pero nadie extraña en él más verdad que la aceptada.
Nadie expresa la verdad en esta rueda, ni una sola vez, concluye un niño-adolescente miles de años más tarde, al hallar un tímido fragmento que recuerda esa última noche en que el anciano ascendió más rápido que nunca y se perdió entre las piedras y la bruma. Por supuesto, jamás regresó y nunca nadie halló sus restos. A partir de entonces, la montaña insiste en nubes y relámpagos, y la niebla no desciende más allá de sus laderas. Acaso el niño-adolescente, que atesora aquel fragmento bajo una roca de proporción descomunal, descifre una vez más su mayor secreto: el de la historia verdadera que corre en paralelo, invisible, apenas un destello, una veta, un pórtico enlazado entre llanuras igualables. Quizás el niño aún recuerde cómo va y regresa. El Anciano ya lo dijo al despedirse: Juro por los que se dispersan. Juro por los que establecen la noble distinción. Juro por los que lanzan la palabra. Dejar atrás una frontera y revelarse ante un espacio abierto. Entonces llegará el dolor de los pobres inocentes que volvieron a la tierra sin más designio que una muerte social, fría e inútil.
Averroes en su tienda enorme, abre puertas y cortinas; brilla el sol y lo saluda. Reverencia en ocho tiempos y sus manos no reparan el frescor amable y sospechoso del amanecer. Quince días han pasado desde el último fragor. Siete mil palabras dichas con exactitud, como quien repite, o tal vez aclara, un verso involucrado con los años de la infancia. Quiebra el paso y se dirige a la montaña. Trae un libro en su morral. Tres pesadas llaves de hierro cuelgan de un costado y las hojas frágiles del pensamiento afirman como el cielo y se resbalan junto al más oscuro y atávico vacío. El Anciano cumple su promesa cada día; tras la luna llena, se encumbra en la montaña... Una vez ahí, se deshace del pálido exterior. Rasga vestiduras, rompe el silencio a gritos que no dicen nada y deja ir sus textos más preciados con el viento. Dicen que en medio de relámpagos se lo ha visto descender. Otros, entre ellos vagabundos y aprendices, observan un difuso halo sobre su cabeza. Hay incluso quienes creen ver a dios, un dios vacío, como todos, un dios que no entrega ni refleja más que el sol y las estrellas. Averroes busca en él la fuente y deja ir el agua, como un cálido torrente hacia las nubes. No hay palabra que reduzca aquella acción. No hay espíritu que impugne o mal-realice esta virtud. El anciano finje, actúa y miente, pero nadie extraña en él más verdad que la aceptada.
Nadie expresa la verdad en esta rueda, ni una sola vez, concluye un niño-adolescente miles de años más tarde, al hallar un tímido fragmento que recuerda esa última noche en que el anciano ascendió más rápido que nunca y se perdió entre las piedras y la bruma. Por supuesto, jamás regresó y nunca nadie halló sus restos. A partir de entonces, la montaña insiste en nubes y relámpagos, y la niebla no desciende más allá de sus laderas. Acaso el niño-adolescente, que atesora aquel fragmento bajo una roca de proporción descomunal, descifre una vez más su mayor secreto: el de la historia verdadera que corre en paralelo, invisible, apenas un destello, una veta, un pórtico enlazado entre llanuras igualables. Quizás el niño aún recuerde cómo va y regresa. El Anciano ya lo dijo al despedirse: Juro por los que se dispersan. Juro por los que establecen la noble distinción. Juro por los que lanzan la palabra. Dejar atrás una frontera y revelarse ante un espacio abierto. Entonces llegará el dolor de los pobres inocentes que volvieron a la tierra sin más designio que una muerte social, fría e inútil.
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