Fragmento de La Cocina Cristiana de Occidente
Aún hoy vienen en algunos tratados «las alondras al obispo de Metz»: asadas y con nabos tiernos. Pero esto no quiere decir que los obispos de Metz fueran gente melancólica; casi todos fueron borgoñones y coléricos, dados a la caza, algo guerreros, influencia, sin duda, de la vecindad de las almenas y las fronteras, y un poco políticos. Comían alondras con nabos tiernos, pero también comían jabalí. Por allí el jabalí se sala y se ahuma, y se come cocido con castañas; éste es un plato primitivo y bárbaro que necesita mucho remojo de vino. De Estrasburgo, a paso de carga y por el bosquete de Belfort, vino la pierna de jabalí con salsa de coles, salsa sazonada con aguardiente de Ornain. Esta pierna de jabalí, así aderezada, aún se come en Metz.
En Metz, desde el obispo Marcelo de Cahors, se abusó de la mostaza. Parece ser que este obispo era «hombre de Cahors», en el peor sentido de la palabra, y no usaba bonete colorado porque tenía sombrero con borla. Trajo a Metz, de su ciudad natal, la usura y la mostaza. Lo mataron unos mercenarios alemanes en el puentecillo de Brévie. Tenía el obispo entonces treinta y cuatro años. Cuando salió por la Pont-Valentré de su muy noble ciudad de Cahors, camino de Avignon, aún no cumpliera los quince. Llegó a Avignon al mismo tiempo que Catalina de Siena. Si la virgen aquella de Siena lo hubiera visto pasar cuando se ponía en la puerta del palacio Papal, o cuando declaraba los pecados y las virtudes de los cardenales, ¿Qué le hubiera dicho a Marcelo? Marcelo era de oro y de gula, como un sátrapa de Oriente. El cabildo de Metz se quejaba constantemente de su mal ejemplo, no guardaba ayunas ni vigilias y reía siempre. Acariciaba monedas de oro al tiempo que comía las tiernas alondras, tiernas como la manteca, o bebía anisado con nieve para calmar la sed de la mostaza…
La repostería de Metz no puede quedar sin mención. Sus confites de yema, aún hoy son famosos. En Metz tuvo su horno el pastelero Ribaud que, como Matain de París, tiene una canción para cantar las niñas en el corro. Ribaud, como le pauvre Routeboeuff, sólo fue feliz a partir del momento en que enviudó. Su mujer era una alsaciana; seria, alta, gorda, rubia, como son las alsacianas, y también grave y dulce. Pero no hizo feliz a Ribaud, que era de Arlés, alegre como un verano, parlanchín, ruidoso como una feria de Baucaire. Madame Ribaud era extremadamente celosa, y sus lágrimas cortaban el delicado hojaldre que amasaba el pastelero. Ribaud pasó a la historia por sus yemas de canela, las famosas ribotinas que hoy son el orgullo de los confiteros de Colmar, el sursum corda de las yemas acarameladas.
1969
Contribución a Dscntxt de Juan Cristóbal Koch
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