jueves, enero 10, 2008

“El Final de la Historia”, de Miguelanjel Acosta






Nos convertimos en las historias
que contamos sobre nosotros mismos.
Paul Auster




Estaba sentado frente al computador tratando de responder a una pregunta espontánea que había anidado en su cabeza segundos atrás. La página exhibía un par de garabatos, seudo-ideas que significaban una nada irremediable, una nada representada como lo opuesto a la ausencia de un objeto o un sentimiento tangible. Alguien podría decir que las ideas esbozadas sobre la pantalla conducían, o no, hacia algún lugar, pero eso implicaría la aceptación de la literatura como un vehículo de transporte. Así las cosas, lo mejor es decir que sus ideas eran un reflejo deslavado de lo que era incapaz de expresar. Un acierto sería pensar que hasta ahí todo era un asunto de estilo, o más bien, la búsqueda e incorporación de éste al mundo de las ideas y su extraña y negativa fusión en la mente del individuo que permanecía con la vista fija en el monitor.

Era una tarde de otoño, un otoño sin hojas, sin lluvia y sin viento. Su casa tenía dos pisos y un ático. Él se encontraba ahí la mayor parte del tiempo, en una pequeña buhardilla desde donde podía ver el mar. A esa hora sus hijas estaban en el colegio. Su esposa había salido en la mañana en un viaje de negocios y no pensaba regresar hasta el día siguiente. Estaba solo y en su cabeza aquella voz no dejaba de repetir lo mismo.

La noche anterior casi no pudo dormir, los ojos parecían borrados, niebla densa sobre las pupilas marchitas. Al despertar esa mañana decidió que lo mejor sería mantener todo en secreto, que pasara lo que pasara, lo mejor sería callar. La luz del sol apenas aparecía sobre el horizonte. Una línea de un rojo intenso circundaba el espacio. Pensó en Sábato y en su teoría de monstruos despertando al caer la tarde. Si monstruos despertaban al final del día, ¿quién despertaba al inicio de éste?

Como decía, las colinas dibujaban contornos anunciando el comienzo o el final de algo que traería consecuencias irreparables. ¿Cómo podemos comprender la condición humana tan cambiante y conflictiva? ¿Cómo podemos entender lo que pasa por la cabeza de un individuo en el momento en que decide cambiarlo todo?

A las 5:45 AM salió a la terraza y miró el amanecer de las cosas. En su bata llevaba un paquete de cigarrillos aún sin abrir. Recordó la época escolar y golpeó la cajetilla boca abajo contra la palma de su mano, apretando así un poco más el tabaco. Encendió el primero, le dio un par de pitadas y lo arrojó al vacío. Repitió el mismo proceder con un segundo y un tercero. Luego regresó a la casa y se preparó una taza de café. Se sentó frente al televisor y comenzó a ver deportes, basketball, y fútbol americano en su mayoría. En momentos así pensaba en cuán fácil es olvidar algunas cosas. De niño, en su país natal, el único deporte conocido era el fútbol. Todos lo jugaban, todos lo hablaban. Porque la verdadera importancia de un deporte en las raíces de un pueblo no radica en la gente que lo juega, sino en la que lo piensa, la que lo habla. Ahora el fútbol no significaba nada, como tantas otras cosas que habían sido olvidadas.

Después de unos momentos, que bien pudieron haber sido horas, las niñas despertaron. En la cocina les preparó huevos, unas tostadas y chocolate caliente con leche. A pesar de seguir con los ojos a sus hijas, su mirada estaba fija en otras cosas. Su esposa le preguntó si le pasaba algo, que por qué tenía la vista tan extraviada. No tuve una buena noche, contestó. ¿Pesadillas?, sugirió ella simulando interés. Difícil decir, no he pensado en ello aún. Su mirada se posó sobre las niñas y sintió nostalgia de los tiempos idos, o de los que vendrían, un sentimiento extraño que no supo explicar. Las chicas terminaron el desayuno y fueron a sus cuartos a vestirse. Desde hacía seis meses lo hacían solas y eso las llenaba de orgullo. La pareja se quedó en silencio bebiendo café en la cocina. Él fue el primero en interrumpirlo. Tuve un sueño, en él estábamos todos viviendo juntos, mis padres, mis tres hermanas y yo. Todos más viejos, pero aún no habían llegado hijos a nuestras vidas. Yo estaba leyendo un libro en el baño, París no se Acaba Nunca, creo, sentado en la taza, fumando un cigarro. De pronto mi hermana Carla entraba corriendo a la casa diciendo que Júpiter se estaba apagando. Nadie le prestó mayor atención. Yo me levanté lo más rápido que pude y salí a mirar al patio. El enorme planeta era una pequeña luz roja que luchaba por mantenerse en pie, hasta que no podía más, hasta que desaparecía del firmamento. Carla y yo sentimos cómo un vacío inmenso nos llenaba el alma. Lágrimas secas se deslizaban por todo nuestro cuerpo. Después de eso comenzaron a caer los asteroides, los cometas, los meteoritos, los otros planetas. Podías verlos en el cielo, describir sus parábolas. Y cada estallido era un nuevo temblor que remecía todo en una noche gigantesca. La noche en que el mundo iba a dejar de existir.

Cuando el hombre que da vida a esta historia terminó su relato, ella no supo qué decir. En realidad le molestaba el hecho de que alguien le contara sus sueños, lo encontraba inútil, una absoluta pérdida de tiempo. Ella quería hablar de su trabajo, de lo excitante que serían sus próximas horas, de todas las posibilidades que se abrirían después de esto. Pero tuvo que callar, por respeto y también por miedo a esa mirada que se había anidado en los ojos de su marido días, quizá meses atrás.

Ella estaba hermosa ese día, hermosa y serena. Sus ojos estaban tranquilos, quietos de emoción y ternura. Era, sin duda, un día importante, ‘si todo sale bien podremos asegurar nuestro futuro’, le había mencionado días antes. Y él esperaba eso, creo que todo el mundo lo esperaba. Después de todo, su mujer poseía una disciplina que costaba encontrar entre los mortales.

Por años había intentado en vano parecerse a ella, aplicar el mismo criterio y disciplina a su vida. Porque desde que recordaba, siempre intentaba imitar aquello que admiraba o amaba. La única razón por la cual no había terminado como su padre se encontraba ahí, en la total ausencia de admiración, o amor, que habitaba el corazón de ese hombre.

Su mujer fue la primera en dejar la casa, llevaba un traje de dos piezas de color negro bastante sobrio y la cabellera roja formaba lo que parecía ser una serpiente retorcida sobre su cabeza. Ella no usaba maquillaje, y Lem pensó en cuán bella llega a ser una mujer con la cara limpia. Se besaron en el umbral de la puerta, sus labios, los de ella, sabían frescos y tibios, mientras los de el estaban fríos y cansados. Ella se alejó sintiendo cómo su mirada se posaba en su cuello y en la tibieza de sus formas. Subió a su Prius negro y se despidió haciendo un gesto con su dedo índice, un juego de aquellos que se inventan cuando el amor lo puede todo.

Una vez que las niñas estuvieron listas, Lem las subió a su auto y partió rumbo a la escuela en dirección norte, enfrentando aquel añejo viento canadiense que amenazaba con congelarlo todo. Céline y Jules iban sentadas en el asiento trasero cantando una vieja canción que el abuelo materno les había enseñado en su última visita. Lem las miraba por el espejo retrovisor y la nostalgia ya casi le rompía el alma. Sentía, sin querer, cómo el pecho se le llenaba de pena y cómo una lágrima inesperada se dejaba caer desde la esquina de su ojo derecho. El sabor salado se escurrió por la comisura de sus labios.

Su mujer nunca le preguntó qué había hecho después de la pesadilla. Si lo hubiera hecho, Lem probablemente le habría contado, entre lágrimas de desesperación, que todo había sido un error, que todo esto, la vida, y la vida juntos había sido un error. Que se había levantado mientras todos dormían, en medio de la noche y con las luces apagadas, y había buscado aquellos álbumes de fotos que encerraban la vida de él y ella y las niñas. Le habría contado que revisó cada imagen, cada página, cada álbum. Que con un cuidado que nunca antes habían experimentado sus torpes manos, había recortado cada recuerdo que alguna vez existió entre ambos. Le habría contado que la mutilación de cada fotografía sólo sirvió para ahondar su pena cada vez más, para crear un agujero tan inmenso que ni siquiera la felicidad más infinita podría llenar. Y luego las niñas, las tijeras cortando, eliminando, quemando.

Si ella hubiera estado más alerta habría notado que el clóset de él había sido vaciado durante la noche, que su registro en el computador que compartían también había desaparecido. Si ella hubiera estado más atenta a las señales, habría notado que el empaque repentino de todos sus libros no obedecía a una reorganización del espacio, sino más bien a una auto impuesta inquisición, destinada a quemar todo vestigio de su existencia.

Las niñas cantaban y reían, sin notar que el auto no se detuvo frente a la escuela, y más tarde abandonó los límites de aquel país inventado al que su padre había llegado lleno de sueños que jamás se hicieron realidad. Si alguien en aquel cuarteto de vidas a punto de desaparecer hubiera notado que la realidad, que lo que hasta ese entonces entendían por realidad, había cambiado radicalmente esa mañana, algo se podría haber hecho. Pero nada, nadie dijo ni entendió nada y el auto se perdió en la lejanía de una mañana que fue noche, y nunca más día.








Texto leido en Taller Uff! 11º Aniversario, diciembre 2007









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