No podía creer lo que había soñado. Que una mujer se tiraba bajo las ruedas de un carro y su esposo no la salvaba, pudiéndolo hacer. Pero el sueño había comenzado antes, cuando ambos vivían en un departamento de recién casados, donde siempre, los fines de semana, habían reuniones y fiestas con amigos, donde todo era felicidad y comprensión. Y después vino el sueño, la desgracia. Esa imagen me dio vueltas a la cabeza todo el día: ¿Por qué había sucedido? ¿Qué había llevado a ella a esa determinación? ¿Por qué él no la salvó pudiéndolo hacer? Hacia la mitad de la tarde, después de tomar la siesta y leer el periódico, decidí contarle a mi esposa lo soñado. Pero antes de hacerlo me pregunté: ¿No lo tomará a mal? ¿No creerá que hay algún instinto reprimido? ¿No pensará que quiera que eso le suceda? Me dio retorcijones el contarle. Pensé que sería mejor consultar con el médico amigo de la casa. Un consejo no hace daño a nadie, pensé, y me dirigí a su consultorio, que, felizmente, queda cerca donde vivimos. Lamentablemente, no lo encontré, había salido de viaje y no regresaría hasta dentro de quince días. Volví, con la cabeza gacha, cavilando, si debía o no contarle lo soñado. Decidí hacerlo. Pero cuando llegué a mi departamento me arrepentí. Pensé, veremos lo que pasa. Abrí la puerta y vi a mi esposa preparando unas tacitas de café y unos panes con queso en el horno. Le di un beso y me senté en la mesa de la cocina. Conversamos de cosas sin importancia. Ella, de pronto me dijo, “ya no me cuentas lo que sueñas”. Me sorprendió su curiosidad, justo en ese momento, por lo que no le contesté. Pero al poco rato volvió a insistir sobre el asunto. Entonces le dije, “los años me hacen olvidar los sueños”. Y comencé a beber el café que estaba sobre la mesa. “Tal vez deba esperar el momento adecuado”, me dije para mis adentros, “porque no creo que me crea lo que le acabo de decir”. Comí un pan y terminé la taza de café. Me fui a la sala, prendí la tv para escuchar las noticias. Pero no veía las imágenes, seguí pensando en lo que había soñado y si debía o no decírselo a mi esposa. Pasó un par de horas y seguía en ese dilema. Hasta que por fin me hice la pregunta que debí habérmela hecho desde el principio: ¿Si mi esposa hiciera lo mismo, yo la salvaría?
De un libro inédito aún.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario