Orlando el Sucio vino al club como entrenador en 1961. Declaró que nos iba a conducir a la copa de la mano o a las patadas. "Yo soy un ganador nato", nos dijo y se refregó la nariz achatada. Era petiso, barrigón, de pelo grasiento y tenía tantos bolsillos en la ropa que cuando viajaba no necesitaba equipaje. Después del primer entrenamiento nos llamó uno a uno a todos los del plantel. No sé qué les dijo a los otros, pero a Pancho González y a mí nos llevó a un costado del terreno y nos invitó con caramelos de limón que sacó del bolsillo más pequeño.
—Usted tiene aspecto de no hacerle un gol a nadie —dijo y miró los ojos tristes de Pancho. Orlando tenía las pupilas grises como nubes de tormenta y la barba mal afeitada.
—Para eso está él —le contestó González y me señaló con la cabeza. Pancho era nuestro Pelé, un tipo capaz de arrancarle música a la pelota y si no hacía goles creo que era por temor a que después no le devolvieran la pelota.
—Usted es duro con la derecha, viejo —me dijo a mí—, pero desde mañana empieza a pegarle contra la pared hasta que se le ablande.
Desde entonces me tuvo un mes haciendo rebotar la pelota contra una pared con la pierna más torpe. Había colgado un neumático de coche a un metro del suelo y yo tenía que embocar en el agujero desde veinticinco metros de distancia. A cada rebote corría para recogerla al vuelo otra vez con el mismo pie y así me quedaba, horas y horas. Orlando el Sucio me vigilaba y de tanto en tanto se acercaba a invitarme con un caramelo y decirme que un goleador debe ser preciso como un relojero y ágil como una liebre.
Cuando vio que yo había afinado la puntería, llamó a González y nos reunió en un boliche de mala muerte donde el viento del desierto sacudía la puerta y entraba por las rendijas de las ventanas. Pedimos vino blanco y queso de las chacras y Orlando revolvió en los bolsillos hasta que encontró un frasco sin etiqueta y una libreta de apuntes. Echó la cabeza hacia atrás, se llenó la nariz con unas gotas amarillentas, respiró hondo con un gesto de disgusto y nos miró como a dos amigos de mucho tiempo.
—No quiero pudrirme en este lugar de mierda —dijo con voz desencantada—. Hay que rajar para Buenos Aires antes de que nos lleve el viento o nos agarre la fiebre amarilla.
González asintió con su cara dulce y se dio por aludido.
—Tengo que tirar más seguido al arco —se disculpó.
—No, usted va a hacer algo más útil. Mire.
Bebió un trago de vino que se le chorreó sobre la camisa, abrió la libreta llena de apuntes a lápiz y se puso a dibujar un arquero con trazo torpe. Lo hizo con gorra pero sin ojos ni nariz ni boca.
—Éste es su hombre en el córner —y buscó en otro bolsillo un pañuelo con un nudo—. Usted lo anula y él la manda adentro.
Me estaba señalando con el lápiz. Pancho González puso cara de sorpresa.
—En el área chica no se puede cargar al arquero.
—No, no se trata de eso, hay que darle un pinchazo, nada más.
Al principio no entendimos pero cuando desanudó el pañuelo vimos las espinas de cactus atadas con un hilo azul.
—Aquí, ¿ve? —señaló la silueta del arquero a la altura de las nalgas—. Se quedan duros como estarnas.
Sacó dos espinas, las miró al trasluz y nos alcanzó una a cada uno. González observó la suya con curiosidad y un poco de repugnancia, él, que siempre se marchaba del terreno felicitado por los adversarios.
—Yo no soy ningún criminal —dijo y tiró la espina sobre la mesa. En ese momento el viento hizo temblar las ventanas y los tres quedamos cubiertos de polvo.
Orlando el Sucio hizo una mueca de contrariedad o de desilusión y le puso una mano sobre el brazo: Vea, González, usted no le va a marcar un gol a nadie en toda su vida y yo necesito salir de aquí. Si usted no quiere hacerlo, puedo poner a otro. Piénselo. Uno no puede pasarse la existencia con la nariz seca y pagando mujeres en el prostíbulo. Yo tengo un contacto en Boca y si ganamos nos vamos los tres a Buenos Aires. ¿Ustedes ya conocen?
Los dos dijimos que no. Entonces me miró a mí, con sus ojos de tormenta y se tocó la nariz.
—¿Usted sangra fácil? —me preguntó.
Al principio no entendí pero más tarde tomé conciencia de que en esa mesa habíamos empezado a ganar la final que un mes después se jugó dos mil kilómetros más al sur, en Río Gallegos.
—Como todo el mundo —le contesté—. Si me dan un codazo...
—Justamente —dijo—, usted va a recibir un codazo y se va a quedar en el suelo, chorreando sangre. Sin hacer aspaviento, medio desmayado, ¿me sigue?
—La verdad, no.
—En el momento en que yo le haga una seña desde el banco usted se pellizca la nariz hasta que sangre. Hay que hacerlo expulsar al cinco de ellos que es el que lleva la manija.
Después, en la pensión donde él vivía, Orlando el Sucio me revisó la nariz con una linterna, encontró la vena adecuada y me explicó cómo debía hacerlo. Detestaba ese lugar y si había venido desde Buenos Aires era porque necesitaba algún dinero y andaba detrás de alguien. Por las noches se sentaba solo en el bar mirando el fondo del vaso y dibujaba la silueta de una mujer en las servilletas. La madrugada antes de viajar a Río Gallegos lo encontré en el prostíbulo del pueblo. Estaba sentado en el sillón de la sala de espera de la gitana Natasha, diluido detrás de una lámpara, con el cigarrillo entre los dedos y un paquete de masas sobre las rodillas apretadas. Al verme puso cara de reproche pero después me convidó con un caramelo de limón y señaló la puerta de la pieza con un gesto.
—¿Usted también cobró?
Le dije que sí.
—Un goleador tiene que cuidarse —dijo y volvió a señalar la puerta de la habitación—. Si usted aprende a pegarle con la derecha nos vamos a llenar de oro.
—Eso ya me lo dijo otro entrenador.
No me oyó. Metió la mano en un bolsillo perdido entre los pliegues de la cazadora y sacó una revista arrugada, abierta en la página donde había una foto de la calle Corrientes en el cruce del Obelisco.
—Mire —me dijo—, aquí tenemos que llegar nosotros. Yo tengo un amigo...
—En Boca —dije.
—Boca —sonrió—. Ése es el primer paso. Después Barcelona o Juventus. Pero para eso hay que manejar las dos piernas y acercarse a algún lugar civilizado donde nos puedan ver.
—¿Por qué odia tanto a este pueblo? —le pregunté.
—Algún día, cuando llegue aquí —señaló la foto de la revista—, se lo voy a contar.
La gitana Natasha abrió la puerta y lo vi darle un beso en la mejilla mientras dejaba el paquete de masas sobre la cama. Afuera el viento levantaba remolinos de arena y hacía rechinar los dientes de las mujeres que esperaban clientes en la puerta. Entré en lo de una flaca muy blanca, de piernas afeitadas, que hablaba todo el tiempo de unos inspectores de higiene que la perseguían y la extorsionaban. Mientras le pagaba vi, abajo del cenicero, la misma revista que tenía Orlando el Sucio, abierta en la misma página.
Al día siguiente salimos para Río Gallegos en un ómnibus al que hubo que empujar en los pantanos y en las subidas. En dos días llegamos a una ciudad cubierta de nieve y fuimos a jugar casi sin descansar, con un frío inolvidable. Pancho González se puso a pisar la pelota, a hacer amagues, a mover la cintura, a picar y a gambetear hasta que nos mareó a todos. El cinco de ellos no se me acercó demasiado pero igual yo protesté y me quejé varias veces para que el referí lo tuviera bien señalado. Cuando empezó el segundo tiempo pasé a su lado, me pellizqué la vena de la nariz y me tiré al suelo con la camisa bañada en sangre. El cinco se cansó de explicar que no me había hecho nada. Yo estaba allí en el piso, sangrando como un cordero degollado y a él lo expulsaron de la cancha por juego sucio. Orlando vino a ponerme una pomada para cicatrizar la herida y me dijo que así nunca iríamos al cielo pero que tal vez llegáramos a Chacarita y en una de ésas a Boca. Enseguida Pancho González hizo un gol de tiro libre y nos asombró a todos. Después fue goleada y todo anduvo bien hasta que en un córner se produjo un entrevero y González dejó la espina clavada en un brazo del arquero. El árbitro se enfureció pero como le discutíamos y alguien se atrevió a patearle los tobillos, suspendió el partido y llamó a los gendarmes para que pusieran orden.
Estuvimos tres días refugiados en un cuartel de bomberos y no hubo manera de salir por la carretera donde nos esperaban los hinchas de Río Gallegos. Al amanecer los gendarmes nos pusieron en un barco de carga y ésa fue la única vez que estuve en el mar. Viajamos dos semanas sin camarote, comiendo porquerías, hasta que nos arrojaron en un puerto miserable. Mucho tiempo después nos enteramos de que el partido había sido declarado nulo y que ese año no hubo campeón. Orlando el Sucio ya no estaba con nosotros.
Años más tarde, cuando yo era periodista en Buenos Aires, se apareció en la redacción, ya calvo, pero siempre lleno de bolsillos. Venía a publicitar un método infalible para ganar a la ruleta y me preguntó por qué me había frustrado como goleador.
—No sé, un día el arco se me hizo más chico —le dije.
—A veces pasa —me dijo, y me alcanzó una foto de cuando él era joven. Estaba con la camiseta de Independiente—. Tres cosas marcaron mi vida —explicó—. El día que se me achicó el arco, la noche que perdí cien mil pesos en el casino y la madrugada que se fue la mujer de la que estaba enamorado. Cuando nos conocimos en el sur yo estaba buscando a esa mujer y a alguien que hiciera los goles en mi lugar. Usted no pudo ser por aquel accidente, pero encontré a otro pibe en Mendoza y nos cansamos de ganar finales. ¿Sabe cómo volví a Buenos Aires? ¡Me trajeron en andas!
—¿Encontró a la mujer? —le pregunté. —No —dijo, y se le ensombreció la mirada—. Siempre hay que resignar algo en la vida. ¿Quiere que le diga una cosa? Usted tenía talento en el área. Es una lástima que haya terminado así, teniendo que escribir tonterías. Seguro que no aprendió a pegarle con la derecha.
—Al menos tengo suerte con las mujeres —mentí. Me miró con una mueca despectiva, sacó un par de caramelos de limón y me pasó uno.
—Ése es un buen consuelo —dijo, y me guiñó un ojo.
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