jueves, diciembre 27, 2007

"Georg Trakl y la disolución de la palabra", de Armando Roa





Para Aldo Pellegrini

Yo no alcanzo a comprender la poesía de Trakl,
pero su lenguaje me deslumbra:
ésa es la mejor idea de su genio.

Ludwig Wittgenstein



El suyo, se ha insistido por figuras como Heidegger o Gadamer, fue un intento desesperado por escudriñar una voz para quienes han sido desalojados del habla, por estatuir la posibilidad de un lenguaje desde el estupor de la muerte y el enmudecimiento. Como poeta, anticipándose a Celan, Krolow y Bobrowsky, fue consciente de que, abandonados a un horizonte estragado y quebradizo, la palabra misma, avanzando a tientas, incapaz de aferrar el corazón de las cosas, se transforma en un mero ejercicio ilusionista. Es, por así decirlo, el preludio de la desintegración del poeta en el poema, cuyo drama es el naufragio en lo inefable.

En cierta medida, Trakl compartió la sospecha de Hamann, Nietzsche y Robert Browning: verbalizar es apelar a conceptos y los conceptos, por su generalidad, menguan y destiñen la intimidad de la vivencia. Pero en él ya no se trata simplemente de bruñir lo real, de premunirlo de singularidad o de irlo cincelando en la palabra, a la manera de Heine o George; la poética de Trakl, bajo el hilo conductor del desamparo, es antes que nada una poética sobre la postración en el vacío, sobre la nihilidad de la palabra. Ajena a su propio destino, su voz apremiante se convierte en un inquietante rasguño que pugna y capitula de cara al paisaje inmóvil de su propia disolución.

Enfrentado a un mundo menoscabado y menoscabante, cuando el porvenir es apenas un despojo, una sombra mutilada por la miseria y la muerte, la avasallante perturbación de Trakl no encuentra –como en Goethe– un desahogo en la presencia instauradora de la palabra; su aislamiento es radical. Ello explica, tal vez, la continua vacilación de ritmos e imágenes, la prosodia ásperamente tallada, los juegos cromáticos –con el azul como telón de fondo– que tienden a disolverse en la oscuridad, el asedio reiterado de atmósferas fúnebres, la obsesión por la pureza perdida. Todo se vuelve desfalleciente, incluida la voz del poeta, atrincherada en un universo agobiante que ha expulsado lo salvador al calabozo de lo indecible; así, objetos, afectos y seres, despojándose de cualquier manto protector, se precipitan una y otra vez a la «orfandad de la nada».

Interpelado por una existencia que bien podría ser asimilada a un «sueño conturbado», cuando la palabra deja de ser bienvenida o cobijo, el poeta, tronchando la voz, a la sombra de una pertinaz desilusión, se ensaña consigo mismo confinándose en una lenta demolición.

Dijo Hofmannsthal:
«Es el pleno acto del amor
Qué suaves se muestran las imágenes…
El silencio y el sosiego las sumergen
Las palabras son el universo».

El drama de Trakl estuvo en el reverso: el poema, más que germinar plenitud, marchita. Tambaleante y escuálido, mancilla lo que nombra. El hombre es sólo «carroña verbal»; las palabras no hacen sino perpetrar su declinación. La vocación del poema, entonces, es la de una ceremonia de despedida, ya rendido a la crepuscularidad de su silencio definitivo.






5 comentarios:

Anónimo dijo...
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V i l l a v i c e n c i o dijo...
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Mane dijo...
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dscntxt-3 dijo...

esta discusión ya lleva años... qué ardiente paciencia, no?

V i l l a v i c e n c i o dijo...

Pff...