martes, noviembre 13, 2007

"Solaris", de Stanislaw Lem

Fragmento



Una ancha mirilla se abrió a la altura de mis ojos, y vi las estrellas. El Prometeo navegaba por las inmediaciones de Alfa de Acuario, pero traté, en vano, de orientarme. Un polvo centelleante llenaba el ojo de buey; el cielo de aquella región de la galaxia me era desconocido, y no pude identificar ni una sola constelación. Yo esperaba que en cualquier momento se me apareciera alguna estrella aislada; no distinguí ninguna. El centelleo se atenuaba; las estrellas huían, confundidas en una vaga luminosidad purpúrea; así me enteré de la distancia que había recorrido. Rígido el cuerpo, oprimido en mi funda neumática, hendía el espacio con la impresión de encontrarme suspendido en medio del vacío, y teniendo como única distracción el calor que aumentaba lenta, progresivamente.

De pronto, hubo un crujido, un ruido áspero, como una lámina de acero que se desplaza sobre una placa de vidrio mojada. Y comenzó la caída. Si no hubiese visto las cifras que saltaban en el cuadrante luminoso, no habría notado el cambio de dirección. Desaparecidas mucho antes todas las estrellas, la mirada se perdía, ahora y siempre, en la pálida claridad rojiza del infinito. El corazón me golpeaba el pecho, pesadamente. Sentía en la nuca el soplo fresco del climatizador, y sin embargo me ardían las mejillas. Lamentaba no haber localizado al Prometeo; sin duda ya se había perdido de vista aun antes que los comandos automáticos abrieran las persianas del ojo de buey. Una violenta sacudida estremeció el vehículo, y en seguida otra. La cápsula se puso a vibrar; atravesando mi envoltura neumática, la vibración me alcanzó y me corrió por el cuerpo, de pies a cabeza; multiplicada, la fosforescencia del cuadrante del contador se desplegó en todas direcciones. Ignoré el miedo. ¡No había emprendido ese largo viaje para pasar ahora por encima de la meta!

Llamé:
—¡Estación Solaris! ¡Estación Solaris! ¡Estación Solaris! ¡Creo que me voy desviando, corrijan la trayectoria! ¡Estación Solaris, aquí la cápsula del Prometeo! ¡Conteste, Solaris, escucho!

¡Acababa de perder un precioso instante, la aparición del planeta! Solaris se extendía ante mis ojos, inmenso ya, chato; no obstante, me pareció que yo estaba lejos todavía, a juzgar por el aspecto de la superficie. O mejor dicho, que yo estaba todavía a gran altura, puesto que había dejado atrás esa frontera imperceptible donde la distancia que nos separa de un cuerpo celeste empieza a medirse en términos de altitud. Me sentía caer. Sí, ahora sentía la caída hasta con los ojos cerrados. Los abrí en seguida, pues no quería perderme nada.

Esperé un minuto en silencio; luego reanudé los llamados. Ninguna respuesta. En los auriculares, sobre un rumor de fondo bajo y profundo, que imaginé era la voz misma del planeta, las crepitaciones venían en salvas. Un velo cubrió el cielo anaranjado, y el ojo de buey se oscureció; instintivamente, me acurruqué todo lo que pude en la funda neumática; casi enseguida comprendí que atravesaba una capa de nubes. Como aspirada hacia las alturas, la masa de nubes partió en vuelo. Yo planeaba, ya a la luz, ya a la sombra; la cápsula giraba alrededor de un eje vertical. Gigantesca, la esfera solar se mostró al fin delante del vidrio, emergiendo por la izquierda, y desapareciendo por la derecha.

Una voz lejana me llegó a través del rumor y las crepitaciones:
—¡Atención, Estación Solaris! Aquí Estación Solaris. Todo en orden. Está usted bajo el control de la Estación Solaris. La cápsula se posará en tiempo cero. Repito, la cápsula se posará en tiempo cero. Repito, la cápsula se posará en tiempo cero. ¡Prepárese! Atención, empiezo. Doscientos cincuenta, doscientos cuarenta y nueve, doscientos cuarenta y ocho...

Maullidos secos entrecortaban las palabras: un dispositivo automático articulaba frases de bienvenida. Y eso era en todo caso sorprendente. Por lo general, los hombres de una estación del espacio se apresuran a dar la bienvenida al recién llegado, sobre todo cuando éste viene directamente de la Tierra. No tuve oportunidad de sorprenderme mucho tiempo, pues la órbita del Sol, que hasta ese momento me rodeaba, se desplazó de pronto, y pareció que el disco incandescente danzaba en el horizonte, mostrándose ya a la izquierda, ya a la derecha del planeta. Yo oscilaba como la pesa de un péndulo gigante, en tanto el planeta, superficie estriada de surcos violáceos y negruzcos, se alzaba delante de mí como una pared. Empezaba a marearme cuando descubrí una superficie ajedrezada por puntos verdes y blancos: la señal de orientación. Algo se desprendió, con un chasquido, del cono de la cápsula; el largo collar del paracaídas desplegó con furor sus anillos, y el ruido que llegó hasta mí me evocó irresistiblemente la Tierra: por primera vez al cabo de tantos meses, el rugido del viento.






1961










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