miércoles, octubre 17, 2007

“La liquidación del Opio”, de Antonin Artaud




Tengo la intención no disimulada de agotar la cuestión a fin de que se nos deje tranquilos de una vez por todas con los llamados de la droga. Mi punto de vista es netamente antisocial. No hay sino una razón para atacar el opio. Es la del peligro que su empleo puede hacer correr al conjunto de la sociedad. Ahora bien: ese peligro es falso. Nacimos podridos en el cuerpo y en el alma, somos congénitamente inadaptados; suprimid el opio, no suprimiréis la necesidad del crimen, los cánceres del cuerpo y del alma, la propensión a la desesperación, el cretinismo innato, la viruela hereditaria, la pulverización de los instintos, no impediréis que existan almas destinadas al veneno, sea cual fuere, veneno de la morfina, veneno de la lectura, veneno del aislamiento, veneno del onanismo, veneno de los coitos repetidos, veneno de la debilidad arraigada en el alma, veneno del alcohol, veneno del tabaco, veneno de la anti-sociabilidad.

Hay almas incurables y perdidas para el resto de la sociedad. Suprimidles un medio de locura, ellas inventarán diez mil otros. Ellas crearán medios más sutiles, más furiosos, medios absolutamente desesperados. La misma naturaleza es antisocial en el alma; es por una usurpación de poderes que el cuerpo social organizado reacciona contra la tendencia natural de la sociedad.

Dejemos perderse a los perdidos, tenemos mejor cosa en que ocupar nuestro tiempo que tentar una regeneración imposible y además inútil, odiosa y dañina. En tanto no hayamos llegado a suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana no tendremos el derecho de intentar suprimir los medios por los cuales el hombre trata de desencostrarse de la desesperación. Pues ante todo se tendría que llegar a suprimir ese impulso natural y escondido, esa pendiente especiosa del hombre que lo inclina a encontrar un medio, que le da la idea de buscar un medio de salir de sus males.

Asimismo, los perdidos están por naturaleza perdidos, todas las ideas de regeneración moral nada harán en ellos, hay un determinismo innato, hay una incurabilidad indiscutible del suicidio, del crimen, de la idiotez, de la locura, hay una invencible cornudez del hombre, hay una pulverización del carácter, hay una castración del espíritu. La afasia existe, la meningitis sifilítica existe, el robo, la usurpación. El infierno es ya de este mundo y hay hombres que son desdichados evadidos del infierno, evadidos destinados a recomenzar eternamente su evasión. Y basta. El hombre es miserable, el alma débil, hay hombres que se perderán siempre. Poco importan los medios de la pérdida; eso a la sociedad no le importa.

Hemos demostrado bien, ¿no es cierto?, que la sociedad nada puede, que pierde su tiempo; que no se obstine más, pues, en arraigarse en su estupidez. Estupidez dañina. Para los que se atreven a mirar de frente la verdad, saben ciertamente los resultados de la supresión del alcohol en los Estados Unidos. Una superproducción de locura: la cerveza al régimen del éter, el alcohol impregnado de cocaína que se vende clandestinamente, la ebriedad multiplicada, una especie de ebriedad general. En suma, la ley del fruto prohibido. Lo mismo, para el opio.

La prohibición que multiplica la curiosidad por la droga sólo ha beneficiado hasta ahora a los sostenedores de la medicina, del periodismo y de la literatura. Hay gente que ha edificado sus fecales e industriosos renombres sobre sus pretendidas indignaciones en contra de la inofensiva e ínfima secta de los condenados a la droga (inofensiva por lo ínfima y por ser siempre una excepción), esa minoría de condenados del espíritu, del alma, de la enfermedad.

¡Ah!, que bien atado está en aquellos el cordón umbilical de la moral. Desde su madre, ellos no han pecado jamás, por cierto. Son apóstoles, son los descendientes de los pastores; uno se pregunta tan sólo dónde abrevan sus indignaciones, y sobre todo, cuánto han palpado para poder hacerlo, y en todo caso qué es lo que esto les ha reportado. Y por otra parte, la cuestión no está allí. En realidad, ese furor contra los tóxicos y las leyes estúpidas que de él se derivan:

1º Es inoperante contra la necesidad del tóxico, que, saciada o insaciada, es innata al alma y la induciría a gestos resueltamente antisociales, aunque el tóxico no existiera.
2º Exaspera la necesidad social del tóxico, y lo transforma en vicio secreto.
3º Daña a la verdadera enfermedad, pues allí está la verdadera cuestión, el mundo vital, el punto peligroso: desgraciadamente para la enfermedad, la medicina existe.

Todas las leyes, todas las restricciones, todas las campañas contra los estupefacientes nunca lograrán más que sustraer a todos los necesitados del dolor humano, quienes tienen sobre el estado social derechos imprescriptibles, el disolvente de sus males un alimento para ellos más maravilloso que el pan y el medio en fin de re-penetrar en la vida.

Antes la peste que la morfina, aúlla la medicina oficial, antes el infierno que la vida. No hay sino imbéciles del género de J. P. Liaussu (que es, por añadidura, un feto ignorante) para pretender que hay que dejar a los enfermos macerar en su enfermedad. Y es aquí, por otra parte, donde toda la grosería del personaje muestra su juego y se da libre curso: en nombre, según pretende, del bien general.

Suicidados, desesperados, y vosotros, torturados del cuerpo y del alma, perded toda esperanza. No hay más alivio para vosotros en este mundo. El mundo vive de vuestros osarios. Y vosotros, locos lúcidos, cancerosos, meningíticos crónicos, sois unos incomprendidos. Hay un punto en vosotros que ningún médico jamás comprenderá, y es ese punto para mí el que os salva y vuelve augustos, puros, maravillosos: estáis fuera de la vida, estáis por encima de la vida, tenéis males que el hombre común no conoce, sobrepasáis el nivel normal y es por eso que los hombres son rigurosos con vosotros, envenenáis su quietud, sois disolventes de su estabilidad. Tenéis dolores irreprimibles cuya esencia consiste en ser inadaptable a ningún estado conocido, inajustable en las palabras. Tenéis dolores repetidos y fugaces, dolores insolubles, dolores del pensamiento, dolores que no están ni en el cuerpo ni en el alma, pero que participan de los dos. Y yo, participo de vuestros males, y os pregunto: ¿quién se atrevería a medirnos el calmante? En nombre de qué claridad superior, alma de nosotros mismos, nosotros que estamos en la raíz misma del conocimiento y de la claridad. Y esto por nuestras instancias, por nuestra insistencia en sufrir. Nosotros a quienes el dolor ha hecho viajar en nuestra alma en busca de un lugar de calma donde asirse, en busca de la estabilidad en el mal como los otros en el bien. No estamos locos, somos maravillosos médicos, conocemos la dosificación del alma, de la sensibilidad, de la médula y del pensamiento. Es preciso dejarnos en paz, es preciso dejar la paz a los enfermos, nada pedimos a los hombres, no les pedimos sino el alivio de nuestros males. Hemos evaluado bien nuestra vida, sabemos lo que ello comporta de restricciones frente a los otros y sobre todo frente a nosotros mismos. Sabemos hasta qué deformación consentida, hasta qué renunciamiento de nosotros mismos, hasta qué parálisis de sutilezas nuestro mal nos obliga cada día. No nos suicidamos todavía.

Entre tanto, que se nos deje en paz.