“Acto” se emplea en la jerga teatral para designar una de las partes en que se divide la acción dramática para su representación. Este es un uso que proviene de la tradición horaciana, si bien también se aplica a posteriori el término para identificar, en el teatro griego clásico, las partes dialogadas en las que se desarrolla la acción como opuestas a las cantadas y bailadas por el coro. Curiosamente, es en este sentido tradicional que Becket emplea el término, por ejemplo en su tan famosa como rupturista Esperando a Godot.
¿Será en el mismo sentido que emplea Samuel Beckett esa palabra para designar las dos pantomimas -Acto sin palabras I y Acto sin palabras II- que forman parte de su producción para el teatro? Una pantomima no es propiamente una obra dramática, excepto en el sentido que puede mediante ella representarse una historia simple, tal como en el ballet clásico -que no sin razón se conoce como ballet-pantomima- o en las historietas puramente gráficas. Pero en ninguna de ellas esta historia es vehiculada por la interacción verbal de los personajes, sino por medio de gestos y movimientos en las primeras, o a través de dibujos en ese tipo de historietas.
Puede, por supuesto, la historieta organizar esa historia que representa gráficamente según una estructura más o menos dramática, igual como lo hace la narrativa, pero ni una ni otra la comunica por medio de actos de sus personajes directamente representados por actores y actrices desde un espacio escénico, según una linealidad temporal progresiva sin retornos ni meandros producto del libre ejercicio de la actividad receptora de los espectadores. Por el contrario: la ley del teatro, en este sentido, puede describirse con la expresión popular “el que pestañea, pierde”. Y es en el respeto a esta ley del teatro, que se funda en ser el acontecimiento de la representación teatral un acontecimiento físico que se realiza en tiempo real, el mismo tiempo que viven los espectadores en su existencia biológica, que la pantomima organiza y ejerce su dramatismo de modo similar al drama: a través de actos, y no como la novela o la historieta.
Éstas -narrativa escrita y relato puramente gráfico, así como la combinación de ambas- pueden recibirse según variados recorridos que puede elegir el lector -o el “mirón”, en el caso de la historieta-,según el grado de trasgresividad que despliegue respecto de la norma impuesta por la linealidad progresiva de la lectura. Pero la oralidad tiene una sola dirección posible desde la perspectiva de surecepción, sobre todo si ésta debe ejercerse desde la no participación interlocutiva: el espectador no puede volver sobre lo dicho, ni alterar de modo alguno el orden de los acontecimientos. Y esto es válido no sólo para los acontecimientos verbales, sino también para los no verbales. En tanto se trate de un espectáculo -y no de un texto ofrecido para la lectura-, y este espectáculo esté organizado para desarrollar una historia, el orden de los acontecimientos se sucederá sin alteración posible por parte del público. Por supuesto, éste siempre podrá retirarse de la sala, o pifiar y abuchear hasta suspender la función, pero esto ya no es parte del espectáculo. Bueno, no de ese espectáculo, en todo caso.
A este sentido de la palabra “acto” puede referirse el acto de Acto sin palabras, esta pantomima escrita por encargo por Samuel Beckett para ser originalmente representada con acompañamiento musical[1]: una acción comunicada visualmente que se desarrolla sin interrupción ante los ojos de los espectadores, y que se organiza en torno a una secuencia inteligible. Me siento tentado a repetir la descripción aristotélica, y decir: “que tenga principio, medio y fin”. Pero temo que el final de las obras de Beckett difícilmente aparezca como 'fin' al entendimiento de la mayoría, ya que suele dejar la impresión de ser sólo un momento más de un movimiento circular (como en Esperando a Godot) o de una serie infinita (como en Acto sin palabras I) lo que viene a ser, para el caso, lo mismo.
¿Por qué pudo interesarse Beckett en satisfacer el encargo de escribir el libreto para una pantomima; esto es, en reducir su participación a las bambalinas, por decirlo así?. Un autor con una preocupación metafísica tan marcada, ¿por qué renunciaría a la palabra, vehículo tradicional de lo inefable? Tal vez porque lo inefable, como el sentido de la vida, o la presencia -o ausencia- de Dios pudiera encontrar un lugar más apropiado y propicio desde el cual resplandecer en una imagen, no porque ésta “valga más que cien palabras” según reza el dicho popular, sino en este caso precisamente por lo contrario: su elementalidad hace rebotarla percepción desde lo real visto hacia el elusivo sentido que solamente se puede intuir.
Pero también porque la capacidad de juego de Beckett, este dramaturgo tan hosco y serio, deprimente y difícil al decir de mucha gente, es mayor de lo que se suele pensar. Su gusto por lo circense, ya manifiesto en los personajes de Esperando a Godot -más de algún montaje ha presentado a Vladimir y Estragón caracterizados como clowns- y en los padres de Hamm, en Final de partida, que viven encerrados en sendos tarros de basura, se satisface sin duda en gran medida reduciéndose a crear una “payasada” patética, simple y profunda, en virtud de solas acciones físicas sencillas, reiteradas, repetitivas. Se satisface plenamente ese doloroso sentido del humor, en suma, con actos sin palabras: Acto sin palabras I y Acto sin palabras II.
La preocupación de Beckett por las acciones físicas de sus personajes se extiende sin excepción también a los personajes parlantes. Transcribo (en traducción mía; no se culpe a nadie más) como ejemplo un parlamento de Pozzo tras aparecer de la nada en el escenario, en este espacio imaginario poco definido y casi vacío, trozo que extraigo del primer acto de Esperando a Godot:
“POZZO(con un gesto amplio). -No hablemos más de ello. ¡De pie! (un silencio) Cada vez que se cae se duerme. (Da un tirón a la cuerda) ¡De pie, basura! (Ruido de Lucky que se levanta y recoge sus bártulos. Pozzo da un tirón a la cuerda) ¡Atrás! (Lucky entra reculando) ¡Detente! (Lucky se detiene) ¡Vuélvete! (Lucky se vuelve. A Vladimir y Estragón, amablemente) Amigos, estoy muy contento de haberlos encontrado. (Ante la expresión incrédula de éstos) Pero sí, sinceramente feliz. (Tira de la cuerda) ¡Más cerca! (Lucky avanza) ¡Detente! (Lucky se detiene. A Vladimir y Estragón) Veréis, la ruta es larga cuando uno camina completamente solo durante... (mira su reloj) ...durante... (calcula)... seis horas, sí, eso es, seis horas seguidas, sin encontrar alma viviente. (A Lucky) ¡Abrigo! (Lucky deja la maleta en el suelo, avanza, entrega el abrigo, recula, vuelve a coger la maleta. Pozzo comienza a ponerse el abrigo, se detiene) ¡Toma! (Pozzo le entrega la fusta, Lucky avanza y, no teniendo ya más manos, se inclina y toma la fusta con los dientes, después recula. Pozzo comienza a ponerse el abrigo, se detiene) ¡Abrigo! (Lucky deposita todo en el suelo, avanza, ayuda a Pozzo a ponerse el abrigo, recula, vuelve a recoger todo) Hay un dejo de frescor en el aire (Termina de abotonarse el abrigo, se inclina, se inspecciona, se endereza) ¡Fusta! (Lucky avanza, se inclina, Pozzo le retira la fusta de la boca. Lucky recula)...” Etc.
Llama la atención que un autor tan detallista en la narración de las acciones físicas despache la descripción del lugar de la acción de esta obra con la escuetísima acotación “Camino en el campo, con un árbol. Atardecer”. También en el circo el lugar de la acción es genérico: una pista circular. Son allí los tonis, nuestra autóctona versión de los clowns, los que con pocos elementos de utilería -casi siempre los mismos- desarrollan una escena con lenguaje repetitivo y mucha y exagerada mímica.
Del mismo modo, la sucesión de acciones indefectiblemente frustradas por una voluntad invisible e inaccesible en que consiste Acto sin palabras está constituida por escenitas muy sencillas en las que se repite el mismo juego. Las pruebas a que es sometido el personaje no son más complejas que las que hacían científicos, poco antes de la época de escritura de la obra, con primates para medir su grado de inteligencia ( la prueba con dos cubos para alcanzar algo que con cada uno no se obtiene es rigurosamente la misma que hicieron los estudiosos de la inteligencia animal, como relata Wolfgang Köhler en su libro The mentality of the apes, publicado en 1930 ). ¿Quién somete al Hombre a esta prueba? ¿Un dios pequeñito (God = Dios; -ot = sufijo francés de diminutivo: -ito), un ser que juega a ser dios, y de cuyos incomprensibles caprichos todos dependemos? No puedo impedir que me venga a la mente un dibujo humorístico y desazonante -de Quino, me parece- en el que se ve una mosca encima de una mesa, un hombre a punto de descargar un matamoscas sobre ella, y, sobre la cabeza y detrás del hombre, un gigantesco matamoscas a punto de abatirse sobre él. Tampoco puedo evitar recordar la manida imagen existencialista acerca del sentido de la existencia humana: el hombre arrojado al nacer en medio de un océano cuyas orillas no alcanza a divisar, a quien no le queda sino nadar en una dirección cualquiera tratando de llegar a alguna ribera; y para el cual todo camino será siempre el correcto, porque en cualquiera dirección que haya decidido nadar, en la ribera lo estará esperarando siempre la muerte. Al final de Acto sin palabras I, el Hombre ya no reaccionará más a los llamados del silbato, que lo ha estado alertando para terminar siempre burlando sus expectativas:
“El cubo grande [en que está sentado el hombre] se descalabra, arrojándolo por tierra, sube y desaparece por las bambalinas.
El hombre se queda recostado sobre su flanco, de frente a la sala, con la mirada fija.
La garrafa desciende, se inmoviliza a medio metro de su cuerpo.
Él no se mueve.
Suena el silbato arriba.
Él no se mueve.
La garrafa desciende un poco más, se balancea arrendador de su rostro.
Él no se mueve.
La garrafa se eleva y desaparece entre bambalinas.
La rama de árbol se levanta, las hojas de palma se vuelven a abrir, la sombra regresa.
Suena el silbato arriba.
Él no se mueve.
El árbol se eleva y desaparece entre bambalinas.
Él se mira las manos.
TELÓN”
Frente a este destino ineluctable y aterrador parece no quedar otra defensa que la repetición obsesiva e incesante de rituales microscópicos y nimios como el que realiza B, uno de los personajes de Acto sin palabras II (el nombre del otro personaje es, por supuesto, como en el cuentecillo ........... de Kafka, A):
“B, vestido con una camisa, sale en cuatro patas de su saco, se levanta, saca un gran reloj del bolsillo de su camisa, lo consulta, lo vuelve a poner en el bolsillo, hace algunos ejercicios de gimnasia, consulta otra vez su reloj, saca de su bolsillo un cepillo de dientes[2] y se cepilla vigorosamente los dientes, guarda el cepillo, consulta su reloj, va donde están sus ropas, se viste, consulta su reloj, saca una escobilla para la ropa del bolsillo de su chaqueta y se cepilla vigorosamente la ropa, se saca el sombrero, se cepilla vigorosamente el cabello, se vuelve a poner el sombrero, guarda la escobilla, consulta su reloj, saca la zanahoria del bolsillo de su chaqueta, le da un mordisco, mastica y traga con apetito, guarda la zanahoria, consulta su reloj, saca del bolsillo de la chaqueta un mapa de la región, lo consulta, guarda el mapa, consulta su reloj, saca una brújula del bolsillo de su chaqueta y la consulta, guarda la brújula, consulta su reloj, levanta los dos sacos y los lleva, tropezando bajo su peso, a dos metros del bastidor izquierdo, los deposita en el suelo, consulta su reloj, se desviste (quedándose en camisa), hace con su ropa un montoncito idéntico al del comienzo, consulta su reloj, se frota el cuero cabelludo, se peina, consulta su reloj, se cepilla los dientes, consulta su reloj mientras le da cuerda, vuelve a meterse en cuatro patas dentro del saco, y se queda inmóvil...”
Esta secuencia, si la hubiera observado Faulkner -me susurra el duendecillo de la deriva intertextual- a -través de un zoom con un cristal imperfecto, bien podría pertenecer al final del capítulo de Quentin, momentos antes de su suicidio, en la segunda parte de esa tremenda novela que es El sonido y la Furia. Hablemos de novedades, en literatura.
¿Será en el mismo sentido que emplea Samuel Beckett esa palabra para designar las dos pantomimas -Acto sin palabras I y Acto sin palabras II- que forman parte de su producción para el teatro? Una pantomima no es propiamente una obra dramática, excepto en el sentido que puede mediante ella representarse una historia simple, tal como en el ballet clásico -que no sin razón se conoce como ballet-pantomima- o en las historietas puramente gráficas. Pero en ninguna de ellas esta historia es vehiculada por la interacción verbal de los personajes, sino por medio de gestos y movimientos en las primeras, o a través de dibujos en ese tipo de historietas.
Puede, por supuesto, la historieta organizar esa historia que representa gráficamente según una estructura más o menos dramática, igual como lo hace la narrativa, pero ni una ni otra la comunica por medio de actos de sus personajes directamente representados por actores y actrices desde un espacio escénico, según una linealidad temporal progresiva sin retornos ni meandros producto del libre ejercicio de la actividad receptora de los espectadores. Por el contrario: la ley del teatro, en este sentido, puede describirse con la expresión popular “el que pestañea, pierde”. Y es en el respeto a esta ley del teatro, que se funda en ser el acontecimiento de la representación teatral un acontecimiento físico que se realiza en tiempo real, el mismo tiempo que viven los espectadores en su existencia biológica, que la pantomima organiza y ejerce su dramatismo de modo similar al drama: a través de actos, y no como la novela o la historieta.
Éstas -narrativa escrita y relato puramente gráfico, así como la combinación de ambas- pueden recibirse según variados recorridos que puede elegir el lector -o el “mirón”, en el caso de la historieta-,según el grado de trasgresividad que despliegue respecto de la norma impuesta por la linealidad progresiva de la lectura. Pero la oralidad tiene una sola dirección posible desde la perspectiva de surecepción, sobre todo si ésta debe ejercerse desde la no participación interlocutiva: el espectador no puede volver sobre lo dicho, ni alterar de modo alguno el orden de los acontecimientos. Y esto es válido no sólo para los acontecimientos verbales, sino también para los no verbales. En tanto se trate de un espectáculo -y no de un texto ofrecido para la lectura-, y este espectáculo esté organizado para desarrollar una historia, el orden de los acontecimientos se sucederá sin alteración posible por parte del público. Por supuesto, éste siempre podrá retirarse de la sala, o pifiar y abuchear hasta suspender la función, pero esto ya no es parte del espectáculo. Bueno, no de ese espectáculo, en todo caso.
A este sentido de la palabra “acto” puede referirse el acto de Acto sin palabras, esta pantomima escrita por encargo por Samuel Beckett para ser originalmente representada con acompañamiento musical[1]: una acción comunicada visualmente que se desarrolla sin interrupción ante los ojos de los espectadores, y que se organiza en torno a una secuencia inteligible. Me siento tentado a repetir la descripción aristotélica, y decir: “que tenga principio, medio y fin”. Pero temo que el final de las obras de Beckett difícilmente aparezca como 'fin' al entendimiento de la mayoría, ya que suele dejar la impresión de ser sólo un momento más de un movimiento circular (como en Esperando a Godot) o de una serie infinita (como en Acto sin palabras I) lo que viene a ser, para el caso, lo mismo.
¿Por qué pudo interesarse Beckett en satisfacer el encargo de escribir el libreto para una pantomima; esto es, en reducir su participación a las bambalinas, por decirlo así?. Un autor con una preocupación metafísica tan marcada, ¿por qué renunciaría a la palabra, vehículo tradicional de lo inefable? Tal vez porque lo inefable, como el sentido de la vida, o la presencia -o ausencia- de Dios pudiera encontrar un lugar más apropiado y propicio desde el cual resplandecer en una imagen, no porque ésta “valga más que cien palabras” según reza el dicho popular, sino en este caso precisamente por lo contrario: su elementalidad hace rebotarla percepción desde lo real visto hacia el elusivo sentido que solamente se puede intuir.
Pero también porque la capacidad de juego de Beckett, este dramaturgo tan hosco y serio, deprimente y difícil al decir de mucha gente, es mayor de lo que se suele pensar. Su gusto por lo circense, ya manifiesto en los personajes de Esperando a Godot -más de algún montaje ha presentado a Vladimir y Estragón caracterizados como clowns- y en los padres de Hamm, en Final de partida, que viven encerrados en sendos tarros de basura, se satisface sin duda en gran medida reduciéndose a crear una “payasada” patética, simple y profunda, en virtud de solas acciones físicas sencillas, reiteradas, repetitivas. Se satisface plenamente ese doloroso sentido del humor, en suma, con actos sin palabras: Acto sin palabras I y Acto sin palabras II.
La preocupación de Beckett por las acciones físicas de sus personajes se extiende sin excepción también a los personajes parlantes. Transcribo (en traducción mía; no se culpe a nadie más) como ejemplo un parlamento de Pozzo tras aparecer de la nada en el escenario, en este espacio imaginario poco definido y casi vacío, trozo que extraigo del primer acto de Esperando a Godot:
“POZZO(con un gesto amplio). -No hablemos más de ello. ¡De pie! (un silencio) Cada vez que se cae se duerme. (Da un tirón a la cuerda) ¡De pie, basura! (Ruido de Lucky que se levanta y recoge sus bártulos. Pozzo da un tirón a la cuerda) ¡Atrás! (Lucky entra reculando) ¡Detente! (Lucky se detiene) ¡Vuélvete! (Lucky se vuelve. A Vladimir y Estragón, amablemente) Amigos, estoy muy contento de haberlos encontrado. (Ante la expresión incrédula de éstos) Pero sí, sinceramente feliz. (Tira de la cuerda) ¡Más cerca! (Lucky avanza) ¡Detente! (Lucky se detiene. A Vladimir y Estragón) Veréis, la ruta es larga cuando uno camina completamente solo durante... (mira su reloj) ...durante... (calcula)... seis horas, sí, eso es, seis horas seguidas, sin encontrar alma viviente. (A Lucky) ¡Abrigo! (Lucky deja la maleta en el suelo, avanza, entrega el abrigo, recula, vuelve a coger la maleta. Pozzo comienza a ponerse el abrigo, se detiene) ¡Toma! (Pozzo le entrega la fusta, Lucky avanza y, no teniendo ya más manos, se inclina y toma la fusta con los dientes, después recula. Pozzo comienza a ponerse el abrigo, se detiene) ¡Abrigo! (Lucky deposita todo en el suelo, avanza, ayuda a Pozzo a ponerse el abrigo, recula, vuelve a recoger todo) Hay un dejo de frescor en el aire (Termina de abotonarse el abrigo, se inclina, se inspecciona, se endereza) ¡Fusta! (Lucky avanza, se inclina, Pozzo le retira la fusta de la boca. Lucky recula)...” Etc.
Llama la atención que un autor tan detallista en la narración de las acciones físicas despache la descripción del lugar de la acción de esta obra con la escuetísima acotación “Camino en el campo, con un árbol. Atardecer”. También en el circo el lugar de la acción es genérico: una pista circular. Son allí los tonis, nuestra autóctona versión de los clowns, los que con pocos elementos de utilería -casi siempre los mismos- desarrollan una escena con lenguaje repetitivo y mucha y exagerada mímica.
Del mismo modo, la sucesión de acciones indefectiblemente frustradas por una voluntad invisible e inaccesible en que consiste Acto sin palabras está constituida por escenitas muy sencillas en las que se repite el mismo juego. Las pruebas a que es sometido el personaje no son más complejas que las que hacían científicos, poco antes de la época de escritura de la obra, con primates para medir su grado de inteligencia ( la prueba con dos cubos para alcanzar algo que con cada uno no se obtiene es rigurosamente la misma que hicieron los estudiosos de la inteligencia animal, como relata Wolfgang Köhler en su libro The mentality of the apes, publicado en 1930 ). ¿Quién somete al Hombre a esta prueba? ¿Un dios pequeñito (God = Dios; -ot = sufijo francés de diminutivo: -ito), un ser que juega a ser dios, y de cuyos incomprensibles caprichos todos dependemos? No puedo impedir que me venga a la mente un dibujo humorístico y desazonante -de Quino, me parece- en el que se ve una mosca encima de una mesa, un hombre a punto de descargar un matamoscas sobre ella, y, sobre la cabeza y detrás del hombre, un gigantesco matamoscas a punto de abatirse sobre él. Tampoco puedo evitar recordar la manida imagen existencialista acerca del sentido de la existencia humana: el hombre arrojado al nacer en medio de un océano cuyas orillas no alcanza a divisar, a quien no le queda sino nadar en una dirección cualquiera tratando de llegar a alguna ribera; y para el cual todo camino será siempre el correcto, porque en cualquiera dirección que haya decidido nadar, en la ribera lo estará esperarando siempre la muerte. Al final de Acto sin palabras I, el Hombre ya no reaccionará más a los llamados del silbato, que lo ha estado alertando para terminar siempre burlando sus expectativas:
“El cubo grande [en que está sentado el hombre] se descalabra, arrojándolo por tierra, sube y desaparece por las bambalinas.
El hombre se queda recostado sobre su flanco, de frente a la sala, con la mirada fija.
La garrafa desciende, se inmoviliza a medio metro de su cuerpo.
Él no se mueve.
Suena el silbato arriba.
Él no se mueve.
La garrafa desciende un poco más, se balancea arrendador de su rostro.
Él no se mueve.
La garrafa se eleva y desaparece entre bambalinas.
La rama de árbol se levanta, las hojas de palma se vuelven a abrir, la sombra regresa.
Suena el silbato arriba.
Él no se mueve.
El árbol se eleva y desaparece entre bambalinas.
Él se mira las manos.
TELÓN”
Frente a este destino ineluctable y aterrador parece no quedar otra defensa que la repetición obsesiva e incesante de rituales microscópicos y nimios como el que realiza B, uno de los personajes de Acto sin palabras II (el nombre del otro personaje es, por supuesto, como en el cuentecillo ........... de Kafka, A):
“B, vestido con una camisa, sale en cuatro patas de su saco, se levanta, saca un gran reloj del bolsillo de su camisa, lo consulta, lo vuelve a poner en el bolsillo, hace algunos ejercicios de gimnasia, consulta otra vez su reloj, saca de su bolsillo un cepillo de dientes[2] y se cepilla vigorosamente los dientes, guarda el cepillo, consulta su reloj, va donde están sus ropas, se viste, consulta su reloj, saca una escobilla para la ropa del bolsillo de su chaqueta y se cepilla vigorosamente la ropa, se saca el sombrero, se cepilla vigorosamente el cabello, se vuelve a poner el sombrero, guarda la escobilla, consulta su reloj, saca la zanahoria del bolsillo de su chaqueta, le da un mordisco, mastica y traga con apetito, guarda la zanahoria, consulta su reloj, saca del bolsillo de la chaqueta un mapa de la región, lo consulta, guarda el mapa, consulta su reloj, saca una brújula del bolsillo de su chaqueta y la consulta, guarda la brújula, consulta su reloj, levanta los dos sacos y los lleva, tropezando bajo su peso, a dos metros del bastidor izquierdo, los deposita en el suelo, consulta su reloj, se desviste (quedándose en camisa), hace con su ropa un montoncito idéntico al del comienzo, consulta su reloj, se frota el cuero cabelludo, se peina, consulta su reloj, se cepilla los dientes, consulta su reloj mientras le da cuerda, vuelve a meterse en cuatro patas dentro del saco, y se queda inmóvil...”
Esta secuencia, si la hubiera observado Faulkner -me susurra el duendecillo de la deriva intertextual- a -través de un zoom con un cristal imperfecto, bien podría pertenecer al final del capítulo de Quentin, momentos antes de su suicidio, en la segunda parte de esa tremenda novela que es El sonido y la Furia. Hablemos de novedades, en literatura.
Ilustración de Marc Snyder
[1] Deryk Mendel, bailarín formado en el Sadlers Wells de Londres y que por 1956 realizaba con mucho éxito un espectáculo clownesco en París, le pidió a Ionesco, Audiberti, Adamov y Beckett (nótese: a las cuatro figuras principales escogidas un lustro después por Martin Esslin para proponer tanto el concepto como el nombre del "teatro del absurdo" en su famoso libro homónimo) un libreto breve para una danza-pantomima que incluiría en su próximo espectáculo. Beckett envió a su mujer a ver el espectáculo de Mendel. A ella le gustó y, preocupada por la depresión creativa del escritor motivada por dificultades con la aceptación de Esperando a Godot y por las penurias a que lo sometía la autotraducción de Malone muere y El innombrable al inglés, fue a instancias de ella que Beckett finalmente le entregó a Mendel Acto sin palabras I. Extraído de James Knowison: Damned to fame. The life of Samuel Beckett, New York, Simon & Schuster, 1996, p. 377.
[2] ¿Será el mismo de la obra homónima de nuestro Jorge Díaz? ¿Y el que le quitan a Garcín al llegar al infierno, en A puerta cerrada, de Sartre?. La literatura corre en círculos, más o menos amplios, alrededor de la vida real.
1 comentario:
Image Credit: etching by Marc Snyder, Fiji Island Mermaid Press, http://www.fimp.net
Thanks!
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