miércoles, septiembre 19, 2007

“Elogio del boxeo”, de Maurice Maeterlink





En medio de nuestros cuidados intelectuales, conviene ocuparnos a veces en las aptitudes de nuestro cuerpo y especialmente en los ejercicios que más aumentan su fuerza, su agilidad y sus cualidades de hermoso animal sano, temible y dispuesto a hacer frente a todas las exigencias de la vida.

A este propósito, recuerdo que hablando recientemente de la espada, en el entusiasmo de mi asunto, estuve bastante injusto respecto a la única arma específica que la naturaleza nos ha dado: el puño. Y deseo reparar aquella injusticia.


La espada y el puño se completan y pueden hacer, si así cabe expresarse, buenas migas juntos. Pero la espada no es o no debiera ser más que arma excepcional, una especie de ultima et sacra ratio. No debería recurrirse a ella sino con solemnes precauciones y un ceremonial equivalente al que rodea los procesos que puedan conducir a una condena a muerte.

Por el contrario, el puño es el arma de todos los días, el arma humana por excelencia, la única orgánicamente adaptada a la sensibilidad, a la resistencia, a la estructura tanto ofensiva como defensiva de nuestro cuerpo.

Efectivamente, si nos examinamos bien, debemos colocarnos, sin vanidad, entre los seres menos protegidos, más desnudos, más frágiles, más quebradizos y más flojos de la creación. Compáremonos, por ejemplo, con los insectos, tan formidablemente armados para el ataque y tan fantásticamente acorazados. Ved, entre otros, a la hormiga sobre la cual podéis acumular diez o veinte mil veces el peso de su cuerpo sin que al parecer sufra por ello. Ved el saltón, el menos robusto de los coleópteros, y pesad lo que puede llevar sin que se rompan los anillos de su vientre, sin que ceda el broquel de sus élitros. En cuanto a la resistencia del caracol, puede decirse que no tiene límites. Somos, pues, comparados con ellos, nosotros y la mayor parte de los mamíferos, seres no solidificados todavía gelatinosos y muy próximos al protoplasma primitivo. Nuestro esqueleto, que es como el esbozo de nuestra forma definitiva, es el único que ofrece alguna resistencia. Pero ¡cuán miserable es este esqueleto, que parece construido por un niño! Considerad nuestra espina dorsal, base de todo el sistema, cuyas vértebras mal articuladas no se sostienen sino por milagro; y nuestra caja torácica que no ofrece más que una serie de puntos en falso que apenas se atreve uno a tocar con la punta del dedo.

Pues bien, contra esta floja e incoherente máquina, que parece un ensayo equivocado de la naturaleza; contra este pobre organismo del que la vida tiende a escaparse por todas partes, hemos imaginado armas capaces de aniquilarnos aunque poseyéramos la fabulosa coraza, la prodigiosa fuerza y la increíble vitalidad de los insectos más indestructibles. Hay que convenir en que hay aquí una curiosa y desconcertante aberración, una locura inicial, propia de la especie humana, que, lejos de corregirse, va creciendo de día en día. Para entrar en la lógica natural que siguen todos los demás seres vivientes, si nos es dado usar armas extraordinarias contra nuestros enemigos de un orden diferente, deberíamos entre nosotros, los hombres, no servirnos más que de medios de ataque y defensa proporcionados por nuestro propio cuerpo. En una humanidad que se conformara estrictamente al deseo evidente de la naturaleza, el puño, que es al hombre lo que el cuerno al toro y al león la garra y el diente, bastaría para todas nuestras necesidades de protección, de justicia y de venganza. So pena de crimen irremisible contra las leyes esenciales de la especie, una raza más sensata prohibiría todo otro modo de combate. Al cabo de algunas generaciones se llegaría a propalar así y a poner en vigor una especie de respeto pánico de la vida humana. ¡Y mí selección pronta y en el sentido exacto de las voluntades de la naturaleza resultaría de la práctica intensiva del pugilato, donde se concentrarían todas las esperanzas de la gloria militar! La selección es, después de todo, lo único realmente importante con que debemos preocuparnos; es el primero, el más vasto y el más eterno de nuestros deberes para con la especie.


***


Mientras tanto, el estudio del boxeo nos da excelentes lecciones de humildad y arroja sobre la decadencia de algunos de nuestros instintos más preciosos una luz bastante inquietante. Pronto notamos que, en todo lo concerniente al uso de nuestros miembros: agilidad, destreza, fuerza muscular, resistencia al dolor, hemos venido a parar al último orden de los mamíferos o de los bactracios. Desde este punto de vista, en una jerarquía bien comprendida, tendríamos derecho a un modesto lugar entre la rana y el carnero. La coz del caballo, como la cornada del toro o la dentellada del perro son mecánica y anatómicamente imperfectibles. Sería imposible mejorar, por medio de las más sabias lecciones, el uso instintivo de sus armas naturales. Pero nosotros, los más orgullosos de los primates, no sabemos dar un puñetazo. Ni siquiera sabemos cuál es exactamente el arma de nuestra especie. Antes que un profesor nos lo haya enseñado laboriosa y metódicamente, ignoramos por completo la manera de poner en obra y de concentrar en nuestro brazo la fuerza relativamente enorme que reside en nuestro hombro y en nuestro bacinete. Observad dos carreteros, dos campesinos que se pelean: nada más miserable. Después de una copiosa y dilatoria sarta de injurias y de amenazas, se agarran por el pescuezo y por los cabellos, ponen en juego pies y rodillas, al azar; se muerden, se arañan, se enredan en su rabia inmóvil, no se atreven a soltar presa, y si uno de ellos logra tener un brazo libre, da con él a ciegas, y a menudo en el vacío, pequeños golpes precipitados, exiguos, barbotados; y el combate no acabaría nunca si la navaja felona, evocada por la vergüenza del espectáculo incongruo, no surgiese de pronto, casi espontáneamente, de uno u otro bolsillo.

Contemplad por otra parte dos boxeadores: nada de palabras inútiles, nada de tanteos, nada de cólera; la calma de dos certidumbres que saben lo que hay que hacer. La actitud atlética de la guardia, una de las más hermosas del cuerpo viril, pone lógicamente en valor todos los músculos del organismo. Ninguna partícula de fuerza que desde la cabeza hasta los pies pueda extraviarse. Cada uno de ellos tiene su polo en uno u otro de los dos puños macizos recargados de energía. ¡Y qué noble sencillez en el ataque! Tres golpes, ni uno más fruto de una experiencia secular, agotan matemáticamente las mil posibilidades inútiles a que se aventuran los profanos. Tres golpes sintéticos, irresistibles, imperfectibles. Desde el momento que uno de ellos alcanza francamente al adversario, la lucha ha terminado a satisfacción completa del vencedor que triunfa tan incontestablemente que no tiene el menor deseo de abusar de su victoria, y sin peligroso daño para el vencido simplemente reducido a la impotencia y a la inconsciencia durante el tiempo necesario para que todo rencor se evapore. Momentos después, ese vencido se levantará sin avería duradera, porque la resistencia de sus huesos y de sus órganos es estricta y naturalmente proporcionada a la fuerza del arma humana que lo hirió y derribó.

Puede parecer paradójico, pero es fácil de observar que el arte del boxeo, donde generalmente se practica y cultiva, se convierte en una garantía de paz y de mansedumbre. Nuestra nerviosidad agresiva, nuestra susceptibilidad en acecho, la especie de perpetuo quién vive en que se agita nuestra vanidad recelosa, todo esto dimana, en el fondo, del sentimiento de nuestra impotencia y de nuestra inferioridad física, que se esfuerza en imponerse, con una máscara altiva e irritable, a los hombres a menudo grostescos, injustos y malévolos que nos rodean. Cuanto más desarmados nos sentimos en presencia de la ofensa, más nos atormenta el deseo de manifestar a los demás y de persuadirnos a nosotros mismos de que nadie nos ofende impunemente. El valor es tanto más susceptible, tanto más intratable, cuanto más el instinto asustado, agazapado en el fondo del cuerpo que recibirá los golpes se pregunta con angustiosa ansiedad de qué manera acabará la algarada.


¿Qué hará ese pobre instinto prudente, si la crisis toma mal giro? Con él se cuenta, a la hora del peligro. Destinados le están los cuidados del ataque y de la defensa.Pero en la vida cotidiana se le alejó tantas veces de los negocios y del consejo supremo, que al llamamiento de su nombre sale de su retiro como un cautivo envejecido, súbitamente deslumbrado por la luz del día. ¿Qué resolución tomará? ¿Dónde habrá que dar? ¿En los ojos, en el vientre, en la nariz, en las sienes, en el cuello? ¿Y qué arma escoger? ¿El pie, los dientes, la mano, el codo o las uñas? No sabe: vacila en su pobre morada que van a deteriorar, y mientras se atolondra y las tira de la manga, el valor, el orgullo, la vanidad, la altivez, el amor propio, todos los grandes señores magníficos, pero irresponsables, enconan la querella recalcitrante, que para en fin, después de innumerables y grotescos rodeos, en el inhábil cambio de porrazos chillones, ciegos, híbridos y llorones, lastimosos y pueriles e indefinidamente impotentes.


Por el contrario, el que conoce la fuente de justicia que posee en ambas manos cerradas no tiene nada de qué persuadirse. Una vez para siempre sabe lo que sabe saber.La longanimidad, como una flor apacible, emana de su victoria ideal pero segura.El más grosero insulto no puede alterar su sonrisa indulgente. Espera, pacífico, las primeras violencias, y puede decir con calma a todo el que lo ofende: "No pasaréis de ahí".

Un solo gesto mágico, en el momento necesario, detiene al insolente. ¿A qué hacer ese gesto? Su eficacia es tan segura, tan rápida, que ni siquiera se piensa en él. Y con la misma vergüenza que causaría pegar a un niño indefenso, en el último extremo se decide al fin a levantar contra el bruto más fuerte una mano soberana que siente anticipadamente su victoria demasiado fácil.





en La inteligencia de las flores, 1907


Ilustración (grafito): Andy Amato, "Sugar Ray Leonard vs Marvin Hagler"







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