1
Hay cosas que nunca dije a mi padre y por eso, o porque su ausencia sigue siendo el atisbo de lo inesperado, cada vez que pienso en él vuelvo a una infancia de vientos interminables, y me veo caminando de su mano por las calles enlodadas de un pueblo que ahora reconstruyo en postales de otras épocas o en sus cartas donde preguntaba acerca de mi salud y los estudios; sus palabras para un adiós que siempre creí transitorio, los besos en nombre de mi madre, su modo de entender la vida con el tierno rigor de los hombres. Pensar en él es recobrar cualquiera de esas noches en que regresaba del trabajo a la casa, a ese ir y venir cotidiano de quehaceres domésticos, al que entraba siempre como un viajero, como alguien que volvía de un espacio remoto del que apenas teníamos una noción borrosa, esbozada en las anécdotas que recreaba de tarde en tarde, o cuando miraba a sus hijos que iban distanciándose de las imágenes que reproducían las fotos que portaba en su billetera de añoso cuero café.
2
Una de esas noches en que esperábamos su retorno a casa, oímos el rasgueo vigoroso de sus zapatos encima del felpudo colocado junto a la puerta de la cocina. Mi madre dejó de tejer el chaleco que luciría mi hermana mayor en su cumpleaños y se preparó para el reencuentro, como hacía cada quince días desde que mi padre trabajaba en el campamento petrolífero Punta Delgada, frente al tramo más angosto del Estrecho de Magallanes. Lo vimos entrar lentamente, reconociendo los espacios de aquella habitación que le era familiar y distante al mismo tiempo. Dio tres pasos y nos sonrió, al tiempo que dejaba en el piso el pilchero blanco donde traía su ropa, el hisopo y sus hojas de afeitar, y a veces alguna sorpresa, como los huevos de ñandú que recogía, cuando en su tiempo libre salía a caminar por los alrededores del campamento, rodeado de un horizonte infinito de coirones.
Mi madre se acercó a saludarlo y yo la imité. Besé una de sus mejillas y sentí el roce áspero de su barba cerrada y su aliento impregnado de un aroma a cigarrillos y café.
-¿Cómo estás? - preguntó después de acariciar mi cabeza con la mano que tenía la uña del dedo índice partida, producto de un erróneo hachazo en la época que trabajaba en el aserradero de los hermanos Müller, dos alemanes que le pagaban cuatro chauchas y un saco de leña trozada al día. Esa uña rota que me gustaba atrapar en mi mano cuando caminaba a su lado, rumbo a las carreras de caballos de los domingos o a los rotativos del cine Politeama, donde veíamos un continuado de tres películas bélicas o de vaqueros.
Le respondí con un gesto, siguiendo la costumbre familiar de comunicarnos sin palabras. El sonrió levemente y se despojó del chaquetón de paño azul y de la bufanda de lana que mi madre le había regalado en la última Navidad.
-¿Quieres comer? - preguntó ella, al tiempo que ponía la tetera sobre la estufa de fierro negro que contribuía a llenar el amplio espacio de la cocina familiar, junto a la mesa cubierta con un hule floreado, el cajón de la leña y los víveres, un aparador de vidrios empavonados y el sofá en el que él solía dormitar mientras mi madre oía los radioteatros de Arturo Moya Grau o Luchita Botto.
-Con bollos y café, basta - contestó; y luego, mientras mi madre llenaba su tazón de café, agregó - Me vio el médico del campamento. Dice que necesito un tratamiento y que vaya pensando en jubilar.
-Debieras hacerle caso - comentó ella, categórica.
-Aún quedan algunas cosas por hacer - dijo él, al tiempo que partía un bollo de pan.
Lo miré y supe que por esa noche no hablaría más del tema.
-¿Cómo van los estudios?- preguntó, mirándome-. Supongo que dedicas más tiempo a los textos del liceo, y no tanto a las novelas.
-Estoy preparando la prueba de aptitud académica- respondí, cerrando suavemente el libro con cuentos de Coloane que estaba leyendo-. El profesor dice que tengo posibilidades de entrar a la universidad.
-La universidad son palabras mayores. Hablé con el administrador del campamento y el hombre dijo que podía conseguirte un puesto en la empresa. De torrero o para llevar contabilidades.
-No había pensado en eso - dije con un desgano que el apreció de inmediato.
-¿Prefieres estudiar?
-Quiero ser escritor.
-Necesitas aprender algo útil. Primero un título y después puedes escribir lo que desees. Médico, abogado, profesor. Tu madre siempre dice que yo podría haber sido un buen abogado. Debe ser por lo porfiado, o por que soy bueno para defender causas perdidas.
-Me publicaron un cuento en el liceo. El mismo que obtuvo un premio el semestre pasado- agregué, deseoso de contar algo que me llenaba de orgullo desde que había visto mi nombre impreso en la revista que cada tres meses editaban en el liceo.
... Mi padre me observó extrañado, como si hubiera descubierto en mi rostro un rasgo en el que antes no había reparado. No esperé que dijera nada. Me puse de pie y corrí hasta mi pieza a buscar la revista. Cuando volví y la puse a su alcance, la miró y optó por beber un sorbo de café antes de buscar las páginas donde estaba mi cuento.
-Tienes que estudiar -dijo, y se quedó en silencio, mirando un rincón de la cocina, donde una mancha de humedad comenzaba a crecer. Esperé su comentario, pero no dijo nada. Cuando terminó de comer se fue al dormitorio. Lo seguí pero no me atreví a preguntarle que opinaba de la publicación. Desde la puerta del dormitorio lo vi tenderse sobre la cama, encender un cigarrillo y poner entre sus manos la revista.
-Buenas noches- dijo al verme de pie junto a la puerta.
3
Por la mañana desperté al escuchar la voz de mi padre. Un sol tímido alumbraba las paredes de la pieza y en las ventanas vi las figuras que la escarcha había dibujado sobre los vidrios. Una de mis entretenciones favoritas en las tardes de invierno era escribir palabras sobre el vaho depositado en los vidrios. Letras grandes que recuperaban la limpieza de los cristales y a través de las cuales observaba la calle, las casas de los vecinos, el ir y venir de la gente. Las palabras permitían conocer la vida, y eso, sin saberlo, era el origen de los cuentos que escribía en un cuaderno de tapas negras.
-Quiero que me acompañes - dijo y salió de la pieza, sin esperar mi respuesta.
Me vestí protestando por el frío. Cuando llegué a la cocina, sobre la estufa se tostaban algunas rebanadas de pan y de la cafetera salía un fuerte aroma a higo tostado y café. Desayunamos en silencio y al salir de la casa me explicó que debía dejar un encargo hecho por un compañero de trabajo. Un bulto pequeño, envuelto en papel azul, que mi padre acomodó en su brazo izquierdo, antes de ponerse a caminar con trancos rápidos. Media hora más tarde habíamos cumplido el encargo. Mi padre entregó el paquete a la esposa de su compañero de trabajo, aceptó la copa de grapa que la mujer le ofreció y enseguida nos despedimos para volver a la calle, a esa caminata que intuí debía tener otro sentido.
A poco andar nos detuvimos en el mirador del Cerro de la Cruz, desde el cual se apreciaba la ciudad, con sus casas de techos rojos y la perfecta simetría de sus calles que bajaban del cerro hacía el mar.
-Cuando llegué de Chiloé, la ciudad era más pequeña- dijo-. En la bahía recalaban vapores que traían mercaderías europeas y se llevaban cargamentos de carne y cueros. Me gustaba ir al puerto a ver como trabajaban los estibadores. Los nombres y banderas de las embarcaciones invitaban a soñar con países lejanos, como del que llegó tu abuelo materno desde Croacia con la esperanza de hacerse la América con el mentado oro de la Isla Tierra del Fuego. Pero tu abuelo era hombre de trabajo, no de aventuras. Un viejo alegre, al que le gustaba cantar y tener una jarra de vino sobre la mesa. Claro que le costó aceptar que una de sus hijas se casara con un chilote pobre. Me prohibió ver a tu madre y no nos quedó otra alternativa que fugarnos, conseguir un cura madrugador y vivir en una pensión hasta que logramos armar nuestra propia casa. La vida tiene tantas vueltas, hijo. Cuando miro hacia el mar recuerdo las muchas veces que quise viajar. Pero una cosa son los sueños y otra, la vida. Y como no a todos les toca las mejores cartas de la baraja, hay que apechugar como sea para ganar el pan.
Guardé silencio y lo observé mientras encendía un cigarrillo sin filtro. Luego sacó de su chaquetón un sobre arrugado y me lo pasó. Al abrirlo descubrí que contenía un añoso libro de Jack London.
-Me lo dio el profesor el día que dejé de estudiar para ir a trabajar a la estancia San Gregorio, donde necesitaban peones de esquila. Lo he leído tantas veces que podría recitar de memoria algunos de los cuentos.
Quise decir algo, pero un gesto de mi padre, ordenándome reanudar la marcha, interrumpió mis deseos. Mientras seguía sus pasos revisé el libro. Sus páginas amarillentas estaban cubiertas de manchas y quemaduras de cigarrillos. Distraído en esa inspección, no me di cuenta que nos deteníamos frente a la vitrina de una tienda.
-Leí tu cuento- dijo mi padre.
Sorprendido, traté de balbucear una pregunta, pero mi padre se adelantó.
-¿Qué tal esa máquina de cubierta verde? -preguntó, indicando la vitrina en la que se amontonaban una docena de máquinas de escribir de distintos tamaños, formas y colores-. ¿Qué dices? A mi me parece buena.
4
La máquina de escribir me acompañó en mi primer viaje de Punta Arenas a Santiago. En ella escribí nuevos cuentos, algunos poemas nostálgicos y las cartas que cada quince días le enviaba a mi padre, contándole de mis estudios en la universidad. La máquina tenía unas letras pequeñas y para obtener una buena impresión había que golpear con fuerza sus teclas, lo que más de una noche provocó los gritos de la dueña de la pensión que, incapaz de entender mis afanes literarios, exigía silencio para la tranquilidad de sus enflaquecidos huéspedes provincianos.
En esos días, y parafraseando a un escritor que por entonces leía con entusiasmo, Santiago era una fiesta para mi curiosidad y deseo de vivir experiencias nuevas. Terminadas las clases en la facultad empleaba el tiempo libre en interminables caminatas en las que iba conociendo todo un mundo nuevo de lugares, colores, aromas y gente. Por las noches escribía de aquellas cosas que había conocido y al golpetear las teclas de la máquina, recordaba la mañana en que la habíamos adquirido con unos billetes relucientes que mi padre sacó de su billetera; la misma que después volvió a emplear para pagar las dos primeras copas de vino que bebimos juntos, en un bar próximo al puerto, a solas, frente a frente, como dos hombres que conversan de cosas importantes.
Años después comprendí que aquellas cosas importantes, eran esas historias que nos unían, como las veces en que iba al Estadio Fiscal a verme jugar por el equipo de fútbol del barrio, las empanadas que horneaba para la familia cuando estaba en casa, el frasquito de aguardiente que me dio a beber la mañana que fuimos al dentista para que me extrajeran un diente, nuestras discrepancias sobre las bondades del Ballet Azul, las partidas de Truco que nunca conseguí ganarle, su manera de decirme aquella mañana en el bar que, a pesar de sus dolencias y cansancio, seguiría trabajando hasta que yo terminara mis estudios.
5
Una noche soñé con él y al día siguiente recibí un telegrama de mi madre. En el sueño caminábamos por el campo recogiendo calafates y frutillas silvestres. Sonreíamos sin hablar. El llevaba la boina negra que lo protegía del frío y ocultaba la calvicie que ya no le permitía lucir la peinada a lo Gardel con la que aparecía en fotos de su juventud. El telegrama hablaba de su enfermedad e instintivamente recurrí a la máquina y escribí una carta que nunca envié. Al día siguiente, otro telegrama anunciaba su viaje a Santiago, y al recibirlo en el aeropuerto, supe que sólo había querido volver a abrazarme, y el resto, las esperanzas de los médicos, eran para él una apuesta tardía. Durante un mes lo visité a diario al hospital. Estaba cada vez más delgado y al verlo sonreír, tenía la impresión que lo hacía mirando hacia su pasado, a momentos felices como el día en que nació su único hijo varón.
En una de las visitas me pidió que lo abrazara. Sentí la debilidad de su cuerpo entre mis brazos, y le dije que lo quería. Se aferró a mí, como yo lo hacía a él, cuando era niño y despertaba asustado entre la oscuridad de mi pieza. Fue como volver al origen. Al primer encuentro de nuestros cuerpos. A mi fragilidad entre sus brazos y a mi asombro que buscaba en él una respuesta certera para todo lo que venía.
6
A menudo converso con mi padre o imagino que le escribo cartas. Le hablo de aquellas historias que publico y que él ya no puede leer. Me riñe por el tiempo que pierdo en ellas y cuando me pregunta por mi fortuna en el hipódromo, le respondo que siempre tengo algunos datos certeros. Sonríe cuando le digo que gracias a él y a mi madre, la baraja para jugar la vida suele darme cartas buenas, y que siempre recuerdo aquellas mañanas en las que él marchaba a su trabajo, y yo, después de su beso de despedida quedaba viéndolo a través de la ventana, mientras se alejaba con su boina ladeada y el pilchero de lona sobre su hombro izquierdo. Sus pasos dejaban huellas sobre la nieve y en el vaho de los vidrios yo comenzaba a escribir de aquellas cosas que nunca le dije.
en “Honrarás a tu padre”, 1998
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