martes, julio 24, 2007

"Ir despacio". Entrevista a Jacques Derrida

Yves Rocaute



Fundador del Colegio Internacional de Filosofía, ha expresado usted su voluntad de que la enseñanza de esta materia empiece con el Bachillerato. No obstante, usted y sus libros representan, para algunos, cierto modelo de «esoterismo».
Trato de ser lo más legible e inteligible que puedo. Pero sin sustraerme mucho a las exigencias filosóficas con el pretexto de «facilitar» la lectura de mis libros o de producir ilusión de sencillez. Esto sería irresponsable, demagógico, y supondría una falta de respeto hacia el lector. Prefiero siempre, a la vez, confiar en el lector y pedirle que haga un trabajo al leer o para leer.
El destinatario nunca no está dado antes de la lectura, no es inamovible: trabaja y se transforma leyendo, lo mismo que el que escribe. Y este problema, tan serio, tiene la misma edad que la filosofía. ¿Por qué hoy en día se revela más acuciante? Debemos alegrarnos de la democratización, y debemos sostenerla sin descanso. Pero algunos se aprovechan de la extensión de cierta «inmediatez mediática», si se puede decir así, para hacer creer que la comunicación debe ser fácil, rápida, sin pliegues. Se intenta transmitir la idea de que todos los «mensajes» pueden ser recibidos sin esfuerzo, sin traducción, sin preparación; es decir, sin vigilancia alguna.
De ahí la impaciencia que experimentan ante un lenguaje que parece reservado a quienes conocen cierto código y, por añadidura, se atreven a exigir a los demás un trabajo interminable. Se dice o se da a entender: «puesto que la filosofía aborda problemas universales, como la existencia y la muerte, la política y la moral, ¿por qué han de existir profesionales de la filosofía? ¿Por qué detentan su secreto? ¿No deberían ser considerados sospechosos, pues su ‘discurso’ me bloquea la entrada a lo que tengo derecho a conocer?».

Le dirán que es una argumentación razonable.
Sí, en tanto que el populismo o el oscurantismo no se escondan detrás de ella. Desde luego que los filósofos han de hacer todo por ser accesibles. Hay sin duda, y esto lo afirma la propia filosofía, un derecho de todos a acceder a la filosofía. Pero suponer que existe un modelo de inteligibilidad natural e inmediatamente dado a todos, en la calle, por ejemplo, en la prensa o en la televisión, es un engaño y a veces un hondo falseamiento. ¡Aun en la calle y en los medios de comunicación, el lenguaje en apariencia más accesible está marcado por tantos códigos, subcódigos, y, en consecuencia, por tantas exclusiones! Quienes exigen a los filósofos que «hablen como todo el mundo» deberían reflexionar sobre ello.

¿No nos topamos así con una exigencia contradictoria?
Contradictoria y dolorosa: ser escuchado por el mayor número de personas y, a la vez, velar por la memoria o la herencia del pensamiento, por la complejidad de unos problemas que exigen análisis pacientes, refinados. Y, por añadidura, contando con limitaciones de tiempo y de espacio, como en este mismo momento.
Todo sería más fácil si no se estuviese obligado a ir deprisa: un libro, un artículo, una entrevista son siempre demasiado cortos. La solución a esta contradicción filosófica, ética, política, ¿no residiría acaso en cierto relevo? ¿No tomaría la forma de la mediación social, colectiva, institucional? Un solo autor no puede resolver ese problema. Ha de contar con aliados, en primer lugar con una escuela y con los medios de comunicación. Por tanto, no hay contradicción entre el hecho de escribir algo que se considera difícil y la reivindicación a que aludía usted: por ejemplo, la del GREPH, por el desarrollo de la enseñanza de la filosofía y por la ampliación de su período de estudio.

Searle admite en una de sus obras, La intencionalidad, que ignora la mayor parte de las obras de la tradición. ¿De ahí la incomunicación entre ustedes dos?
Limited Inc.
atañe a la comunicación. La polémica se había iniciado por un ensayo, «Firma, acontecimiento, contexto», presentado en un Congreso de las Sociedades de Filosofía de lengua francesa [Montreal, 1971] cuyo tema era precisamente «La comunicación». La prueba de la comunicación no surge tan sólo entre dos partícipes a los que se podría denominar, por una parte, «los filósofos» y, por otra, «el público», público a quien los periodistas creen ser los únicos en poder dirigirse o a hablar en su nombre. Del mismo modo que hay públicos y existen evaluadores, y entre éstos no siempre tienen más poder los que más aparecen en los medios de comunicación, así también hay comunidades, hay tradiciones, existen instituciones filosóficas entre las cuales es difícil a veces una traducción. Esta dificultad se confunde con la propia filosofía, que también supone una reflexión sobre las condiciones, institucionales o no, de su discurso, de su lenguaje y de su tipo de comunicación.
Por tanto, cuando Searle se atreve a escribir un libro sobre la intencionalidad, declarando que no conoce nada de la historia del problema, no sólo está confesando un fallo suyo. Está acusando a toda una tradición europea «continental» (y frecuentemente francesa), que, a su juicio, no aborda nunca un problema sin antes considerar su historia. De acuerdo con la lógica de esta acusación, debería empezarse, por el contrario, a tratarlo de inmediato y sin memoria alguna, con la urgencia de lo que está en juego hoy. Hay cierta afinidad entre la actitud de Searle y la de ciertos periodistas o la de ciertos filósofos apresurados.
Por lo pronto, sin embargo, el texto de Searle resulta ser tan difícil como el mío, aunque lo sea de distinta manera. Además, se halla tan lejos del foro público que nadie le ha planteado nada al respecto. Por otro lado, Searle está mucho más comprometido con supuestos históricos de lo que cree; y más que yo mismo. Es más «continental», más husserliano, por ejemplo, que yo. Cuando pretende que, para analizar los actos de habla performativos -una orden, una promesa, una amenaza-, hay que excluir metódicamente los hechos de ficción, los fenómenos anormales-parasitarios a causa de una cita, de la ficción, de la ironía o del injerto- y recobrar la pureza ideal y originaria de un enunciado que expresaría seriamente o propiamente lo que quiere decir, Searle hereda la axiomática más poderosa y fundamental de toda la tradición europea, desde Platón hasta Rousseau y Husserl.

Pero la «deconstrucción» también responde a esa misma tradición europea.
La «deconstrucción» supone, quizá, a la vez el respeto a esa tradición y el gesto de pensar en sus posibilidades y en sus límites, lo que implica asimismo transgresión y desplazamiento. Esto no se produce sólo en las especulaciones de los filósofos profesionales, es la experiencia misma, allí donde -a propósito del «parásito», del «inmigrante», del «marginal», del «injerto»- tengamos que preguntarnos: ¿Qué significan estas palabras? ¿Qué valor suponen? ¿Qué hacer con ellas? ¿Tenemos que excluir algo aunque fuese provisionalmente? ¿Existe un umbral para la tolerancia? ¿Qué se querría restaurar? Lo mismo sucede con el problema de lo propio, del cuerpo propio -individual, social o nacional-, del nombre propio y de la firma, de la autenticidad; con el de la propiedad del capital o de la tierra; con los de la identidad del sujeto, de la identidad nacional o lingüística, de la responsabilidad individual, del inconsciente y del derecho.

¿Y el problema de Europa?
La «deconstrucción» es, de antemano, una genealogía de Europa, un intento de pensar sobre la idea de Europa, sobre el sistema abierto de los conceptos o de los axiomas fundadores de la filosofía en tanto que aventura europea, más allá del etnoeurocentrismo o de su opuesto. Y la lógica de lo que relaciona a Europa con su otro, así como de lo que articula el nacionalismo en el cosmopolitismo o el universalismo, es un enjambre de las paradojas que se ofrecen para ser deconstruidos.
La «deconstrucción» no puede contentarse con hacer ataques primarios al eurocentrismo, como muy diversos signos lo muestran desde hace tiempo. Tampoco debe contentarse, sobre todo en este momento, con la buena conciencia o con la euforia «europea», cuyo narcisismo triunfa aquí o allá, proclamando a veces el «fin de la historia» e intentando limpiar de todo pecado, con el apresuramiento de un sonámbulo, el espíritu del capitalismo liberal. Y más aún por cuanto corre el riesgo de asociarse con algunas formas inquietantes de nacionalismo resentido o de dogmatismo religioso.

Contra el consenso, ¿se apresta usted a releer a Marx?
El gusto por lo intempestivo siempre ha caracterizado al cuestionamiento deconstructivo. Contra la religión del consenso, contra la llana ortodoxia que ahora se está restaurando, no cabe duda de que hay que volver a leer a Marx, a Nietzsche, a Freud, ¡y a algunos más! Hay que hacerlo con los filósofos del Este, o, en caso de necesidad, en contra suya, pues las discusiones con ellos brotan y se desarrollan a toda marcha.



1990



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