martes, julio 31, 2007

“Osorno en el camino”, de Ramón Oyarzún




Cuando en algún momento anduve por las tierras del sur haciendo dedo, intentando vivir la vida de Kerouac, me choqueó siempre el encontrar horrible la ciudad de Osorno. Esta percepción, por supuesto, estaba equivocada. Tres veces estuve de paso por ese lugar, una hermosa ciudad muy respirable, con una notable plaza de armas y una costanera algo difusa y oculta por construcciones señoriales clásicas en una manera bastante peculiar y propia. Con el tiempo descubrí que aquello que me golpeara como un ladrillo de hielo en el bajo vientre era un aire de capital y pueblo muy equilibrado, con desmesura de ambas cualidades en el reducido espacio de una ciudad con menos de un millón de habitantes. Osorno es maravillosa ciudad, completamente habitable, con distancias humanas, todavía. Se puede atravesar caminando la ciudad en menos de un día y disfrutar de todos sus claroscuros, el centro histórico con olor a humo de las innúmeras veces que esa ciudad fue quemada durante la guerra de Arauco, las poblaciones nuevas que miran la carretera, los suburbios con enormes parcelas de aristócratas o al menos de dueños de tierras con alguna fantasía de aristocracia. El asunto es que Osorno es una ciudad muy ciudad, por eso resultó chocante para mi búsqueda de pueblerismo, de ignorancia e insofisticación, no era lo que necesitaba en ese viaje, entonces los pueblos de la carretera austral o de la pampa eran lo idóneo, pueblos olvidados, donde pudiera sentirme como el primer y último turista.

Ahora despierto de este sueño de miserias y exotismo, de falsa sofisticación y búsqueda, aburrido, somnoliento. Me arrastro penosamente a contestar el teléfono y al momento de levantar el auricular me golpea como algo que siempre ha estado ahí, Osorno, sus capiteles, sus tiendas de comercio, acabo de volver de la ciudad en un viaje que pasó demasiado rápido, viaje en el que me acompañaron tres personajes de mi pasado no muy remoto, recorrimos las calles en bicicletas, en pequeños autos de karting, vestidos de osorninos nos metimos en festivales de rock y en discotecas de moda, estuvimos en catas de vino y quesos de la zona, nos bañamos en un río lanzándonos en arrojados piqueros desde un puente de ferrocarril, salimos a la carretera a hacer dedo para ir a cualquier parte y el único que nos llevó fue un huaso a caballo dejándonos apenas en el camping más cercano, a escasos pasos de la ciudad, anduvimos en micro y en taxis que allá es como tomar un colectivo, nos metimos en poblaciones a conversar con niños que traficaban licor y drogas duras, conseguimos marihuana recién cosechada en la parcela de un amigo de la abuela de uno de mis amigos y desde entonces todos fuimos amigos. Nos distanciamos por el tiempo, el calor, yo quería seguir viajando y los dejé luego de almorzar completos y bebidas en todos los puestos de la plaza de armas. Caminé hacia el norte hasta encontrar un viejo caserón amarillo donde me dejaron dormir y me dieron churrascas y café de higo para desayunar. Despierto tendí mi ropa en el patio trasero que daba a un río, ahí mismo me puse a bucear hasta que agotado pero contento contesté el teléfono, reconciliándome finalmente con Osorno y con mis viajes de entonces, con todos los pequeños pueblos, Chochenchi, Trewaler, Angasoloa, Venado Sordo, San Pasquín Justo del nuevo frente, en fin, con todos esos lugares a los que quise llegar y en los que finalmente siempre estuve.



Fotografía: Osorno, 1911





lunes, julio 30, 2007

«Ante la Ley», de Franz Kafka

Traducción de Joan Parra





Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.

–Es posible –dice el guardián–, pero ahora, no.

Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
–Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso. Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.

El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, con su largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo –hasta lo más valioso– en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
–Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.

Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.

El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.

–¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián–. Eres insaciable.
–Todos buscan la Ley –dice el hombre–. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?

El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.

–Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.



1914









Contribución a DscnTxt de Ignacia Viñes









domingo, julio 29, 2007

“Extraordinaria historia de dos tuertos”, de Roberto Arlt




Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.

Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.

Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y a la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:

—Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más
fácil conseguir un puesto honorable.
—¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?
Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:
—Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un
joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.
—Vaya si lo sé—repuse yo, suspirando tristemente.

Monsieur Lambet prosiguió:

—Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.
—Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.
Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:

—Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.

Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.

Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:

—Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.

Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:

—Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa. No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí: Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.

Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente,me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para míuna plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de "Las Tres Grullas", cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo.

¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!

Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos. Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones, pero una noche que dormía en "Las Tres Grullas" me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.

Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía. Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.

Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de "Las Tres Grullas", que se dirigía a la mesa. ¿Sabéis lo que hizo allí?

Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.

Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?

El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.

En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.

¿Qué misterio encerraba ese ritual?

Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.

Me despedí del dueño de "Las Tres Grullas" como si no me hubiera ocurrido nada, pero "in mente" estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.

No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.

Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:

—Tú tienes un ojo de vidrio.
—Sí. Y tú también.
—Sí.
—¿Y qué haces por aquí?
—Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.
Yo me quedé examinándolo, turulato.
—¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?
—¡Tú también vendes ojos de vidrio!
—Sí.
—¡Cristo! Esto sí que es raro.

Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:

—¿Cómo te metiste en esto?

Hortensio comenzó a narrarme su historia:

Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.

—¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.

El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.

—Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.
—No.
—Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?
—Sí.
—Pues es él, monsieur Lambet.
—Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.
—Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.
—¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.
—Perfectamente.

En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Este comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al "agente 23", culpable de proporcionar datos falsos.

No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de "Las Tres Grullas", continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.








sábado, julio 28, 2007

"Las ciudades invisibles", de Ítalo Calvino

Fragmento


Las ciudades y los signos.
1



E
l hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Raramente el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo es intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.

Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales advierten sobre aquello que en un lugar está prohibido: entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente, y lo que es lícito: dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde la puerta de los templos se ven las estatuas de los dioses, representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad basta para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Hasta las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.

Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Afuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre ya esta entregado a reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...



1972






Contribución a Dscntxt de Ignacia Viñes

viernes, julio 27, 2007

"Los neochilenos", de Roberto Bolaño


a Rodrigo Lira




El viaje comenzó un feliz día de noviembre
Pero de alguna manera el viaje ya había terminado
Cuando lo empezamos.
Todos los tiempos conviven, dijo Pancho Ferri,
El vocalista. O confluyen,
Vaya uno a saber.
Los prolegómenos, no obstante,
Fueron sencillos:
Abordamos con gesto resignado
La camioneta
Que nuestro mánager en un rapto
De locura
Nos había obsequiado
Y enfilamos hacia el norte,
El norte que imanta los sueños
Y las canciones sin sentido
Aparente
De los Neochilenos,
Un norte, ¿cómo te diría?,
Presentido en el pañuelo blanco
Que a veces cubría
Como un sudario
Mi rostro.
Un pañuelo blanco impoluto
O no
En donde se proyectaban
Mis pesadillas nómadas
Y mis pesadillas sedentarias.
Y Pancho Ferri
Preguntó
Si sabíamos la historia
Del Caraculo
Y el Jetachancho
Asiendo con ambas manos
El volante
Y haciendo vibrar la camioneta
Mientras buscábamos la salida
De Santiago,
Haciéndola vibrar como si fuera
El pecho
Del Caraculo
Que soportaba un peso terrible
Para cualquier humano.
Y recordé entonces que el día
Anterior a nuestra partida
Habíamos estado
En el Parque Forestal
De visita en el monumento
A Rubén Darío.
Adiós, Rubén, dijimos borrachos
Y drogados.
Ahora los hechos banales
Se confunden
Con los gritos anunciadores
De sueños verdaderos.
Pero así éramos los Neochilenos,
Pura inspiración
Y nada de método.
Y al día siguiente rodamos
Hasta Pilpilco y Llay Llay
Y pasamos sin detenernos
Por La Ligua y Los Vilos
Y cruzamos el río Petorca
Y el río
Quilimari
Y el Choapa hasta llegar
A La Serena
Y el río Elqui
Y finalmente Copiapó
Y el río Copiapó
En donde nos detuvimos
Para comer empanadas
Frías.
Y Pancho Ferri
Volvió con las aventuras
Intercontinentales
Del Caraculo y del Jetachancho,
Dos músicos de Valparaíso
Perdidos
En el barrio chino de Barcelona.
Y el pobre Caraculo, dijo
El vocalista,
Estaba casado y tenía que
Conseguir plata
Para su mujer y sus hijos
De la estirpe Caraculo,
De tal forma que se puso a traficar
Con heroína
Y un poco de cocaína
Y los viernes algo de éxtasis
Para los súbditos de Venus.
Y poco a poco, obstinadamente,
Empezó a progresar.
Y mientras el Jetachancho
Acompañaba a Aldo Di Pietro,
¿Lo recuerdan?,
En el Café Puerto Rico,
El Caraculo veía crecer
Su cuenta corriente
Y su autoestima.
¿Y qué lección podíamos
Sacar los Neochilenos
De la vida criminal
De aquellos dos sudamericanos
Peregrinos?
Ninguna, salvo que los límites
Son tenues, los límites
Son relativos: gráfilas
De una realidad acuñada
En el vacío.
El horror de Pascal
Mismamente.
Ese horror geométrico
Y oscuro
Y frío
Dijo Pancho Ferri
Al volante de nuestro bólido,
Siempre hacia el
Norte, hasta
Toco
En donde descargamos
La megafonía
Y dos horas después
Estábamos listos para actuar:
Pancho Relámpago
Y los Neochilenos
.
Un fracaso pequeño
Como una nuez,
Aunque algunos adolescentes
Nos ayudaron
A volver a meter en la camioneta
Los instrumentos: niños
De Toco
Transparentes como
Las figuras geométricas
De Blaise Pascal.
Y después de Toco, Quillagua,
Hilaricos, Soledad, Ramaditas,
Pintados y Humberstone,
Actuando en salas de fiesta vacías
Y burdeles reconvertidos
En hospitales de Liliput,
Algo muy raro, muy raro que tuvieran
Electricidad, muy
Raro que las paredes
Fueran semisólidas, en fin,
Locales que nos daban
Un poco de miedo
Y en donde los clientes
Estaban encaprichados con
El fist-fucking y el
Feet-fucking,
Y los gritos que salían
De las ventanas y
Recorrían el patio encementado
Y las letrinas al aire libre,
Entre almacenes llenos
De herramientas oxidadas
Y galpones que parecían
Recoger toda la luz lunar,
Nos ponían los pelos
De punta.
¿Cómo puede existir
Tanta maldad
En un país tan nuevo,
Tan poquita cosa?
¿Acaso es éste
El Infierno de las Putas?
Se preguntaba en voz alta
Pancho Ferri.
Y los Neochilenos no sabíamos
Qué responder.
Yo más bien reflexionaba
Cómo podían progresar
Esas variantes neoyorkinas del sexo
En aquellos andurriales
Provincianos.
Y con los bolsillos pelados
Seguimos subiendo:
Mapocho, Negreiros, Santa
Catalina, Tana,
Cuya y
Arica,
En donde tuvimos
Algo de reposo—e indignidades.
Y tres noches de trabajo
En el Camafeo de
Don Luis Sánchez Morales, oficial
Retirado.
Un lugar lleno de mesitas redondas
Y lamparitas barrigonas
Pintadas a mano
Por la mamá de don Luis,
Supongo.
Y la única cosa
Verdaderamente divertida
Que vimos en Arica
Fue el sol de Arica:
Un sol como una estela de
Polvo.
Un sol como arena
O como cal
Arrojada ladinamente
Al aire inmóvil.
El resto: rutina.
Asesinos y conversos
Mezclados en la misma discusión
De sordos y de mudos,
De imbéciles sueltos
Por el Purgatorio.
Y el abogado Vivanco,
Un amigo de don Luis Sánchez,
Preguntó qué mierdas queríamos decir
Con esa huevada de los Neochilenos.
Nuevos patriotas, dijo Pancho,
Mientras se levantaba
De la reunión
Y se encerraba en el baño.
Y el abogado Vivanco
Volvió a enfundar la pistola
En una sobaquera
De cuero italiano,
Un fino detalle de los chicos
De Ordine Nuovo,
Repujada con primor y pericia.
Blanco como la luna
Esa noche tuvimos que meter
Entre todos
A Pancho Ferri en la cama.
Con cuarenta de fiebre
Empezó a delirar:
Ya no quería que nuestro grupo
Se llamara Pancho Relámpago
Y los Neochilenos
,
Sino Pancho Misterio
Y los Neochilenos
:
El terror de Pascal.
El terror de los vocalistas,
El terror de los viajeros,
Pero jamás el terror
De los niños.
Y un amanecer,
Como una banda de ladrones,
Salimos de Arica
Y cruzamos la frontera
De la República.
Por nuestros semblantes
Hubiérase dicho que cruzábamos
La frontera de la Razón.
Y el Perú legendario
Se abrió ante nuestra camioneta
Cubierta de polvo
E inmundicias,
Como una fruta sin cáscara,
Como una fruta quimérica
Expuesta a las inclemencias
Y a las afrentas.
Una fruta sin piel
Como una adolescente desollada.
Y Pancho Ferri, desde
Entonces llamado Pancho
Misterio, no salía
De la fiebre,
Musitando como un cura
En la parte de atrás
De la camioneta
Los avatares—palabra india—
Del Caraculo y del Jetachancho.
Una vida delgada y dura
Como soga y sopa de ahorcado,
La del Jetachancho y su
Afortunado hermano siamés:
Una vida o un estudio
De los caprichos del viento.
Y los Neochilenos
Actuaron en Tacna,
En Mollendo y Arequipa,
Bajo el patrocinio de la Sociedad
Para el Fomento del Arte
Y la Juventud.
Sin vocalista, tarareando
Nosotros mismos las canciones
O haciendo mmm, mmm, mmmmh,
Mientras Pancho se fundía
En el fondo de la camioneta,
Devorado por las quimeras
Y por las adolescentes desolladas.
Nadir y cenit de un anhelo
Que el Caraculo supo intuir
A través de las lunas
De los narcotraficantes
De Barcelona: un fulgor
Engañoso,
Un espacio diminuto y vacío
Que nada significa,
Que nada vale, y que
Sin embargo se te ofrece
Gratis.
¿Y si no estuviéramos
En el Perú?, nos
Preguntamos una noche
Los Neochilenos.
¿Y si este espacio
Inmenso
Que nos instruye
Y limita
Fuera una nave intergaláctica,
Un objeto volador
No identificado?
¿Y si la fiebre
De Pancho Misterio
Fuera nuestro combustible
O nuestro aparato de navegación?
Y después de trabajar
Salíamos a caminar por
Las calles del Perú:
Entre patrullas militares, vendedores
Ambulantes y desocupados,
Oteando
En las colinas
Las hogueras de Sendero Luminoso,
Pero nada vimos.
La oscuridad que rodeaba los
Núcleos urbanos
Era total.
Esto es como una estela
Escapada de la Segunda
Guerra Mundial
Dijo Pancho acostado
En el fondo de la camioneta.
Dijo: filamentos
De generales nazis como
Reichenau o Model
Evadidos en espíritu
Y de forma involuntaria
Hacia las Tierras Vírgenes
De Latinoamérica:
Un hinterland de espectros
Y fantasmas.
Nuestra casa
Instalada en la geometría
De los crímenes imposibles.
Y por las noches solíamos
Recorrer algunos cabaretuchos:
Las putas quinceañeras
Descendientes de aquellos bravos
De la Guerra del Pacífico
Gustaban escucharnos hablar
Como ametralladoras.
Pero sobre todo
Les gustaba ver a Pancho
Envuelto en varias y coloridas mantas
Y con un gorro de lana
Del altiplano
Encasquetado hasta las cejas
Aparecer y desaparecer
Como el caballero
Que siempre fue,
Un tipo con suerte,
El gran amante enfermo del sur de Chile,
El padre de los Neochilenos
Y la madre del Caraculo y el Jetachancho,
Dos pobres músicos de Valparaíso,
Como todo el mundo sabe.
Y el amanecer solía encontrarnos
En una mesa del fondo
Hablando del kilo y medio de materia gris
Del cerebro de una persona
Adulta.
Mensajes químicos, decía
Pancho Misterio ardiendo de fiebre,
Neuronas que se activan
Y neuronas que se inhiben
En las vastedades de un anhelo.
Y las putitas decían
Que un kilo y medio de materia
Gris
Era bastante, era suficiente, para qué
Pedir más.
Y a Pancho se le caían
Las lágrimas cuando las escuchaba.
Y luego llegó el diluvio
Y la lluvia trajo el silencio
Sobre las calles de Moliendo,
Y sobre las colinas,
Y sobre las calles del barrio
De las putas,
Y la lluvia era el único
Interlocutor.
Extraño fenómeno: los Neochilenos
Dejamos de hablarnos
Y cada uno por su lado
Visitamos los basurales de
La filosofía, las arcas, los
Colores americanos, el estilo inconfundible
De nacer y renacer.
Y una noche nuestra camioneta
Enfiló hacia Lima, con Pancho
Ferri al volante, como en
Los viejos tiempos,
Salvo que ahora una puta
Lo acompañaba.
Una puta delgada y joven,
De nombre Margarita,
Una adolescente sin par,
Habitante de la tormenta
Permanente.
También hubiérase podido
Llamar Sombra
Ágil,
La ramada oscura
Donde curar sus heridas
Pancho pudiera.
Y en Lima leímos a los poetas
Peruanos:
Vallejo, Martín Adán y Jorge Pimentel.
Y Pancho Misterio salió
Al escenario y fue convincente
Y versátil.
Y luego, aún temblorosos
Y sudorosos
Nos contó la historia
De una novela
De un viejo escritor chileno.
Un tragado por el olvido.
Un nec spes nec metus
Dijimos los Neochilenos.
Y Margarita dijo:
Un novelista.
Y el fantasma,
El hoyo doliente
En que todo esfuerzo
Se convierte,
Escribió—parece ser—
Una novela llamada Kundalini,
Y Pancho apenas la recordaba,
Hacía esfuerzos, sus palabras
Hurgaban en una infancia atroz
Llena de amnesia, de pruebas
Gimnásticas y mentiras,
Y así nos la fue contando,
Fragmentada,
El grito Kundalini,
El nombre de una yegua turfista
Y la muerte colectiva en el hipódromo.
Un hipódromo que ya no existe.
Un hueco anclado
En un Chile inexistente
Y feliz.
Y aquella historia tuvo
La virtud de iluminar
Como un paisajista inglés
Nuestro miedo y nuestros sueños
Que marchaban de Este a Oeste
Y de Oeste a Este,
Mientras nosotros, los Neochilenos
Reales
Viajábamos de Sur
A Norte.
Y tan lentos
Que parecía que no nos movíamos.
Y Lima fue un instante
De felicidad,
Breve pero eficaz.
¿Y cuál es la relación, dijo Pancho,
Entre Morfeo, dios
Del sueño
Y morfar, vulgo
Comer?
Sí, eso dijo,
Abrazado por la cintura
De la bella Margarita,
Flaca y casi desnuda
En un bar de Lince, una noche
Leída y partida y
Poseída
Por los relámpagos
De la quimera.
Nuestra necesidad.
Nuestra boca abierta
Por la que entra
La papa
Y por la que salen
Los sueños: estelas
Fósiles
Coloreadas con la paleta
Del apocalipsis.
Sobrevivientes, dijo Pancho
Ferri.
Latinoamericanos con suerte.
Eso es todo.
Y una noche antes de partir
Vimos a Pancho
Y a Margarita
De pie en medio de un lodazal
Infinito.
Y entonces supimos
Que los Neochilenos
Estarían para siempre
Gobernados
Por el azar.
La moneda
Saltó como un insecto
Metálico
De entre sus dedos:
Cara, al sur,
Cruz, al norte,
Y luego nos subimos todos
A la camioneta
Y la ciudad
De las leyendas
Y del miedo
Quedó atrás.
Un feliz día de enero
Cruzamos
Como hijos del Frío,
Del Frío Inestable
O del Ecce Homo,
La frontera con Ecuador.
Por entonces Pancho tenía
28 ó 29 años
Y pronto moriría.
Y 17 Margarita.
Y ninguno de los Neochilenos
Pasaba de los 22.





Blanes, 1993




jueves, julio 26, 2007

"La máquina del tiempo", de Herbert George Wells

Extracto



El Ocaso de la Humanidad

Pronto descubrí una cosa extraña en relación con mis pequeños huéspedes: su falta de interés. Venían a mí con gritos anhelantes de asombro, como niños; pero cesaban enseguida de examinarme, y se apartaban para ir en pos de algún otro juguete. Terminadas la comida y mis tentativas de conversación, observé por primera vez que casi todos los que me rodeaban al principio se habían ido. Y resulta también extraño cuán rápidamente llegué a no hacer caso de aquella gente menuda. Franqueé la puerta y me encontré de nuevo a la luz del sol del mundo, una vez satisfecha mi hambre. Encontré continuamente más grupos de aquellos hombres del futuro, que me seguían a corta distancia, parloteando y riendo a mi costa, y habiéndome sonreído y hecho gestos de una manera amistosa, me dejaban entregado a mis propios pensamientos.

La calma de la noche se extendía sobre el mundo cuando salí del gran vestíbulo y la escena estaba iluminada por el cálido resplandor del sol poniente. Al principio las cosas aparecían muy confusas. Todo era completamente distinto del mundo que yo conocía; hasta las flores. El enorme edificio que acababa de abandonar estaba situado sobre la ladera de un valle por el que corría un ancho río; pero el Támesis había sido desviado, a una milla aproximadamente de su actual posición. Decidí subir a la cumbre de una colina, a una milla y medida poco más o menos de allí, desde donde podría tener una amplia vista de este nuestro planeta en el año de gracia 802.701. Pues ésta era, como debería haberlo explicado, la fecha que los pequeños cuadrantes de mi máquina señalaban.

Mientras caminaba, estaba alerta a toda impresión que pudiera probablemente explicarme el estado de ruinoso esplendor en que encontré al mundo, pues aparecía ruinoso.
...
Miré alrededor con un repentino pensamiento, desde una terraza en la cual descansé un rato, y me di cuenta de que no había allí ninguna casa pequeña. Al parecer, la mansión corriente, y probablemente la casa de familia, habían desaparecido. Aquí y allá entre la verdura había edificios semejantes a palacios, pero la casa normal y la de campo, que prestan unos rasgos tan característicos a nuestro paisaje inglés, habían desaparecido.

«Es el comunismo», dije para mí.

Y pisándole los talones a éste vino otro pensamiento. Miré la media docena de figuritas que me seguían. Entonces, en un relámpago, percibí que todas tenían la misma forma de vestido, la misma cara imberbe y suave, y la misma morbidez femenil de miembros. Podrá parecer extraño, quizá, que no hubiese yo notado aquello antes. Pero ¡era todo tan extraño! Ahora veo el hecho con plena claridad. En el vestido y en todas las diferencias de contextura y de porte que marcan hoy la distinción entre uno y otro sexo, aquella gente del futuro era idéntica. Y los hijos no parecían ser a mis ojos sino las miniaturas de sus padres.
...
Viendo la desenvoltura y la seguridad en que vivían aquellas gentes, comprendí que aquel estrecho parecido de los sexos era, después de todo, lo que podía esperarse; pues la fuerza de un hombre y la delicadeza de una mujer, la institución de la familia y la diferenciación de ocupaciones son simples necesidades militantes de una edad de fuerza física. Allí donde la población es equilibrada y abundante, muchos nacimientos llegan a ser un mal más que un beneficio para el Estado; allí donde la violencia es rara y la prole es segura, hay menos necesidad –realmente no existe la necesidad– de una familia eficaz, y la especialización de los sexos con referencia a las necesidades de sus hijos desaparece. Vemos algunos indicios de esto hasta en nuestro propio tiempo, y en esa edad futura era un hecho consumado. Esto, debo recordárselo a ustedes, era una conjetura que hacia yo en aquel momento. Después, iba a poder apreciar cuán lejos estaba de la realidad.
...
Con una extraña sensación de libertad y de aventura avancé hacia la cumbre.
...
Me senté y contemplé la amplia visión de nuestro viejo mundo bajo el sol poniente de aquel largo día.
...
Era uno de los más bellos y agradables espectáculos que he visto nunca. El sol se había puesto ya por debajo del horizonte y el oeste era de oro llameante, tocado por algunas barras horizontales de púrpura y carmesí. Por debajo estaba el valle del Támesis en donde el río se extendía como una banda de acero pulido. He hablado ya de los grandes palacios que despuntaban entre el abigarrado verdor, algunos en ruinas y otros ocupados aún. Aquí y allá surgía una figura blanca o plateada en el devastado jardín de la tierra, aquí y allá aparecía la afilada línea vertical de alguna cúpula u obelisco. No había setos, ni señales de derechos de propiedad, ni muestras de agricultura; la tierra entera se había convertido en un jardín.
...
Me pareció encontrarme en la decadencia de la Humanidad. El ocaso rojizo me hizo pensar en el ocaso de la Humanidad. Por primera vez empecé a comprender una singular consecuencia del esfuerzo social en que estamos ahora comprometidos. Y sin embargo, créanlo, ésta es una consecuencia bastante lógica. La fuerza es el resultado de la necesidad; la seguridad establece un premio a la debilidad. La obra de mejoramiento de las condiciones de vida –el verdadero proceso civilizador que hace la vida cada vez más segura– había avanzado constantemente hacia su culminación. Un triunfo de una Humanidad unida sobre la Naturaleza había seguido a otro. Cosas que ahora son tan sólo sueños habían llegado a ser proyectos deliberadamente emprendidos y llevados adelante. ¡Y lo que yo veía era el fruto de aquello!
...
Algún día todo esto estará mejor organizado y será incluso mejor. Ésta es la dirección de la corriente a pesar de los remansos. El mundo entero será inteligente, culto y servicial; las cosas se moverán más y más deprisa hacia la sumisión de la Naturaleza. Al final, sabia y cuidadosamente, reajustaremos el equilibrio de la vida animal y vegetal para adaptarlas a nuestras necesidades humanas.

Este reajuste, digo yo, debe haber sido hecho y bien hecho, realmente para siempre, en el espacio de tiempo a través del cual mi máquina había saltado. El aire estaba libre de mosquitos, la tierra de malas hierbas y de hongos; por todas partes había frutas y flores deliciosas; brillantes mariposas revoloteaban aquí y allá. El ideal de la medicina preventiva estaba alcanzado. Las enfermedades, suprimidas. No vi ningún indicio de enfermedad contagiosa durante toda mi estancia allí. Y ya les contaré más adelante que hasta el proceso de la putrefacción y de la vejez había sido profundamente afectado por aquellos cambios.

Se habían conseguido también triunfos sociales. Veía yo la Humanidad alojada en espléndidas moradas, suntuosamente vestida; y, sin embargo, no había encontrado aquella gente ocupada en ninguna faena. Allí no había signo alguno de lucha, ni social ni económica. La tienda, el anuncio, el tráfico, todo ese comercio que constituye la realidad de nuestro mundo había desaparecido. Era natural que en aquella noche preciosa me apresurase a aprovechar la idea de un paraíso social. La dificultad del aumento de población había sido resuelta, supongo, y la población cesó de aumentar.

Pero con semejante cambio de condición vienen las inevitables adaptaciones a dicho cambio. A menos que la ciencia biológica sea un montón de errores, ¿cuál es la causa de la inteligencia y del vigor humanos? Las penalidades y la libertad: condiciones bajo las cuales el ser activo, fuerte y apto, sobrevive, y el débil sucumbe; condiciones que recompensan la alianza leal de los hombres capaces basadas en la autocontención, la paciencia y la decisión. Y la institución de la familia y las emociones que entraña, los celos feroces, la ternura por los hijos, la abnegación de los padres, todo ello encuentra su justificación y su apoyo en los peligros inminentes que amenazan a los jóvenes. Ahora, ¿dónde están esos peligros inminentes? Se origina aquí un sentimiento que crecerá contra los celos conyugales, contra la maternidad feroz, contra toda clase de pasiones; cosas inútiles ahora, cosas que nos hacen sentirnos molestos, supervivientes salvajes y discordantes en una vida refinada y grata.

Pensé en la pequeñez física de la gente, en su falta de inteligencia, en aquellas enormes y profundas ruinas; y esto fortaleció mi creencia en una conquista perfecta de la Naturaleza. Porque después de la batalla viene la calma. La Humanidad había sido fuerte, enérgica e inteligente, y había utilizado su abundante vitalidad para modificar las condiciones bajo las cuales vivía. Y ahora llegaba la reacción de aquellas condiciones cambiadas.

Bajo las nuevas condiciones de bienestar y de seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra fuerza, llegaría a ser debilidad. Hasta en nuestro tiempo ciertas inclinaciones y deseos, en otro tiempo necesarios para sobrevivir, son un constante origen de fracaso. La valentía física y el amor al combate, por ejemplo, no representan una gran ayuda -pueden incluso ser obstáculos- para el hombre civilizado. Y en un estado de equilibrio físico y de seguridad, la potencia, tanto intelectual como física, estaría fuera de lugar. Pensé que durante incontables años no había habido peligro alguno de guerra o de violencia aislada, ningún peligro de fieras, ninguna enfermedad agotadora que haya requerido una constitución vigorosa, ni necesitado un trabajo asiduo. Para una vida tal, los que llamaríamos débiles se hallan tan bien pertrechados como los fuertes, no son realmente débiles. Mejor pertrechados en realidad, pues los fuertes estarían gastados por una energía para la cual no hay salida. Era indudable que la exquisita belleza de los edificios que yo veía era el resultado de las últimas agitaciones de la energía ahora sin fin determinado de la Humanidad, antes de haberse asentado en la perfecta armonía con las condiciones bajo las cuales vivía: el florecimiento de ese triunfo que fue el comienzo de la última gran paz. Esta ha sido siempre la suerte de la energía en seguridad; se consagra al arte y al erotismo, y luego vienen la languidez y la decadencia.



1895

martes, julio 24, 2007

"Ir despacio". Entrevista a Jacques Derrida

Yves Rocaute



Fundador del Colegio Internacional de Filosofía, ha expresado usted su voluntad de que la enseñanza de esta materia empiece con el Bachillerato. No obstante, usted y sus libros representan, para algunos, cierto modelo de «esoterismo».
Trato de ser lo más legible e inteligible que puedo. Pero sin sustraerme mucho a las exigencias filosóficas con el pretexto de «facilitar» la lectura de mis libros o de producir ilusión de sencillez. Esto sería irresponsable, demagógico, y supondría una falta de respeto hacia el lector. Prefiero siempre, a la vez, confiar en el lector y pedirle que haga un trabajo al leer o para leer.
El destinatario nunca no está dado antes de la lectura, no es inamovible: trabaja y se transforma leyendo, lo mismo que el que escribe. Y este problema, tan serio, tiene la misma edad que la filosofía. ¿Por qué hoy en día se revela más acuciante? Debemos alegrarnos de la democratización, y debemos sostenerla sin descanso. Pero algunos se aprovechan de la extensión de cierta «inmediatez mediática», si se puede decir así, para hacer creer que la comunicación debe ser fácil, rápida, sin pliegues. Se intenta transmitir la idea de que todos los «mensajes» pueden ser recibidos sin esfuerzo, sin traducción, sin preparación; es decir, sin vigilancia alguna.
De ahí la impaciencia que experimentan ante un lenguaje que parece reservado a quienes conocen cierto código y, por añadidura, se atreven a exigir a los demás un trabajo interminable. Se dice o se da a entender: «puesto que la filosofía aborda problemas universales, como la existencia y la muerte, la política y la moral, ¿por qué han de existir profesionales de la filosofía? ¿Por qué detentan su secreto? ¿No deberían ser considerados sospechosos, pues su ‘discurso’ me bloquea la entrada a lo que tengo derecho a conocer?».

Le dirán que es una argumentación razonable.
Sí, en tanto que el populismo o el oscurantismo no se escondan detrás de ella. Desde luego que los filósofos han de hacer todo por ser accesibles. Hay sin duda, y esto lo afirma la propia filosofía, un derecho de todos a acceder a la filosofía. Pero suponer que existe un modelo de inteligibilidad natural e inmediatamente dado a todos, en la calle, por ejemplo, en la prensa o en la televisión, es un engaño y a veces un hondo falseamiento. ¡Aun en la calle y en los medios de comunicación, el lenguaje en apariencia más accesible está marcado por tantos códigos, subcódigos, y, en consecuencia, por tantas exclusiones! Quienes exigen a los filósofos que «hablen como todo el mundo» deberían reflexionar sobre ello.

¿No nos topamos así con una exigencia contradictoria?
Contradictoria y dolorosa: ser escuchado por el mayor número de personas y, a la vez, velar por la memoria o la herencia del pensamiento, por la complejidad de unos problemas que exigen análisis pacientes, refinados. Y, por añadidura, contando con limitaciones de tiempo y de espacio, como en este mismo momento.
Todo sería más fácil si no se estuviese obligado a ir deprisa: un libro, un artículo, una entrevista son siempre demasiado cortos. La solución a esta contradicción filosófica, ética, política, ¿no residiría acaso en cierto relevo? ¿No tomaría la forma de la mediación social, colectiva, institucional? Un solo autor no puede resolver ese problema. Ha de contar con aliados, en primer lugar con una escuela y con los medios de comunicación. Por tanto, no hay contradicción entre el hecho de escribir algo que se considera difícil y la reivindicación a que aludía usted: por ejemplo, la del GREPH, por el desarrollo de la enseñanza de la filosofía y por la ampliación de su período de estudio.

Searle admite en una de sus obras, La intencionalidad, que ignora la mayor parte de las obras de la tradición. ¿De ahí la incomunicación entre ustedes dos?
Limited Inc.
atañe a la comunicación. La polémica se había iniciado por un ensayo, «Firma, acontecimiento, contexto», presentado en un Congreso de las Sociedades de Filosofía de lengua francesa [Montreal, 1971] cuyo tema era precisamente «La comunicación». La prueba de la comunicación no surge tan sólo entre dos partícipes a los que se podría denominar, por una parte, «los filósofos» y, por otra, «el público», público a quien los periodistas creen ser los únicos en poder dirigirse o a hablar en su nombre. Del mismo modo que hay públicos y existen evaluadores, y entre éstos no siempre tienen más poder los que más aparecen en los medios de comunicación, así también hay comunidades, hay tradiciones, existen instituciones filosóficas entre las cuales es difícil a veces una traducción. Esta dificultad se confunde con la propia filosofía, que también supone una reflexión sobre las condiciones, institucionales o no, de su discurso, de su lenguaje y de su tipo de comunicación.
Por tanto, cuando Searle se atreve a escribir un libro sobre la intencionalidad, declarando que no conoce nada de la historia del problema, no sólo está confesando un fallo suyo. Está acusando a toda una tradición europea «continental» (y frecuentemente francesa), que, a su juicio, no aborda nunca un problema sin antes considerar su historia. De acuerdo con la lógica de esta acusación, debería empezarse, por el contrario, a tratarlo de inmediato y sin memoria alguna, con la urgencia de lo que está en juego hoy. Hay cierta afinidad entre la actitud de Searle y la de ciertos periodistas o la de ciertos filósofos apresurados.
Por lo pronto, sin embargo, el texto de Searle resulta ser tan difícil como el mío, aunque lo sea de distinta manera. Además, se halla tan lejos del foro público que nadie le ha planteado nada al respecto. Por otro lado, Searle está mucho más comprometido con supuestos históricos de lo que cree; y más que yo mismo. Es más «continental», más husserliano, por ejemplo, que yo. Cuando pretende que, para analizar los actos de habla performativos -una orden, una promesa, una amenaza-, hay que excluir metódicamente los hechos de ficción, los fenómenos anormales-parasitarios a causa de una cita, de la ficción, de la ironía o del injerto- y recobrar la pureza ideal y originaria de un enunciado que expresaría seriamente o propiamente lo que quiere decir, Searle hereda la axiomática más poderosa y fundamental de toda la tradición europea, desde Platón hasta Rousseau y Husserl.

Pero la «deconstrucción» también responde a esa misma tradición europea.
La «deconstrucción» supone, quizá, a la vez el respeto a esa tradición y el gesto de pensar en sus posibilidades y en sus límites, lo que implica asimismo transgresión y desplazamiento. Esto no se produce sólo en las especulaciones de los filósofos profesionales, es la experiencia misma, allí donde -a propósito del «parásito», del «inmigrante», del «marginal», del «injerto»- tengamos que preguntarnos: ¿Qué significan estas palabras? ¿Qué valor suponen? ¿Qué hacer con ellas? ¿Tenemos que excluir algo aunque fuese provisionalmente? ¿Existe un umbral para la tolerancia? ¿Qué se querría restaurar? Lo mismo sucede con el problema de lo propio, del cuerpo propio -individual, social o nacional-, del nombre propio y de la firma, de la autenticidad; con el de la propiedad del capital o de la tierra; con los de la identidad del sujeto, de la identidad nacional o lingüística, de la responsabilidad individual, del inconsciente y del derecho.

¿Y el problema de Europa?
La «deconstrucción» es, de antemano, una genealogía de Europa, un intento de pensar sobre la idea de Europa, sobre el sistema abierto de los conceptos o de los axiomas fundadores de la filosofía en tanto que aventura europea, más allá del etnoeurocentrismo o de su opuesto. Y la lógica de lo que relaciona a Europa con su otro, así como de lo que articula el nacionalismo en el cosmopolitismo o el universalismo, es un enjambre de las paradojas que se ofrecen para ser deconstruidos.
La «deconstrucción» no puede contentarse con hacer ataques primarios al eurocentrismo, como muy diversos signos lo muestran desde hace tiempo. Tampoco debe contentarse, sobre todo en este momento, con la buena conciencia o con la euforia «europea», cuyo narcisismo triunfa aquí o allá, proclamando a veces el «fin de la historia» e intentando limpiar de todo pecado, con el apresuramiento de un sonámbulo, el espíritu del capitalismo liberal. Y más aún por cuanto corre el riesgo de asociarse con algunas formas inquietantes de nacionalismo resentido o de dogmatismo religioso.

Contra el consenso, ¿se apresta usted a releer a Marx?
El gusto por lo intempestivo siempre ha caracterizado al cuestionamiento deconstructivo. Contra la religión del consenso, contra la llana ortodoxia que ahora se está restaurando, no cabe duda de que hay que volver a leer a Marx, a Nietzsche, a Freud, ¡y a algunos más! Hay que hacerlo con los filósofos del Este, o, en caso de necesidad, en contra suya, pues las discusiones con ellos brotan y se desarrollan a toda marcha.



1990



lunes, julio 23, 2007

“Lo secreto”, de María Luisa Bombal




Sé muchas cosas que nadie sabe. Conozco del mar, de la tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos. Esta vez, sin embargo, no contaré sino del mar.

Aguas abajo, más abajo de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles. Toda clase de plantas y de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno... Actinias verdes y rojas se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino errabundo. Duros corrales blancos se enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores. Veo hipocampos. Es decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos. Y sé que si se llegaran a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a una sirenita llorando.

Y ahora recuerdo, recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma, de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba... algo así como un mensaje.

¿Entendieron ustedes entonces el sentido de aquel mensaje? No lo sé. Por mi parte debo confesar que lo entendí. Entendí que era el secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de suspirarnos al oído... -Lejos, lejos y profundo -nos confiaban- existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia la superficie de las aguas...

Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo. Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos. Furiosos pulpos abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas estrellas de mar anidaban palpitantes y confiadas en sus bodegas. Volviendo al fin de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente. Ordenó levar ancla. Y en tanto, saliendo de su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir. El barco había encallado en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío, bañaba por parejo. Sin embargo había algo peor: Por doquiera revolviese el largavista alrededor del buque no encontraba mar.

-Condenado Mar -vociferó-. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta. Dejarnos tirados costa adentro... para volver a recogernos quién sabe a qué siniestra malvenida hora...

Airado, volcó frente y televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa luna de nefando resplandor. Pero no encontró cielo, ni estrellas, ni visible cuartel. Por Satanás. Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo... Si era exactamente el reflejo invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado. Y ahora, para colmo, esta última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras, orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran... y eso que no corría el menor soplo de viento.

-A tierra. A tierra la gente -se le oye tronar por el barco entero-. Cargar puñales, salvavidas. Y a reconocer la costa.

La plancha prestamente echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán último en fila, arma de fuego en mano. La arena que hollaran, hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría. Dos bandos. Uno marcha al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán. Pero...

-Alto -vocifera deteniendo el trote desparramado de su gente-. El Chico acá de guardarrelevo. Y los otros proseguir. Adelante. Y El Chico, un muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías se había escapado para embarcarse en "El Terrible" (que era el nombre del barco pirata, así como el nombre de su capitán ), acatando órdenes, vuelve sobre sus pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.

-Vaya el lerdo... el patizambo... el tortuga -reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro macizo de su cinturón salpicado de sangre. "Niños a bordo" -piensa de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.

-Mi Capitán -dice en aquel momento El Chico, la voz muy queda-, ¿no se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?
-¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? -replica éste, seco y brutal.

Luego su cólera parece apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se obstina en buscar la suya.

-Vamos, hijo -masculla, apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho-. El mar no ha de tardar...
-Sí, señor -murmura el niño, como quien dice: Gracias.

Gracias. La palabra prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata. "¿Dije Gracias?" -se pregunta El Chico, sobresaltado. "¡Lo llamé: hijo!" -piensa estupefacto el Capitán.

-Mi Capitán -habla de nuevo El Chico-, en el momento del naufragio...

Aquí el Pirata parpadea y se endereza brusco.

-...del accidente, quise decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto...
-¿Qué clase de bichos?
-Bueno, de estrellas de mar... pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién destripado... Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta tratando de atracárseme...
-Ja. Y tú asustado, ¿eh?
-Yo, más rápido que anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos empecé a barrerlas fuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena! Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo... y es que noté... que ellas sí dejaban huellas...

El Terrible no contesta. Y lado a lado, ambos permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír. A oír y sentir dentro de ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado, nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.

-Tristeza -murmura al fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.

Y entonces, enérgico, tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del grito y del mal humor.

-Chico, basta. Y hablemos claro, Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e incendiar... sin embargo, nunca te oí blasfemar.

Pausa breve; luego bajando la voz, el Pirata pregunta con sencillez.

-Chico, dime, tú has de saber... ¿En dónde crees tú que estamos?
-Ahí donde usted piensa, mi Capitán -contesta respetuosamente el muchacho...
-Pues a mil millones de pies bajo el mar, caray -estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.

Porque aquello que quiso ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.


domingo, julio 22, 2007

"Getsemaní", de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber

Versión en español de Ignacio Artime y Jaime Azpilicueta
Interpretada extraordinariamente por Camilo Sesto




Yo quiero decir
si puedo pedir
que apartes de mí éste cáliz
ya no deseo su amargura,
ahora quema y yo he cambiado
y no sé por qué he empezado.
Yo tenía fe
cuando comencé
ahora estoy triste y cansado
mi camino de tres años
me parece que son treinta
¿y qué más puede un hombre hacer?

Si he de morir
que se cumpla todo lo que tú quieres de mí,
deja que me odien, que me claven en su cruz.

Yo quiero ver, yo quiero ver, Mi Dios.
Yo quiero ver, yo quiero ver, Mi Dios.
Quiero saber, quiero saber, Señor.
Quiero saber, quiero saber, Señor.

Si he de morir
dime si es por qué he de ser mejor de lo que fui
dime si mi vida con la muerte he de cumplir.

Yo quiero ver, yo quiero ver, Mi Dios
Yo quiero ver, yo quiero ver, Mi Dios
Quiero saber, quiero saber, Señor
Quiero saber, quiero saber, Señor

Con morir, qué voy a conseguir
al morir que voy a conseguir,
quiero saber, quiero saber, Señor
quiero saber, quiero saber, Señor.

¡¡¡Ah!!! (Gritando)
¿Por qué he de morir?
¿Por qué?

Dime por qué quieres que me claven en su cruz,
muéstrame el motivo, dame un poco de tu luz,
di que no es inútil tu deseo y moriré,
me enseñaste el cómo, el cuándo, pero no el por qué.

¡¡¡Ah!!! (Gritando)
Muy bien, yo moriré,
pero, pero por favor,
cuando muera, cuando muera, mírame,
por favor, mira mi muerte.

Yo tenía fe
cuando comencé
ahora estoy triste y cansado
mis tres años ya son miles
¿por qué entonces tengo miedo
de que ya todo termine?

Dios, yo no empecé
fue tu voluntad
dame el cáliz de amargura
clava, azota, rompe, mata
pero pronto, hazlo pronto, o yo
me voy a arrepentir.





Aquí la versión de Camilo Sesto:

https://www.youtube.com/watch?v=bY2eW9-mA1U










sábado, julio 21, 2007

“Para Destouches, para Céline”, de Juan Carlos Onetti




En un tiempo –y buenos tiempos eran aquellos- tuvimos un amigo, el mejor recordable, con el que tropezamos sin método aquí y en Baires. Era pobre, casi de profesión, casi menesteroso. Tal vez exagerara: no usaba camisa, prefería las alpargatas. Estaba, exigencias de la edad, descubriendo el mundo. Se encontró entre otras cosas, con Viaje al fin de la noche, novela de un tal Dr. Destouches, médico de barrio en París, que prefería firmarse Luis Ferdinando Céline. Aquel perdido –tal vez no para siempre- amigo, al que llamaremos Robinson por comodidad, se excitaba en veladas caseras o de boliche y llegaba a recitar, más o menos, con frases que sólo adolecían de la improbabilidad de estar demasiado bien construidas:

-Fue en vísperas de la guerra, de la segunda, que logramos atrapar este libro. O él estaba destinado a atraparme a mí. Viaje era feroz y fue escrito para mostrarme y confirmar la ferocidad del mundo. Puede ser que se trate de una gran mentira, armada con talento. La gente no es egoísta ni miserable, no envejece, no se muere de golpe ni aullando, no engendra hijos que padezcan lo mismo. Los objetos, los amores, los días, los simples entusiasmos, no están destinados a la mugre. Céline miente, entonces; vivió en el paraíso y fue incapaz de comprenderlo. Pero existe algo llamado literatura, un oficio, una manía, un arte. Y Viaje es, en este terreno, una de las mejores cosas hechas en este siglo.

Aquel Robinson le sacó horas al trabajo, al sueño, a la comida y al amor. Tradujo Viaje y recorrió editoriales ofreciendo gratuitamente lo que él creía una admirable versión del argot al semi lunfardo. Siempre le dijeron que no. El libro, el resultado, era impublicable por razones de moral. A pesar de que los porteños no contaban aun con un cretino siquiera comparable al Fiscal de la Riestra, del que gozan hoy con toda justicia.

Acaso la traducción de Robinson fuera mala, simplemente, y las excusas de los editores no pasaran de eso. Robinson terminó por resignarse y es posible que hoy se dedique a escribir novelitas inspiradas en Céline. A fin de cuentas se encuentra bien acompañado. Algo semejante le ocurrió con J.P.Sartre (lo confiesa) y con sus epígonos de la literatura o charla existencial. Se les ve Viaje a través de la ropa, a través de los simulacros de violencia y cinismo.

Como el Buen Dios cree que los zapateros deben dedicarse a los zapatos, nos ha prohibido y preservado de la crítica literaria. Se trata, pues, de divagar un poco con motivo de la segunda –tercera- edición en español que conocemos de Viaje al fin de la noche. Acaba de publicarla la Fabril Editora y la firma Armando Bazán. Es indudable que Bazán conoce más francés y español que el pobre Robinson. Pero prefirió -¿por qué?- olvidarse, apartar, amansar, adecentar, licuar a Luis Ferdinando Céline. Cualquier burgués progresista, cualquier buen padre de familia –de los que tienen amplitud de criterio, claro- puede comprar este Céline-Bazán, leerlo y darle permiso a su señora esposa para que lo haga. Pero el pobrecito Robinson ha de estar calculando cuánto tiene que ver el sucio perro rabioso llamado Destouches con este bien criado pomerania que ya ha comenzado a agotarse. En las librerías, claro.

¿Por qué –otra vez- Viaje fue traducido a un correcto español (habíamos escrito gallego pero nos convencieron de que más vale no) en lugar de preferir el rioplatense, en lugar de preferir la grosería y el desaliño de un Roberto Arlt, por ejemplo? Y, se comprende, no estamos hablando de realismo sino de la verdad, cosa por entero distinta.

El cada vez más humilde Robinson objetaría –no tiene talento pero sí memoria- que el miserable doctor Destouches rehizo nocturnamente su obra una exacta docena de veces antes de jugar a la lotería de enviarla a los editores.

Han pasado muchos años desde la primera edición de Viaje. Parece absurdo comentar o decir la novela. Y el único motivo de estas líneas es que Ángel Rama nos pidió una ayuda para las páginas literarias de Marcha y se la estamos dando con analfabetismo y buena voluntad. Ya se ha dicho que esto no pasa de una nota periodística. Como se trata de distraer al lector, agregaremos algunas precisiones o leyendas. Tanto da.

- Cuando el doctor Destouches –que deseaba y logró romperle el espinazo a la sintaxis francesa- se sintió satisfecho o harto de su docena de versiones, repartió por correo varias copias entre las editoriales. Esto ya se dijo. Pero el medicucho olvidó agregar nombre y dirección. El único editor que comprendió su grandeza sólo pudo ubicarlo gracias a que entre las hojas del mamotreto se había deslizado una cuenta de lavandera.

- Céline, hombre de un solo libro, a pesar del resto, hombre de un solo tema (Destouches), escribió varias tonterías. Entre ellas, un panfleto antisemita (editado por Sur) que lo obligó a disparar de Francia cuando la caída del nazismo. Consiguió asilo en casa de un admirador (Copenhague). Pero impuso una condición: viviría en la casilla del perro. Sus biógrafos no dicen una sola palabra respecto al desalojado.

- El mencionado panfleto había despertado la simpatía de Otto Abetz, embajador de Alemania en Francia. Y al defenderse de la acusación de nazismo, Céline se presentó al tribunal de depuración diciendo por escrito y con escándalo: «¿Yo antisemita? Abetz me ofreció encargarme del problema judío en Francia y no acepté. Si hubiera dicho que sí, a esta hora no quedaría un solo judío vivo en Francia».

Y algo para terminar. Céline eligió la ferocidad, la mugre y el regusto por la bazofia con singular entusiasmo. Sin embargo un artista se parece a una mujer porque tarde o temprano acaba por aceptar fisuras y confesarse. En este caso hablamos del amor y la ternura. Hay que copiar la despedida entre Ferdinando y Molly, la prostituta que lo mantenía en los Estados:

“El tren entraba en la estación. Yo no me sentí muy contento con mi nueva aventura cuando vi la locomotora. Molly estaba allí, mirándome. Yo la besé con todo el valor que aún me quedaba en el esqueleto. Tenía pena, pena verdadera, por una sola vez, por todo el mundo, por mí, por ella, por todos los hombres. Y esto es, quizá, lo que se busca a través de la vida; nada más que esto: el más grande sufrimiento posible a fin de llegar a ser uno mismo antes de morir.

Muchos años han transcurrido ya desde el día de aquel viaje, años y años... Yo he escrito frecuentemente a Detroit y también a otros sitios, a todas las direcciones que yo podía recordar, a todos los lugares donde podían conocerla, o darme razón de ella. Nunca recibí la anhelada respuesta.

En la actualidad aquella casa está clausurada. Es todo lo que he podido saber. ¡Nobilísima, encantadora Molly! Yo quiero que si ella puede leer alguna vez esto que escribo en un lugar cualquiera, desconocido para mí, sepa con toda evidencia que yo no he cambiado para ella; que la amo todavía y para siempre, a mi manera; que ella puede venir hacia mí cuando quiera a participar de mi techo y de mi furtivo destino. Si ella no es ya bonita, como era, pues bien: eso no tiene la menor importancia. Ya nos arreglaremos. Yo he podido guardar tanta belleza de ella en mí mismo, tan vívida, tan cálida, que tengo bastante para los dos y por lo menos para veinte años aún; el tiempo de acabar para siempre”.

Y, finalmente para tranquilidad del lector, la frase que cierra el libro luego de la muerte de Robinson, luego de tan prodigiosa acumulación de excrementos y retenidas lágrimas:

“Un remolcador silbó a lo lejos: su llamamiento atravesó el puente, la esclusa, un trecho más y el otro puente, lejos, más lejos. Llamaba a todas las barcas del río, llamaba a la ciudad entera, al cielo y al campo, nos llamaba a nosotros también, a todo lo que el Sena conducía, a todo... Y que no se diga más”.

Pero estábamos mintiendo. Falta una sola cosa, una adivinanza cuyo premio sólo puede encontrar en sí mismo el lector de Viaje al fin de la noche: ¿por qué el doctor Destouches eligió llamarse Louis Ferdinand Céline?







viernes, julio 20, 2007

«The Matrix, o las dos caras de la perversión», de Slavoj Žižek

Fragmento





Llegando al fin del mundo

Por supuesto, la idea de un héroe habitando un universo artificial completamente manipulado y controlado no es, ni mucho menos, original: The Matrix se limita a radicalizar el tema introduciendo la realidad virtual. En este aspecto, la clave está en la ambigua relación de la realidad virtual con el problema de la iconoclastia. Por un lado, la realidad virtual constituye la reducción radical de nuestra experiencia sensorial en toda su riqueza, ni siquiera a palabras, sino a la mínima serie digital del 0 y el 1 que permite o bloquea la transmisión de la señal eléctrica. Por otra parte, este mismo artefacto digital genera una experiencia «simulada» de realidad que llega a confundirse completamente con la «auténtica» realidad. Esto pone en tela de juicio el concepto mismo de «auténtica» realidad. Como consecuencia, la realidad virtual es, al mismo tiempo, la reafirmación más radical del poder de seducción de las imágenes.

¿La más paranoica de las fantasías americanas no es que una persona que vive en una pequeña e idílica localidad californiana, paraíso del consumismo, de repente empiece a sospechar que el mundo en que vive es un montaje, un espectáculo organizado para hacerle creer que vive en un mundo real, mientras, en realidad, todos los que le rodean no son sino actores y extras de un gigantesco espectáculo? El último ejemplo de esta fantasía es la película de Peter Weir The Truman show de (1998), con Jim Carrey en el papel del oficinista de provincias que gradualmente descubre que es el héroe de una serie de televisión que se transmite las 24 horas. Su ciudad está construida en un enorme estudio de televisión con cámaras que le siguen constantemente. La «esfera» de Sloterdijk aparece aquí literalmente bajo el aspecto de la gigantesca esfera metálica que envuelve y aísla la ciudad entera. La escena final de The Truman show podría interpretarse como una representación de la experiencia liberadora de rasgar el tejido ideológico de un universo cerrado y la apertura al exterior, antes invisible desde el interior ideológico. Sin embargo, ¿no es posible que el desenlace «feliz» de la película (no olvidemos que millones de espectadores de todo el mundo aplauden los momentos finales del show), con la liberación del héroe y, según se lleva al espectador a pensar, su reencuentro con su verdadero amor (¡repitiendo la fórmula de la producción de la pareja!) ideología en su más puro estado? ¿No es posible que la ideología se encuentre en la creencia misma de que más allá de los límites del universo finito existe una «auténtica realidad» en la que hay que adentrarse?

Entre los predecesores de esta idea cabe mencionar a Phillip Dick, con su Time Out of Joint (1959), en la que el héroe vive una modesta vida en una idílica ciudad californiana a finales de los 50 para ir descubriendo que la ciudad es un montaje llevado a cabo para mantenerlo satisfecho... La experiencia que subyace a Time Out of Joint y The Truman show es que el paraíso californiano consumista del capitalismo tardío en su propia hiperrealidad (en cierto modo tan irreal) está carente de sustancia, desprovisto de inercia material. Es decir, no se trata sólo de que Hollywood recree la apariencia de una vida real, carente del peso y la inercia de lo material: en la sociedad del capitalismo tardío, una «vida social real» adquiere en sí misma características de una farsa, con nuestros vecinos comportándose en la vida «real» como actores y figurinistas. La verdad final del universo capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de la propia «vida real», su transformación en un espectáculo espectral.

Dentro del campo de la ciencia ficción, es preciso mencionar también el Starship de Brian Aldiss, en el que dentro de una nave espacial gigante miembros de una tribu viven en un mundo cerrado en un túnel. Este túnel está aislado del resto de la nave por abundante vegetación y la tribu permanece ignorante de la existencia de un universo más allá de los límites del túnel; finalmente, unos niños cruzan los arbustos y llegan al mundo exterior, poblado por otras tribus. Entre otros precursores, quizás con un enfoque más ingenuo cabe mencionar la película de George Seaton, 36 Horas, rodada a principios de los sesenta y que narra la historia de un oficial del ejército americano (interpretado por James Garner). El oficial, que conoce los planes del Día D para invasión de Normandía, es apresado accidentalmente por los alemanes unos días antes de que se lleve a cabo la operación. Los alemanes, aprovechando que Garner está inconsciente desde su apresamiento a causa de una explosión, construyen rápidamente una réplica de un pequeño hospital americano, y tratan de convencerlo de que ahora vive en 1950, que Estados Unidos ganó la guerra y que ha perdido la memoria durante los últimos seis años. Todo ello con la intención de que él les revele los planes de invasión con el fin de prepararse. Por supuesto pronto aparecen grietas en el mundo tan cuidadosamente construido… (¿Lenin mismo no pasó los dos últimos años de su vida en un entorno controlado bastante parecido para el que, como ahora sabemos, Stalin mandaba imprimir una edición especial de Pravda censurando todas las noticias referentes a las luchas políticas y con la justificación de que el camarada Lenin deba descansar y no se debía perturbar su paz con provocaciones innecesarias?).

La idea latente en estas cuestiones, es, por supuesto, la noción premoderna de «haber alcanzado el fin del universo»: en aquellos conocidos grabados, los sorprendidos viajeros se acercan a la pantalla/telón del cielo -una superficie plana con estrellas pintadas encima- la agujerean y van más allá: exactamente lo mismo que ocurría al final de The Truman show. No es sorprendente que la última escena de la película, cuando Truman asciende por las escaleras pegadas a la pared en la que está pintado el horizonte sobre «cielo azul» y abre la puerta tenga un toque definitivamente Magritte: ¿no estará volviendo esta sensibilidad con nuevas ínfulas? ¿No indican obras como el Parsifal de Syberberg, en la que el horizonte infinito también está bloqueado por las proyecciones (claramente falsas) del fondo, que la era de la perspectiva infinita cartesiana está llegando a su fin y que hemos de volver a una especie de perspectiva medieval renovada del universo? Con gran perspicacia Fred Jameson también señala fenómenos parecidos en algunas de las novelas de Raymond Chandler y en películas de Hitchcock. Por ejemplo, la costa del Pacífico en Farewell, My Lovely funciona como una especie de «final/límite del mundo» más allá del cual yace un abismo desconocido; una función similar tiene el vasto valle que se extiende ante nosotros frente a los bustos del Monte Rushmore en la escena en que Eva-Marie Saint y Cary Grant, huyendo de sus perseguidores, alcanzan la cima del monumento: el valle al que Eva-Marie Saint hubiera caído si Cary Grant no llega a tirar de ella. Resulta tentador hablar también la famosa escena de batalla en un puente en la frontera entre Vietnam y Camboya en Apocalypse Now, en la que el espacio más allá del puente se siente como algo «más allá del universo conocido». Y tampoco podemos olvidarnos de una de las ideas predominantes entre las fantasías pseudocientíficas nazis. Según estas fantasías nuestra Tierra no es un planeta flotando en el espacio infinito, sino una abertura circular, un agujero, dentro de una masa compacta de hielo eterno, en cuyo centro está el sol. Según algunos informes, los nazis estaban incluso considerando la posibilidad de instalar telescopios en las islas Sylt para observar América.



El «Verdadero» Gran Otro

Entonces, ¿qué es Matrix? Simplemente el «gran otro» lacaniano, el orden simbólico virtual, la red que estructura nuestra realidad. Esta dimensión del «gran Otro» es la de la alienación constitutiva del sujeto dentro del orden simbólico: el «gran Otro» tira de los hilos, mientras que el sujeto es una expresión del orden simbólico. En pocas palabras, este «gran Otro» es el nombre para designar la Sustancia social, para todo aquello por lo que el sujeto nunca está plenamente en control de las consecuencias de sus actos, es decir, por lo que, en última instancia, el resultado de su actividad siempre es algo diferente de lo que había perseguido o anticipado. Sin embargo, llegados a este punto, es esencial recordar las dificultades con que se topa Lacan en los capítulos clave de su seminario XI para delinear el proceso que sigue a la alienación y que constituye, de alguna manera, su contrapunto: la «separación». La alienación DENTRO del gran Otro va seguida de la separación DEL gran Otro. La separación tiene lugar cuando el sujeto se da cuenta de que el gran otro es en sí mismo carente de sustancia, puramente virtual, excluido, privado de la Cosa - y la fantasía intenta llenar estas carencias del Otro y no las del sujeto. Es decir, intenta (re)constituir la sustancia del gran Otro. Por ello, la fantasía y la paranoia están indisolublemente unidos, la paranoia es, a un nivel elemental, la creencia en un «Otro del Otro», un Otro más que, escondido tras el Otro del tejido social explícito, programa los efectos (que a nosotros nos parecen) imprevisibles de la vida social y, de este modo, garantiza su consistencia. Bajo el caos del mercado, la degradación de la moral, etc… yace la estrategia meditada de la trama judía… Esta visión paranoica se ha visto impulsada por la digitalización de nuestra vida cotidiana en la actualidad: a medida que nuestra existencia social al completo se exterioriza y materializa en el gran Otro que es la red informática, es fácil imaginar a un malvado programador borrando nuestra identidad digital, privándonos así de nuestra existencia social, convirtiéndonos en antipersonas.

Siguiendo en la misma onda paranoica, la tesis que se expresa en The Matrix es que ese gran Otro se exterioriza en un ente que existe en la realidad: el megaordenador. Hay -TIENE que haber- una Matrix porque «las cosas no van bien, se pierden oportunidades, continuamente hay algo que falla», es decir, la idea detrás de la película es que existe un ente llamado Matrix que confunde la «verdadera» realidad que se esconde detrás de todo. Como consecuencia, el problema de la película es que no lleva su «locura» lo suficientemente lejos, al presuponer que existe una «realidad» auténtica más allá de nuestra realidad cotidiana que depende de Matrix. En todo caso, y para evitar un terrible malentendido, hemos de precisar que la idea contraria, es decir, que «todo lo que existe está generado por Matrix», que NO hay una realidad última, sino sólo una serie infinita de realidades virtuales que se reflejan unas en otras, no es menos ideológica. [En las secuelas de The Matrix probablemente descubriremos que el propio «desierto de lo real» está generado por (otra) Matrix.] Mucho más subversiva que esta multiplicación de universos virtuales hubiera sido la multiplicación de las realidades mismas -algo que reprodujese el paradójico peligro que algunos físicos advierten que entrañan los experimentos sobre alta aceleración que se han llevado a cabo recientemente. Es bien sabido que los científicos están tratando de construir un acelerador capaz de conseguir que los núcleos de átomos muy pesados colisionen casi a la velocidad de la luz. La idea es que esta colisión no sólo divida violentamente el núcleo en los protones y neutrones que lo constituyen, sino que también los pulverice dejando tras de sí un «plasma», una especie de sopa energética constituida por partículas quark y gluon sueltas. Estas partículas, ladrillos a partir de los cuales se construye la realidad, nunca se habían estudiado en ese estado, ya que sólo se ha dado una vez, muy brevemente, después del Big Bang. En todo caso, esta posibilidad ha dado pie a un escenario de pesadilla: ¿qué pasaría si el éxito de este experimento produjese una máquina diabólica, una especie de monstruo que devore el mundo con la necesidad inexorable de aniquilar la materia ordinaria que la rodea acabando así con el mundo tal y como lo conocemos? La ironía sería que este fin del mundo, esta desintegración del universo serían la prueba final e irrefutable de que la teoría que se está poniendo a prueba es cierta, ya que absorbería toda la materia a un agujero negro y generaría un nuevo universo, es decir recrearía perfectamente el escenario del Big Bang.

La paradoja es, por lo tanto, que las dos versiones: (1) un sujeto que flota libremente de una realidad virtual a otra como un fantasma, consciente de que todas son falsas y (2) la suposición paranoica de que hay una realidad más allá de Matrix son falsas. Ninguna de las dos versiones capta lo Real. La película no se equivoca al insistir en que hay una realidad tras la simulación de Realidad Virtual; Como le dice Morfeo a Neo cuando le enseña las ruinas del paisaje de Chicago: «Bienvenido al desierto de lo real». Sin embargo, lo real no es la «verdadera realidad» tras la simulación virtual, sino el vacío que hace que la realidad sea incompleta/incoherente, y la función de cada Matrix simbólica es disimular esta incoherencia. Una de las maneras de ocultarla es, precisamente, declarar que detrás de la realidad incompleta e incoherente que conocemos hay otra realidad que no está estructurada alrededor del callejón sin salida de la imposibilidad




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