martes, marzo 20, 2007

“Pan”, de Knut Hamsun

Fragmento



Nada importa para estar contento que el viento ruja fuera y la lluvia golpee en los cristales. Cuanto más densa es la cortina de agua y más la agita el huracán, más pueril y pura es, a veces, la alegría que mece al espíritu; y nos aislamos en ella, y quisiéramos guardar, como algo muy íntimo, la dicha de sentir el alma tibia y confortada en medio del desamparo de la Naturaleza. Sin motivo aparente, la risa nos sube entonces a los labios, y por el pensamiento, estimulándole hacia perspectivas de júbilo, pasan luminosas imágenes sugeridas por los menores detalles reales o ilusorios: un cristal claro, un rayo de sol quebrándose en la ventana, un pedacito de cielo azul: no hace falta más. En otras ocasiones, en cambio, los más bulliciosos festines no logran arrancarnos de nuestro éxtasis taciturno, y en pleno baile permanecemos fríos, indiferentes. Esto se debe a que la fuente de nuestras alegrías y de nuestras tristezas está en lo más profundo de cada ser.

Me acuerdo ahora de un día que fui hasta la playa, y sorprendido allí por la lluvia, me refugié bajo el cobertizo donde se guardaban las lanchas, y me puse a tararear, en espera de que terminase el chubasco. De pronto, Esopo irguió la cabeza, y muy poco después oí voces aproximarse. Dos hombres y una muchacha, también en demanda de refugio, entraron con gritos.

—De prisa. ¡Aquí tenemos sitio!

Yo cesé de tararear y me levanté. Uno de los hombres llevaba una camisa floja, arrugada por la lluvia, sobre cuya pechera fulgía un grueso alfiler de diamantes. Este detalle y los finos zapatos que calzaba le daban un imprevisto aspecto de elegancia. Era el señor Mack, el primer comerciante de Sirilund, y lo saludé por haberlo visto varias veces en el establecimiento de donde solía surtirme de pan. Más de una vez me había instado a ir a visitarlo, sin que hubiese deferido aún a su invitación. Al verme, dijo:

—Hombre, llegamos a territorio amigo. Pensábamos ir hasta el molino; pero la lluvia nos obligó a retroceder, ¡Vaya clima! ¿Cuándo tendremos el gusto de verle por Sirilund, señor teniente?

Me presentó el hombrecito de barba negra que lo acompañaba —un médico de los alrededores—, y mientras tanto, la señorita que venía con ellos se alzó a medias el velo y se puso a hablarle en voz baja a Esopo. Casi sin querer observé, por los ojales y los dobleces de su corpiño, que llevaba un traje viejo y teñido. El señor Mack me presentó poco después a ella: era su hija y se llamaba Eduarda. Tras de dirigirme una mirada casi furtiva al través del velo que aún nublaba sus ojos, volvió a dedicarse otra vez al perro, y se puso a leer la inscripción grabada en el collar.

—¿De modo que te llamas Esopo? Díganos quién era Esopo, querido doctor. Yo sólo me acuerdo de que era frigio y de que escribía fábulas.

No cabía duda; tenía ante mí una muchachuela, una niña casi; y mirándola bien pude convencerme de que, a pesar de su estatura, no pasaría de los dieciséis años. Sus facciones eran vivaces, sus ojos llenos de reflejos y sus manos morenas debían ignorar la prisión de los guantes. Al oírla no pude menos de sonreír a la idea suspicaz de que sabía de antemano el nombre de mi perro, y había consultado un diccionario para lucirse cuando llegara la ocasión. El señor Mack inquirió amablemente acerca de mis gustos de cazador, y puso a mi disposición una de sus lanchas, diciéndome que el día que quisiese utilizarla podía hacerlo sin nueva oferta. El doctor no pronunció ni una sola frase, y cuando nos separamos vi que cojeaba ligeramente, aun apoyándose en su bastón. Regresé a casa de humor melancólico, y mientras preparaba la cena volví a tararear la tonada que acudía tenaz a mis labios. Aquel encuentro no había dejado la menor huella interesante en mí, y lo más vivo en el recuerdo era la camisa arrugada del señor Mack y el alfiler de diamantes, al que arrancaba el día lívido luces amarillentas.




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