jueves, marzo 22, 2007

"Jugadores", de Don Delillo

La Película
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Alguien dice: “Los moteles. Me gustan los moteles. Ojalá fuera propietario de una cadena de moteles repar­tidos por todo el mundo. Iría de uno a otro y del otro a un tercero. Así me sentiría realizado”.

Las luces del interior del aparato se atenúan. En el bar, con su piano, todo el mundo permanece momentá­neamente inmóvil. Es como si cayeran por vez primera en la cuenta de cuántos sistemas de componentes mecá­nicos y eléctricos, qué exactitud en la gestión de las pre­siones, unidades de potencia, impulso consolidado y energía han sido necesarios para reducir la sensación de volar a este rudimentario temblor. Al otro lado de las ventanillas no queda ni un ápice del crepúsculo. Cuatro hombres, tres mujeres habitan ese espacio especial de movimiento en suspenso. El único ruido que se oye es el zumbido. Un segundo de oscuridad, cuanto hemos disfrutado hasta este instante, ha sido suficiente para in­tensificar el vínculo implícito que, más aún que la dis­tancia, la velocidad, el destino, hace de cada viaje algo misterioso que es preciso descifrar en conjunto, por me­dio del talento de los viajeros, todos ellos paulatinamente al tanto del código de reconocimiento de todos los demás. En la cabina, ahí delante, ha terminado la co­mida, está a punto de empezar la película.

Al volver a encenderse las luces, el hombre sentado al piano comienza a tocar una melodía. Sentada cerca de él hay una mujer que frisa la treintena, de cabello cla­ro, desdichada por estar volando. Hay un hombre a su izquierda, que sostiene el borde de su vaso contra el la­bio inferior. Está claro que van juntos, una pareja, so­portándose el uno al otro.

La azafata pasa de largo con almohadas y revistas, echando un vistazo a la cabina, a la pantalla de proyec­ción, donde los créditos de la película se superponen a una imagen fija de un campo de golf, luz de primera hora del día. Cerca de la entrada del bar del piano, a poco más de tres metros del piano, hay dos sillones se­parados por un cenicero de pie. En ellos se sienta otra pareja evidente, hombres en este caso. Los dos miran al pianista, disfrutando por adelantado del placer produci­do por cualquier comentario que sugiere su elección de las melodías.

La tercera mujer está sentada al fondo del comparti­mento. Come anacardos que se mete en la boca y acom­paña con un ginger ale. Tiene cuarenta y pocos años, vis­te con indiferencia. Nada más sabemos acerca de ella.

Sin auriculares, claro está, los que se encuentran en el bar del piano no son capaces de oír la banda sono­ra de la película que se proyecta. Luz de primera hora, algo de neblina, superficies bruñidas por la humedad. Al desaparecer el último de los rótulos de los créditos, la banderola que señala un green a lo lejos ondea ligera­mente y aparecen varios hombres, golfistas con toda su parafernalia, por la izquierda de la pantalla.

A tientas, aún sin saber a qué carta quedarse en esos momentos todavía introductorios, el pianista en realidad interpreta una banda sonora característica de una pe­lícula muda. Es algo que divierte a los demás, aunque sus sonrisas y sus gestos no se dirigen a nadie en concre­to, se dejan llevar por la corriente, sin rumbo fijo, como sucede entre los viajeros en los primeros compases del viaje. Sólo la azafata parece molesta por los límites de esa asociación lógica entre música y película. Cierto, la pe­lícula que ven es en efecto una película muda. Pero ella da la impresión de haber vivido con anterioridad esa misma rutina.

Entre el bar del piano y la pantalla, las hileras de asientos parecen estar desiertas, sin que asome una sola cabeza por los altos respaldos mecánicos. Damos por hecho que allí hay personas sentadas, inmóviles, satisfe­chas al observar las imágenes que se proyectan.

La mujer que está cerca del piano comienza a bos­tezar de un modo casi compulsivo, un ataque de algo no muy agudo. Bosteza en los aviones como bostezaba (adolescencia) segundos antes de subirse en una monta­ña rusa o (primera juventud) cuando marcaba el nú­mero de teléfono de su padre. Su acompañante, con una brusquedad estilizada, de naturaleza adecuadamente chaplinesca, alza el pie izquierdo por detrás y le propi­na un leve puntapié en el trasero, acto concebido con tal exquisitez que ella se ríe en pleno bostezo.

Los golfistas siguen caminando en la pantalla, siete u ocho en total, todos ellos blancos, varones, orondos, varios al volante de sus carritos de golf, salvando despa­cio los baches y las acumulaciones de hierba en fila india. Son de mediana edad y visten esa suerte de ropa deportiva más bien llamativa y descarada que suelen gastar los hombres de los barrios residenciales acomo­dados en los fines de semana, prendas de colores tan chillones que podrían servir como perfecta ilustración de la estupidez propia de la segunda infancia.

El pianista añade un elemento de suspense a su se­cuencia sonora. Su rostro, aunque arrugado en torno a los ojos, ha tardado en perder una apariencia de fran­queza atractiva, el emblema objetivo de una competen­cia moral que solemos relacionar con los jóvenes que se dedican a la cerámica o a la investigación submarina.

Superficies húmedas, brisa suave, la neblina que se despeja poco a poco. Los golfistas se apiñan en torno al tee de salida de un hoyo y los integrantes de un impro­visado equipo de tres practican por turnos el swing, contorsionando todo el cuerpo al seguir el vuelo de la bola. La ponen lejos, en plena calle, mientras sus compañeros practican también sus swings, uno de ellos (cárdigan amarillo) se coloca la cabeza del palo en el sobaco y fin­ge apuntar con el palo, brevemente, cual si fuera un arma de fuego, un instante totalmente improvisado y ensombrecido por un entorno de actividad circundante.

El mayor de los homosexuales se inclina sobre el ce­nicero para dar a su acompañante un codazo teatral. El pianista también se ha percatado del gesto casi disimu­lado del golfista del cárdigan amarillo, y responde a él con una serie de acordes graves. Trascendencia, pre­sagios.

Vale la pena reseñar que paisaje y paisanaje se ven desde el particular punto de vista de una lente de largo alcance. Es toda una lección sobre la intimidad de la le­janía. En este contexto, el espacio parece no tanto una experiencia intuitiva cuanto una serie de densidades re­lativas. Interviene en bloques compactos. Lo que comparte la cámara con quienes miran la escena es una apreciación de la astucia óptica. La sensación de ser in­visible. El público como testigo privilegiado.

La música del piano, banda sonora sustitutiva, así como vehículo de comentarios autónomos, comienza a expresar un mayor grado de (maliciosa) aprensión que se funde a pedir de boca con la secuencia de tomas cro­nometradas al milímetro, siendo cada una minimamen­te más breve que la anterior, insinuación de que ese acontecer rutinario está próximo a ceder paso ante una presión imprevista.

La mujer más joven ha logrado contener sus boste­zos. El hombre que tiene al lado se estudia las uñas de la mano derecha. Lo hace con los dedos doblados so­bre la palma y el pulgar extendido. La mujer, sin apartar los ojos de la pantalla, alarga la mano, lo agarra del pul­gar y se lo tuerce hacia atrás. Él levanta la mirada y pone los ojos en blanco. Al poco comienza a emitir un soni­do que él, o quizás los dos, hacen cuando les inquieta la angustia, una decisión crítica, un pavor innombrable, la perspectiva de atender a unos aburridos invitados a una cena, su trabajo, el trabajo de ella. La mujer del fon­do sigue mirando inexpresiva. Es un ronroneo prolon­gado, marcado por el murmullo de la «m».

Los golfistas, en esa apacible mañana de verdor, se concentran en el juego. Juntos de nuevo en una de las calles del campo, parecen posar momentáneamente con la gloria de una corporación ante una bandera lejana. Es ahora cuando eso que sigue oculto y vigilante, esa conciencia especial e implícita en la lente de largo al­cance, ha de manifestarse.

De espaldas a la cámara, un hombre sale de la ma­leza y se planta en primer plano, a un centenar de metros de los golfistas. Cuando se vuelve para hacer una señal a alguien, resulta evidente que sostiene un arma en la mano, un rifle semiautomático. Tras hacer la se­ñal vuelve a acuclillarse. Uno de los golfistas escoge un hierro.

Otro hombre sale de los matorrales y se pone en píe. Desconocemos su situación precisa respecto a los demás. Mira a la cámara. A sus espaldas, el bosque. Vis­te abigarradamente: gorra de béisbol con la visera le­vantada, chaleco desgastado, de cachemira, camisa de trabajo, cinturón cuartelero, pantalones blancos con las perneras por dentro de unas botas altas. Le atraviesan el pecho dos cananas en bandolera. Lleva un Enfield re­cortado.

La lente de largo alcance enfoca a un hombre y una mujer de pie sobre una pequeña colina. Más acordes graves. Acumulación de la fatalidad. A esa distancia pa­recen recortados en el cielo, inmóviles, los dos con sus rifles. Otra mujer, en un plano mucho más corto, se en­cuentra sola en uno de los bunkeres de arena que jalo­nan la calle, descalza, con una camiseta de tirantes y unos pantalones de gamuza. Tiene una pierna doblada y carga todo el peso en la otra, la izquierda. Sostiene un machete apoyado en el hombro derecho.

El pianista se desplaza sobre la banqueta y se enca­rama un poco para ver mejor la pantalla, sin que se le extravíen los dedos del teclado. El primero de los terro­ristas comienza su larga carrera por la calle.

La mayor parte de lo que sucede a continuación ocurre a cámara lenta. Se ve correr uno por uno a los te­rroristas, que salen a campo abierto y avanzan hacia los golfistas. Por su juventud, por su atuendo desaliñado, de vaqueros y cuero, por sus carreras, no dejan de representar una especie de lírico interludio. La anormal velocidad a que se mueven sus cuerpos los hace parecer seres ingrávidos, casi animales que avanzan a duras pe­nas hacia una transición fundamental, la belleza incom­parablemente tosca como resultado de una tensa activi­dad física y detallada con esmero. En el cerro queda una sola figura, el hombre, con las manos en los bolsillos y el arma bajo un brazo.

El primero de los corredores abre fuego al aproxi­marse al grupo. Cae un hombre vestido con un jersey, se le caen de los bolsillos varias pelotas de golf. Los terro­ristas tratan de aislar a sus víctimas de una en una, a lo sumo de dos en dos, han matado a tres hombres casi de inmediato. Los cuerpos caen al suelo a cámara lenta. Hay sangre en las bolsas de los palos de golf, en los za­patos blancos, en los pantalones de cuadros escoceses. Varios hombres tratan de huir a la carrera. Uno enarbola el palo y es alcanzado en la entrepierna por el hombre que dispara el Enfield. Cae en una charca cuya superficie nubla la sangre. La azafata sirve combinados a la pareja de hombres, y un ginger ale a la mujer del fondo.

Hasta ahora ¡a música de película muda no revela el extremo al que llega su verdadera relación con los suce­sos que se despliegan en la pantalla. Al glamour de la violencia revolucionaria, al secreto anhelo que evoca en la más dócil de las almas, el brillante tintineo del piano aporta una ironía demasiado atinada para pasarla por alto. La simple inocencia de la música socava los ci­mientos del terror fotogénico, reduciéndolo a una vacua espiral.

Aquí se nos incita a recordar algo, aunque este acto memorístico podría ser más mítico que subjetivo, un carrete de sueños de Biografía. Flota a través de noso­tros. Pianos de pared en un millar de máquinas de dis­cos. Romance palpitante, comedia desternillante, sus­pense del que nos tiene en vilo. La historia, si así de ingrávida es, se lo suele pasar en grande, según nos en­teramos, en lucha con la carga que lastra el presente.

En el bar del piano ríe el reducido público que se ha congregado, salvo la mujer que bebe ginger ale. A pesar de la fascinación de la cámara por las lozanas risas de esos hombres claramente prescindibles, la escena se vuelve algo confusa debido al melodramático piano. Nos vemos precipitados a una ambigüedad humorística y grotesca, un espectáculo en el que personajes ridículos hacen cosas espantosas a unos idiotas de remate.

No es inconcebible que lo que dé más comicidad a todo esto (para algunos) sea la naturaleza del juego. El golf. Una ronda anal de precauciones escrupulosas y mezquinos pesares. Ver masacrar a unos golfistas, con un trino de arpegios y otros ornamentos, parece provo­car a los del bar del piano, como mínimo, una risa sar­dónica.

Los cuerpos reciben los balazos en la arena o entre la hierba alta que flanquea las calles. Si todo resulta un poco como una de indios y vaqueros, pues tanto mejor. Uno de los golfistas trata de escapar al volante de su ca­rrito, introduciéndose en el bosque. La joven del ma­chete emprende la persecución balanceando los brazos a cámara lenta, con la melena al viento.

El pianista introduce un tema de caza. Su cara de adolescente burlón modula con gran cuidado cada son­risa: una mueca por aquí, un estremecimiento por allá. A fin de cuentas, la violencia es experta y es intensa. Sus compañeros de vuelo ríen cuando el carrito de golf vuelca por una cuesta y la mujer resbala al perseguirlo, alzando despacio el brazo para asestar un machetazo de revés. El hombre trata de huir a gatas. Ella camina con aplomo junto a él, y le clava el arma en la espalda y el cuello. Ahí, la música de caza deja paso a un lamento li­gero. La mujer deja el machete en el cuerpo y vuelve donde están los otros.

El hombre que había permanecido en lo alto del ce­rro echa a caminar ahora hacia el escenario de las re­cientes muertes. Es el lumínico ángel de la liberación, con gorra de visera e impermeable negro, proveniente del sol. Lleva manchas de betún bajo los ojos, y una gruesa capa de pigmento blanco en la frente y las meji­llas. Los otros se plantan en derredor y respiran hondo, conscientemente atentos a nada más que su propia y exaltada fatiga. Él aparta de sí la recortada, tan en para­lelo a su cuerpo como le resulta humanamente posible, con el cañón hacia arriba. Los golfistas están tirados por todas partes. Los vemos de encuadre en encuadre, raja­dos de parte a parte, paquetillos de laca. El cabecilla de los terroristas, el jefe, el mandamás, dispara varias sal­vas al aire, un rito de sangre o una proclama apasiona­da. Buster Keaton, dice el piano.

Y ahora la azafata sirve bebidas a quienes las nece­sitan y todo el mundo paulatinamente se desplaza a dis­tintos puntos del bar del piano, manifiesta la pérdida de interés por la película en su intranquilidad poco menos que sistemática. Así trastornada la configuración, calla el piano, se hace caso omiso de la película, se tiene la impresión de que los sentimientos se han vuelto hacia dentro. Recuerdan que están en un avión: son viajeros.

Sus verdaderas vidas siguen estando allá abajo, e inclu­so ahora mismo vuelven a ensamblarse las piezas, invo­cando esta misma carne del aire, en el correo que espe­ra a que se abra, en los teléfonos que suenan, en el pa­peleo sobre las mesas de las oficinas, en la ocasional pronunciación de un nombre.

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