Encubierto en el asombro de una nube, guardo espejos y pinceles, ante el frío arrojo de unos cuantos dioses peregrinos. En plena desnudez comparto el viaje de sus alas, cansado en los fermentos de sus libaciones. Si recorro el bosque, más allá de las montañas, enfrento el cuerpo flácido de Louise, senos mustios que no se comparan con los cuerpos de las elegidas. Se restriegan unos contra otros, otras contra ellas, se remuerden, tuercen, sufren, gritan, gimen. Se recuestan, encuclillan, lamen, y se dejan discernir por el mármol fálico.
Al costado fríen huevos, cebollines y tomates. Los demás reponen fuerzas, duermen siestas tras el carromato de la entrada, brillan como el sol bajo la cera de sus cuerpos, bajo el liso vientre de doncellas que permiten ser violadas, sólo por el gusto de sentir esa violencia. Una fuerza leve y constante que las lleva hasta otro tiempo, en que se esforzaron por ser, o parecer, de otra prestancia.
El camino de regreso es arduo. Bajo el sol ardiente y meridiano, me preparo antes de llegar. Imagino el culo encima de la alfombra, su entrepierna seca y sus pelos duros entremezclándose en la entrada, haciendo más difícil el intento de ingresar. Louise me ama, lo sé, pero es imposible, cada tanto, o siempre, concentrarme en ella. Y vuelvo y vuelvo a la escena de los dioses, como si estuviera henchido de la piedra; como si su culo ajado fuera el de Atenea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario