martes, enero 02, 2007

"La hora del asco", de Roberto Brodsky



Son una vergüenza. Dan asco. No exactamente los pinochetistas, de los cuales cabe esperar homenajes y elegías, sino los otros. Da asco la columna de Pato Navia ponderando en el diario La Tercera la obra refundadora de un dictador cuyos delitos de sangre y venalidad han sido ampliamente acreditados por la justicia internacional. Pero también dan asco los panelistas de Tolerancia Cero que se muestran implacables contra la corrupción de medio pelo, pero que evidencian una tolerancia infinita para referirse a Pinochet con eufemismos y pasitos de esgrima. Dan asco los noticieros, la propaganda militar, el kitsch de la dictadura con sus viejos estandartes, recuerdos, anécdotas de cómo nos enriquecimos mientras una parte de la población permanecía en el exilio, en la cárcel, o atemorizada en sus casas. Así cualquiera cambia el país, Navia; lo cambia y se lo roba. Así cualquiera. Qué vergüenza. El especial de La Segunda a cargo de Gonzalo Vial es un asco de principio a fin. Y los foros, con esos panelistas aterrorizados de llamar dictador a un dictador, ladrón al ladrón, terrorista a un promotor del terrorismo de Estado. Con ecuánimes palomas quieren despedir al que los escupió en la cara.

¿A qué le tendrán miedo? ¿A quedarse sin pega? ¿A perder rating? Son una vergüenza. Dan asco los especiales de prensa que El Mercurio y Copesa echaron a la calle para historiar la muerte del militar más sangriento de la historia de Chile, cómplice en los crímenes de sus propios camaradas de armas y quien celebró como un ahorro fiscal el hallazgo de dos y más cadáveres en un mismo ataúd cuando se revelaron las tumbas clandestinas del régimen. ¿No se darán cuenta que al hacerlo entonan loas al sentimiento de venganza? ¿Qué están promoviendo una justificada patada en el culo cuando no un pistoletazo cada vez que vuelven a humillar a esos familiares con sus crónicas de alabanza? No, tienen que llorar para darse cuenta. Y en la Escuela Militar, ¿acaso todavía no saben leer para informarse de que el último comandante en jefe antes de Pinochet fue Carlos Prats, quien voló por los aires con un bombazo digitado desde Chile? Honores de Comandante en Jefe a un gorila golpista es cosa de asco, de vergüenza, pero así es. ¿Qué país escondido revela la muerte de Pinochet? Da pánico prestar atención a la incapacidad ya no política de los dirigentes concertacionistas, sino simplemente cívica para deslindar el bien del mal, como si no existiesen ya esas categorías: matar empata con modernizar, torturar oponentes empata con exportar manzanas, gobernar por el miedo empata con redactar una nueva Constitución.

¿De qué están hablando estos papeluchos del equilibrio? ¿Qué país es éste que da asco leer la prensa, ver la tele, escuchar la radio? ¿Por qué están todos de acuerdo en respetar la memoria penal de un tirano? Qué asco, qué complejo arrastran para dejarle a la historia, es decir a los otros, un juicio condenatorio que los tribunales escamotearon una vez más, tal cómo Carlos Cerda tuvo de el buen criterio de señalar en medio de la opereta funeraria.

Porque se trata de esto, finalmente. Augusto Pinochet falleció el 10 de diciembre en la más absoluta impunidad penal, y sólo Belisario Velasco, vaya por donde, fue capaz de orientar a la opinión pública de manera sintónica con los sentimientos de la gran mayoría, y si no, al menos con los valores que se supone sostienen a una democracia: respeto a las minorías, libertad de expresión, elección libre e informada, transparencia y probidad en el gasto público. Pinochet repitió de curso en todas estas materias de Estado, pero hete aquí que el burro es homenajeado por testarudo. Vaya democracia la que nos legó el cabrón. Un asco, una vergüenza para todos.

Contra lo que puedan pensar quienes todavía están leyendo esta columna, la muerte de Pinochet no me alivia de nada. La pérdida no de vidas, sino de nociones comunes para entenderse o disentir, es irremontable, tal como lo hemos visto en estos días. Nada nos devolverá lo extraviado bajo la bota. Recuerdo a un amigo que perdió a su padre, fusilado en Calama por la Caravana de la Muerte, y me contó su sentimiento de inutilidad cuando Pinochet quedó preso en Londres. Los oponentes festejaban la medida, intercambiaban mails, alentaban la extradición a España, pero él había quedado frío. Ni la horca que colgó a Mussolini salvaba su distancia. Esto puede ser un argumento para las columnas de Hermógenes a favor de la impunidad, pero no importa: se lo regalo como la muerte del sapo. El resarcimiento es un concepto judicial, no humano. Y el tema de Pinochet, que es el tema del odio en Chile, trata de vidas humanas.

Qué quieren: soy nacido el '57, fui educado en una democracia representativa, mi padre era comunista y me llevaba de la mano el año '63 a ver los actos de Frei Montalva para enseñarme a escuchar opiniones distintas a la suya. A los 15 años se acabó la lección. Pertenezco, según una encuesta publicada recientemente en La Tercera, a ese minoritario 20% de la población que sabe distinguir entre un dictador y un presidente, un militar y un criminal, un hombre que ladra y otro que piensa, un lamebotas y un liberal. Somos minoría en el país, sin duda. Y a mucho orgullo. Presumo que para esa minoría no es la hora de festejar ni de llorar la muerte de Pinochet. Es la hora del asco, de la vergüenza.



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