martes, diciembre 12, 2006

“Stalker, un viaje metafísico”, de Rafael Miret Jorba




Digamos, de entrada, por si alguien no conoce todavía la personalidad de Tarkovski, que se trata de un director de extraordinario rigor y loable obstinación, empeñado en nadar a contracorriente de las modas imperantes, con el consiguiente riesgo que ello supone para la rentabilización y continuación de su obra. Stalker, como anteriormente Solaris, se inscribe en el campo de la ciencia-ficción, denominado en este caso por algunos críticos “conciencia-ficción”, puesto que nada hay más alejado de los infantilismos pirotécnicos de Lucas y Spielberg que la honestidad intelectual y la audacia artística de Tarkovski. Adaptación libre de una novela de los hermanos Boris y Arkadi Strugatski, reputados autores del género fantástico y a la vez guionistas del film, Stalker describe la expedición de un escritor y un científico, acompañados de un guía, a una misteriosa zona donde años atrás cayó un meteorito, y en la que existe una “cámara de los deseos” en la que éstos se materializan con sólo exponerlos. Dicho esquema argumental, de notoria simplicidad, se transforma sin embargo en manos del director en un viaje iniciático que desembocará en un complejo laberinto, en el que lo que en realidad se está explorando es la propia personalidad de los “exploradores” y su aguda crisis existencial.

La denominación de la actividad del protagonista, que a su vez da nombre al film, proviene del verbo inglés “to stalk” (acechar, seguir los pasos). Y será furtivamente, desafiando a las autoridades, y a sus fuerzas de represión, como el “stalker” conducirá a los dos viajeros, conocidos como el Profesor y el Escritor, a la zona prohibida. La finalidad del Profesor no es otra que la de hacer volar la quimérica “cámara” por temor a que un nuevo dictador esquizoide, como los que la historia conoció durante la última guerra mundial, consiga entrar en el recinto y ver realizados sus deseos. La del Escritor, más oculta, es la búsqueda de un “algo” indefinido, que ni él mismo sabe exactamente lo que es, pero que se intuye que puede liberarle del cansancio y del vacío que a duras penas puede ocultar tras la fachada de su triunfo público como profesional de las letras. Ambos, en el fondo, están empeñados en una personal “búsqueda de la verdad”, objetivo al que tanto el científico -por medio de la física- como el literato -por medio del arte- han dedicado su vida.

No es difícil reconocer en la personalidad de los dos hombres, y en la del guía, igualmente angustiado y padre de una niña parapléjica a causa de las radiaciones de la zona, el desasosiego y la tortura interior característicos de los héroes de la literatura rusa y en especial de Dostoievski. La búsqueda de las verdades esenciales, de una fe perdida y de una incierta esperanza tiene, evidentemente, un cariz espiritual y místico, por más que al final del camino no se encuentre el Dios cristiano -aunque la insólita aparición del Escritor “coronado de espinas” resulta una referencia directa a la iconografía religiosa cristiana-, sino el absoluto, algo muy parecido a un misticismo laico. Como era previsible desde un principio, la larga y tortuosa trayectoria de los protagonistas se ve jalonada por el fracaso. La debilidad propia de su falta de fe hace que permanezcan inmóviles, impotentes, ante la “cámara de los deseos”, cuyo umbral no conseguirán atravesar, como no lo conseguían tampoco los burgueses moradores de la calle Providencia en el buñueliano Ángel exterminador.

Como de costumbre también en la mayoría de las road stories, de las que Stalker es una de sus múltiples variantes, la finalidad del viaje no reside tanto en la consecución de una meta, que difícilmente logra alcanzarse, como en el viaje en sí mismo, convertido en una indagación sobre las motivaciones de los participantes en la expedición. Una expedición que en el caso del film que nos ocupa se desarrolla en un entorno de pesadilla kafkiana, tal vez no muy diferente del laberinto de incomprensión y de absurdo que Tarkovski ha tenido que sortear con la Administración soviética, hasta tomar la decisión el pasado año de quedarse a vivir en Europa. En el asfixiante y obsesivo ambiente de La Zona, delimitada por un paisaje de contornos variantes y de cambios atmosféricos imprevistos, los ruidos -chapoteos, puertas chirriantes, trenes, disparos- adquieren una especial preponderancia y ahogan las escasas notas musicales (Se intercalan, inesperadamente, algunos compases casi inaudibles de “La cabalgada de las Walkirias”, el “Bolero” de Ravel y el “Himno a la Alegría”). La calculada sordidez de los parajes, cuyos decorados son obra del propio Tarkovski, añade a la escena resonancias de apocalipsis nuclear. Hundidos en el agua y recubiertos de moho, diversos objetos heterogéneos -monedas, páginas arrancadas de un libro, armas, imágenes religiosas, utensilios domésticos- componen un enigmático museo acuático que guarda en su fondo los restos de una civilización perdida o a punto de desaparecer.

De regreso a casa, el “stalker” se lamenta con su esposa de que “ellos no creen en nada” y le manifiesta su propósito de no volver más a La Zona, ni siquiera con ella, por temor a que el fracaso se repita de nuevo. Por su parte, su esposa, en un inesperado monólogo ante la cámara, confiesa al espectador la frustración de su matrimonio y el escaso carácter de su marido, aunque admita que “siempre es mejor una felicidad amarga que una vida triste y gris”. Ambos, sin embargo, se equivocan en parte por cuanto la esperanza de que carecen los adultos la posee la hija inválida -cuyas apariciones son en color o sepia, al igual que las de la zona mágica, en contraste con el oscuro blanco y negro del resto del film-, y que consigue mover los objetos con la simple fuerza de su mirada. Las secuencias del comienzo y del final del film se repiten de forma simétrica: a la acción de levantarse, vestirse y marcharse del protagonista, se contrapone la de entrar en la habitación, desvestirse y acostarse. Si en las primeras imágenes un vaso se deslizaba sobre una silla, en las últimas, dos vasos se mueven sin que nadie los toque por la superficie de una mesa. Una diferencia fundamental separa sin embargo ambos fenómenos: el primero se debía únicamente a la vibración producida por el paso casual de una locomotora, el segundo, en cambio, es obra de la mirada de la niña. El extraño milagro de la fe.


 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Creo que debo corre a buscar Stalker a mi videoclub favorito (que por cierto no suele ser ese empezado en Block y terminado en Buster), no sólo porque para no saber el final no leí el final del artículo, sino además porque me apetece últimamente todo lo moderno y todo lo ruso..metamos a Dostoievsky en el saco y queda un perfecto paquete navideño...¿será ese mi regalo?
En fin, espero que la revista siga cundiendo, quedé pegada con "El almohadón de plumas", después de todo la razón de tocar afanosamente las almohadas y preguntar tímidamente "¿de qué está hecho esto?"
Un saludo,
les espero en...

http://chiquillaolvidadiza.blogspot.com