La irrupción de la literatura norteamericana cuenta entre los fenómenos definitorios del período comprendido entre 1900 y 1950. Antes de 1900 se registraron casos aislados de penetración norteamericana en el ámbito literario, pero tales ejemplos (El último mohicano, Poe, La letra escarlata, Mark Twain) son excepcionales y contrastan con la ignorancia padecida respecto a los demás escritores de aquel país. Un novelista tan grande como Melville sólo en recientes décadas logró vigencia universal. La situación fue cambiando por sus pasos contados a lo largo del siglo actual, de suerte que hacia 1925 la novelística y el teatro americanos atrajeron en bloque la atención de las minorías influyentes, y en ocasiones determinaron la formación de lo que pudiéramos llamar el gusto de la época. En los años veinte son traducidos y muy leídos en múltiples lenguas los escritores “realistas”, equipo de novelistas que, con todas las reservas derivadas de situaciones no sólo distintas, sino opuestas, es algo así como nuestra generación del 98. Esta semejanza la observó ya Maurice E. Coidreau. Los españoles en el desastre y los americanos bajo la prosperidad, advirtieron los gérmenes de corrupción existentes en sus sociedades respectivas y para ponerla al descubierto denunciaron los factores de descomposición. En Hawthorne y en Melville, el gran tema, el tema del pecado era estudiado sin apenas tener en cuenta las circunstancias exteriores -las luego llamadas condiciones sociales-, siquiera no pudieran menos de manifestarse e influir en los acontecimientos. En los insustanciales apologistas que les sucedieron se desvaneció el interés por la realidad de la vida americana: su versión de la comunidad patria era exaltadora y acrítica; vivían en el mejor de los limbos, tan despegados como posible de las contingencias cotidianas. Y justamente al comienzo del nuevo siglo, en 1900, aparece Theodor Dreiser, cuyo talento habría de culminar en 1926 con Una tragedia americana. Dreiser se niega a seguir viviendo los lugares comunes amables y fáciles, rechaza el optimismo convencional de los apologistas y se instala en la realidad, observándola de cerca y llevándola a sus libros sin ceder al impulso embellecedor. Dreiser es el padre de un movimiento en donde pueden ser incluidos, sin forzar las cosas, novelistas de tan dispar talento como Sherwood Anderson, John Dos Passos, Sinclair Lewis, James Farrell y Edith Wharton.
Esta generación de “realistas” se lanzó vigorosamente sobre las letras europeas, infiltrando en ellas pasión de verdad y sustancia de problemas sociales. Sus novelas pretenden superar la problemática tradicional. No resulta sencillo sintetizar en una frase la aportación de la literatura norteamericana; gracias a ella -diré- nos sentimos en contacto más directo con las cosas tal cual son, en su sencillez y en su complicación con las fuerzas de la naturaleza y los problemas de la vida. Esta literatura, originada en buena parte por el sentimiento de protesta, es predominantemente espiritualista. Aun en los casos de naturalismo más crudo conserva fe en los valores espirituales. Stephen Spender, en su perspicaz examen de la situación del escritor americano, señala que a éste no sólo le sublevan las injusticias, sino también la vulgaridad, la comercialización, la propaganda, el materialismo. El realismo de Dreiser y Lewis está sustentado, paradójicamente, por un espiritualismo trascendente, que, oculto en hondas capas de la vida americana, constituye parte auténtica de su ser. En Ernest Hemingway, representante de la “generación perdida”, y en Scott Fitzgerald, cuya figura está siendo revalorizada, tras años de olvido, ese idealismo resplandece en la invención de personajes tan “románticos” como el Robert Jordan de Por quién doblan las campanas y El gran Gatsby, de la novela así titulada. La conjunción de observación realista e idealismo infunde en la literatura del periodo un aroma inconfundible, y, cuando el equilibrio se consigue, da lugar a obras de calidad. La penetración de la literatura norteamericana fue facilitada por esa fuerza de choque: la novela realista, de Dreiser a Dos Passos. A través de la brecha pasaron otras creaciones y ahora el público universal empieza a percatarse de la variedad y anchura del continente descubierto; de O'Neill a Henry James, de Robert Frost a William Faulkner, de Santayana a Joseph Warren Beach, esta literatura emerge lentamente y no siempre (como parecía lógico) son las cimas lo primero que se ve. La tentativa de sintetizar, de fijar tanta riqueza en cuatro o cinco características, carece de sentido. Cabe señalar la corriente rebelde y no conformista de Dreiser y sus continuadores; mas junto a ella hallamos constante y densa la conservadora y tradicionalista, fuertemente impregnada de religiosidad, cuyo portavoz más ilustre es hoy el britanizado T. S. Eliot.
En cuanto a la novela norteamericana, considerada en bloque, no parece prudente señalar notas distintivas; difícil sería que unas y las mismas convinieran a Henry James, William Faulkner y Hermann Melville. Imposible englobar genios tan disímiles en un esquema coincidente. Ateniéndonos a los realistas podrían apuntarse tres o cuatro rasgos comunes: la violencia, el pesimismo, la rebeldía y el enfoque directo. Y también éste, visible en Melville y Faulkner: la obsesión de lo trágico. Entiéndase que la rebeldía unas veces tiene carácter social y otra significación metafísica.
Las aportaciones técnicas de los narradores americanos lograron singular fortuna entre sus colegas europeos. Sin entrar en detalles, recordaré las principales: la técnica de intrigas enlazadas o relatos superpuestos; la incorporación al relato de sucesos reales (las “actualidades” de Dos Passos); el pluralismo de escenas con frecuente cambio de perspectiva; la elusión de acontecimientos importantes (llevada en Faulkner a un punto extremo de virtuosismo y eficacia); la penetración en el tiempo de modo opuesto a su curso normal: del presente se retorna al pasado por sucesivas calicatas (en Luz de agosto o en Estruendo y furor las últimas páginas dan la clave de los hechos y aclaran el enigma; en Muerte de un viajante, de Arthur Miller, este procedimiento llevado al teatro resultó muy útil, como en Europa probara Priestley); el narrador incluido en el relato, observador que va interesándose poco a poco en la acción (excelente ejemplo El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald); el cambio brusco de voz recitante; la objetividad en la observación y la narración: el novelista se obliga a eliminarse del relato, a no inmiscuirse en los personajes ni a pretender conocerlos desde dentro.
Algunos de estos procedimientos tienden a producir oscuridad. En Faulkner la tendencia es indiscutible. ¿Por qué esa oscuridad? Un crítico francés, la profesora Claude-Edmonde Magny, autora de un excelente libro sobre la novela norteamericana, en el que estudia varias de las novedades técnicas enumeradas, considera que la oscuridad es medio para forzar la atención del lector, para obligarle a concentrarse en la lectura y -como resultado de esa concentración- retener lo leído. La explicación es plausible, pero tal vez insuficiente. Esta oscuridad es tanto querida como impuesta por el deseo de reflejar las cosas según son y según las vemos: la sociedad en su incoherencia y las acciones humanas en su ambigüedad. Los grandes escritores norteamericanos llevan como sombra o doble del esteta al moralista. Evidente en Eliot no es menor verdad en James, que encontró en el gran mundo elementos para ordenar una penetrante visión de las pasiones, o en Fitzgerald, que en Tierna es la noche expone su propio caso como paradigma del fracaso y el desencanto.
Refinados como Pound o elementales como Steinbeck, la intención moralizante les acompaña. Dejando a las acciones del hombre su propio carácter de fatalidad, estos escritores suscitaron de nuevo la presencia de un destino, de una predestinación contra la cual es inútil luchar. ¿Podrá Joe Cristmas, en Luz de agosto combatir la malévola y acaso ni siquiera cierta suposición de que por sus venas corre sangre negra? Y en ese gran fresco, de poderoso aliento trágico, pintado por Eugenio O'Neill en Mourning Becomes Electra ¿son Lavinia y Orin libres de sus determinaciones o simples instrumentos de poderosas furias, de pasiones que los destruyen?
Este retorno a la tragedia griega, observado hace años por Malraux a propósito de Santuario, es indicio de la ambiciosa solidez con que están estructuradas las grandes obras norteamericanas del período. Y creo advertir otra nota común a buena parte de ellas: la ambigüedad. ¿Tiene Cristmas sangre negra? ¿No parte todo de un estúpido error? La ambición sitúa la historia en su natural dimensión: la incertidumbre. El escritor se acerca a sus materiales en actitud predatoria: al asimilárselos impone una forma, pero lucha por conservar dentro de ella el verdadero sentido de lo observado y su vitalidad, pues por tenerla se abren a interpretaciones que no deben ser forzadas ni siquiera sugeridas. Los actos humanos son ambiguos, susceptibles de ser entendidos de diversas maneras y con frecuencia cabrá controvertir acerca de su significación. Si esto es así el hombre debe de ser visto como lo observan estos escritores, en su radical fluidez, en su nativa indiscriminación, en su cambiante máscara. La pretensión de definir el ser del personaje se reduce al deseo de aprehenderlo desde diferentes perspectivas para dar de él una imagen polivalente.
Robert Penn Warren ha señalado en las novelas de Faulkner: “un tipo de organización en el cual el principio fundamental es más bien lo temático que lo narrativo”, y quizá esta observación es aplicable a gran parte de la novela norteamericana. La gran trilogía U. S. A. de John Dos Passos y, en escala más reducida, el Manhattan Transfer del mismo autor, se concentra ejemplarmente en lo temático (la vida de los Estados Unidos o la de Nueva York) y para lograr esa concentración descoyunta el relato y sacrifica su continuidad, quebrándola en una sucesión de piezas concurrentes a establecer la total significación del tema. Coincide esta tendencia con la paralelamente apuntada en Europa por obras en que el examen de lo colectivo se antepone a la disección del héroe.
No puedo abordar ahora el problema de las interinfluencias entre la literatura norteamericana y la europea. En muchos casos resultaría imposible desenredar la intrincada madeja: son partes de una instancia común, superior a ambas, y Henry James y T. S. Eliot, entre otros, han mostrado espíritu y fervor de europeos sin dejar de ser y sentir como americanos. Estos dos insignes ejemplos, no son sino extremos de la corriente unificadora, que responde a una comunidad de ideales y de sensibilidad (quiero decir, entre escritores); hay en la literatura americana una nostalgia de Europa a la que debemos las mejores obras de James, de Hemingway, de Scott Fitzgerald. En los magníficos estudios de las reacciones del americano ante Europa trazados por el genio jamesiano (Retrato de una dama y Los embajadores) los europeos han podido reconocerse como tema y pudieron también aprender algo sobre su propio ser.
No estoy seguro de que apurando las cosas sea posible llegar a una discriminación válida de lo americano en literatura. Cualquier estudio serio habrá de fundarse en el examen de los poetas y escritores considerados aisladamente. Como se ha dicho mil veces, las agrupaciones y clasificaciones practicadas en letras y artes para facilitar la comprensión de los fenómenos no son sino simples simplificaciones provisionales que es preciso superar. El genio es irreductible, y el genio es lo que importa. Cuando hablo de irrupción de la literatura norteamericana no estoy sugiriendo la idea de invasiones masivas en dirección determinada. No, no. Son muchos talentos diversos de quienes, considerados en bloque, sólo podría decirse lo antes apuntado: que sus obras están cerca de la vida y comunican directas impresiones de ella. Esa diversidad explica su fuerza, la extensión de la corriente. Distintas expresiones del mundo hallaron otras tantas técnicas que, como indica Mark Schorer, no son valiosas por sí, pero por su adecuación al asunto: la sencillez y tersura del estilo, en Hemingway, podía ser tan útil, según el crítico citado, como “el intrincado barroquismo de la prosa faulkneriana”. “Las revoluciones del estilo de Faulkner -añade- son la perfecta equivalencia de sus complicadas estructuras y las dos juntas representan perfectamente los laberintos morales que él explora”. Y James, O'Neill, Ezra Pound, tienen el mismo sentido de su responsabilidad como artistas de la profunda adecuación que debe existir entre la significación expresada y el estilo que la expresa.
En la literatura norteamericana alienta el impulso hacia lo fantástico y a través de tupidas alegorías y simbolismos complicados renace una y otra vez, desde Poe a Melville a James (para sólo mencionar las cumbres). Realismo idealista y fantasías realistas: tendencias no antagónicas, más bien complementarias, encarnadas en invenciones inolvidables. Paisajes de la imaginación junto a tierras reales: Nueva Inglaterra, el secreto y profundo Sur, California, los campos de égloga cantados por Robert Frost, los grandes ríos, las montañas, las islas lejanas... Y los hombres: Babbits, negros, the poor white de Anderson y Caldwell, bostonianos, financieros, azotacalles, los políticos de Robert Penn Warren, intelectuales, religiosos...
Sí; por su anchura y su profundidad este mundo pide exploración minuciosa. Es con toda verdad un nuevo mundo y en él encontramos tanta riqueza que simplificarlo es traicionarlo. Evoquémosle en su complejidad, en su diversidad, en sus oposiciones, zonas de sombra y espacios iluminados. Hay en él algo fascinador, enigmas atrayentes y realidades apasionantes, una visión trágica y una valoración justa de las cosas. Por los mares de ese mundo deambula la incapturable Moby Dick, símbolo de misterios inaccesibles. Y acaso sea esta imagen la que con más relieve destaca cuando en visión caleidoscópica rememoramos las impresiones surgidas al contacto con ese espléndido testimonio del espíritu humano que nos brinda la literatura norteamericana.
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