jueves, noviembre 30, 2006

"Siete sábados", de Carlos Almonte






a AA...



Sábado 1. Es una mañana fría. Las hojas amarillas cubren el extenso prado. Los pasillos aún están vacíos, al igual que las habitaciones, aulas y oficinas. Me siento en la escalera y enciendo un cigarrillo. Abro un libro pero no lo leo; dejo pasar las hojas lentamente, mientras veo llegar a los demás. No saludo a nadie. No hablo con nadie. Permanezco en total silencio, entreverado en la excusa de unas páginas sin nombre y una actitud arisca, que desde mi más tierna infancia acompañó mis pasos inseguros y primeras rebeldías. Hasta que la veo aparecer, de kefia albinegra en la cabeza y unos veinte libros en las manos. Su perfil, tan sólo su perfil, su disfrute lento, descansado, podría haber significado guerras o peleas de navajas entre compadritos ebrios, o arrabales. No le digo nada. Desde mi estratégica vigilia, no la miro más allá de lo que indica el protocolo de hombre solitario, sin vergüenzas contenidas ni ofrecidas. Espero a que el tabaco se consuma sin fumarlo y recién entonces lo expulso lejos de mi mano. Huele el aire a flores árabes, y el sonido de caballos que huyen o persiguen me desvela de tan pulcra ensoñación. Ha ocurrido, esta escena, la ilusión, en menos de un minuto y ya comienzo a recordarla. Hace frío, tal vez demasiado para ser otoño.

Sábado 2. Las hojas han caído y, ya desde la grava, sincronizan sus pequeños pasos de avecilla enternecida. Aunque esta imagen no comforme realmente su libérico carácter -hecho de fucsias filigranas y enraizados formidables-. Me contengo al adherirme a ella, tal como lo haría un cirio a un plato arcano de metales. Labro, surco e imagino un pliegue a un costado de su espalda. La protejo de sus enemigos; canto estrofas de batallas y triunfales alegrías: Allahu Akbar, Allahu Akbar, Allahu Akbar. Me seduzco en la agonía de su ausencia. No es lo mismo un día sin verla aparecer; no es la misma entrega, no es la misma paz. Ya ha dejado de llover.

Sábado 3. El invierno ha transcurrido en diez mañanas de observarla sin decirle nada. El sol entibia las flores y seca la tierra. A pesar del tiempo y su curso indesmentible, no decido aún si quiero enrevesar aquel ligero y cándido rubor. No sé si quiero enviar papeles, documentos, mapas o códigos que nadie entenderá; y escuchar su voz aguda, o restregarme en su piel áspera y rugosa. Ni siquiera entiendo el espectáculo del lado, una entidad rebota versos lúgubres, airados discursos que claman por justicia, prosa de filosofías decandentes, bustos cercenados, enmohecidos, y su mirada esquiva, hacia atrás, hacia un costado, que ni sonríe ni complace. Todavía falta un próximo periodo de tristeza, cuatro bombas y misiles, improperios, invasiones, lo de siempre. Me resulta fácil ver aquel final; aún así no creo ser capaz de tolerarlo. Ella ríe sin saber, canta por costumbre; los hermanos caen junto al río, el agua llena de su sangre. Ella toma un arma sin saber, mata por costumbre...

Sábado 4. Hoy lo he comprobado: El deseo embauca a la razón, le hace trampas. Aunque en este caso no se trate de un deseo físico, aunque lo incluye. Nuestra dependencia, hoy he concluido, se basa en el intercambio, en la inacción, en la telepatía, en el casual encuentro a la hora del café. Romper esta dinámica, sin su consentimiento, sería un acto burdo, anacrónico e invasivo. Más bien esperaré sus instrucciones, o que el tiempo, llamado acá un sensato devenir, nos induzca al siguiente paso, al encuentro razonado, bajo álamos y arbustos desprovistos de pétalos y ramajes; junto al río que imagino, correntoso o congelado. Nos sentamos a observar el clima y comentar, desde el silencio, el vuelo triangular de las aves migratorias.

Sábado 5. Es la medianoche. Las fogatas comienzan a apagarse y el ganado, intranquilo por los astros que no entregan el fulgor acostumbrado, se reparte en las colinas como si se despidieran entre ellos. Nadie más, en todo el campamento, advierte el hecho. Sin la experiencia de la noche del desierto, camino entre las tiendas hasta tropezar con una piedra de color azul, ubicada entre dos tiendas amarillas. Oigo risas, música de las montañas, el rasgueo de las cuerdas; huelo el suave aroma del vino y su voz, entre cortada y sorpresiva, me reprende una vez más. El viento del norte me esconde de mi propia sombra y al tornarse huracanado logra desviar mis pensamientos, entreabrir mis ojos y volver a unos pasos de ella, que aún sigue riendo y describiendo las bondades de su laúd.

Sábado 6. He dormido varios días con sus noches. Su recuerdo se entremezcla en sueños y memorias desveladas. No es cierto aquello que soñé, me insisto una y otra vez, pero su andar y levitar... Creo en el siguiente sueño, me repito como un sura de elegante sabiduría, ante su figura hecha de piedra: sus muslos cubiertos por el velo y su rostro suave como el horizonte en el desierto. Le hablo como si estuviera al lado y sus manos descubrieran mis cabellos. La extraigo, la reemplazo, la devasto, el pensamiento, la arena se levanta y cae en lluvia, la observo caminar, hablar, pisotear las hojas secas, la oigo en el tiempo de la paz, la imagino sosteniendo espadas, un revólver, cobrando la justicia que no llega de otra forma, rebelando el pacto negro de la historia, la verdad en un espacio de delirio. La recuerdo, la adoro, la espero...

Sábado 7. Hoy la veré por última vez. Pasado el mediodía me iré antes que ella, perdiéndome entre bajos edificios y araucarias jóvenes, aspirando alergias orientales y experimentando una leve y tal vez sutil tristeza, que no se apagará ni aún el día de mi muerte. No haré nada por hablarle, por intercambiar aunque sea un adiós definitivo. Sé que ella tampoco hará nada por hablarme o acercarse. Así es ella. Así soy yo. Así somos nosotros, el uno para el otro, juntos en esta analogía. Sé que la recordaré, extrañándola, viendo apenas su cabeza girar mientras observa el brillo que refleja el ventanal izquierdo. Sé que pensaré en ella más de lo que indica la distancia y cercanía. Es absurdo, acaso para alguno, o para todos, pero sé que entenderé este amor en pocos días, y, lo que es peor, sé que no la buscaré entonces; seguiré aquel rumbo prefijado entre piedras y montañas secas. Alguna vez la encontraré, quizás, sin intención, una soleada tarde, y la cruzaré sin saludar ni realizar gesto alguno; al igual que hará ella. Y me perderé de nuevo, nos perderemos, en la sombra fija de los días, en la extraña gelidez de nuestro olvido.










1 comentario:

Anónimo dijo...

Impresionante. Resulta triste sentirse tan identificado; tan lejanamente identificado, con una amor basado tan sólo en la imaginación. Este hombre debió soñar mucho con estrellas, con vientos amigos, manos cercanas y lagos que ausentaban su propio reflejo...