Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto le deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sajaku. La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashòmon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. “Para escapar a esta maldita suerte” -pensó el sirviente-, “no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo...” Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no elijo...” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir “si no...” demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en ladrón”. Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía añorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
1915
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