miércoles, marzo 25, 2020

“Conferencia de un microbio”, de Carlos Franz





Señoras y señores: gracias por asistir a esta videoconferencia. Quienes deseen intervenir pueden hacerlo a través del chat. Usando este medio virtual solo podrían contagiarse algunas ideas.

Antes de seguir, aclaro un detalle protocolar: aunque llevo una corona, no están obligados a llamarme “alteza”. Mi título exacto es SARS-CoV-2. Pero si pronunciar este nombre les resulta difícil, pueden llamarme simplemente microbio. Soy un humilde germen de la familia Coronavirus. Algunos de mis parientes causan el modesto resfriado. Yo soy un poco más contagioso y más letal para ustedes. Esto no es mi culpa.

Por favor, intenten mirar esta gran crisis desde mi diminuto punto de vista. Ustedes me consideran una pandemia peligrosa y quieren impedir que me propague. Pero algunos de los síntomas desagradables que les causo solo son mi forma de subsistir, gozar y procrear. Cada tos de ustedes equivale a una ovulación o a una eyaculación mía. Miles de microbios salimos en busca de otro cuerpo donde alojarnos. Y, cuando entramos en él, la fiebre que ustedes sienten es nuestra fiesta.

En el lenguaje de ustedes -que aprendí para dar esta videoconferencia- “microbio” significa “pequeña vida”. Los gérmenes somos vidas chiquititas que dependen de esa vida más grande que es la suya. Ustedes son mi casa y mi comida. Sus interiores son abrigadores y sabrosos para mí. En consecuencia, yo los estimo. Diría más: estoy enamorado de ustedes. Por eso mismo, mi intención no es matarlos. La muerte de miles de enfermos es producto de la debilidad, o negligencia, de sus sistemas individuales y colectivos de defensa. Yo preferiría que ustedes sigan vivos y me propaguen. ¿Quién desearía perder su alojamiento y su alimento?

Noto cierta incomodidad en el honorable público que ve esta conferencia encuarentenado en su casa. En el chat, muchos “postean” emoticones que representan caritas apenadas o enojadas. Lo entiendo. A nadie le gusta que lo miren como un alimento apetitoso. Sin embargo, debo recordarles que esta es una ley natural que ustedes cumplen devorando, sin piedad, a otras especies. Cuando ustedes evolucionaron, se dieron a sí mismos el orgulloso apellido “Sapiens”. Pero lo que “supieron” fue, sobre todo, cómo explotar mejor al cuerpo que los alberga -la Tierra- para multiplicarse y expandirse. Parecidos a microbios, ustedes proliferaron y se esparcieron convirtiéndose en auténticas epidemias.

Cuando los humanos llegaron a Europa, a Australia o a América, muy pronto se extinguieron centenares de especies animales. Una megafauna completa desapareció. Probablemente, ustedes también exterminaron a otras especies humanas, como los neandertales y los denisovanos. Ocuparon sus cuevas y, con seguridad, se alimentaron de ellos.

“¡Patógeno asqueroso, nos culpas de causar extinciones! Pero ustedes los gérmenes son genocidas. Han aniquilado cientos de millones de seres humanos. Cuando llegaron a América, virus como tú asesinaron al 90% de la población indígena”. Esto lo acaba de escribir un señor en el chat. Miro la ventanita con su imagen, esquinada en la pantalla de mi computador, y lo veo rojo de ira (¿o tendrá fiebre?).

Calma, señor. Leyendo su mensaje, confirmo mi sospecha de que las redes sociales pueden ser tan patógenas como las redes virales. Le respondo: si hay culpa, esta es compartida. Su acusación me recuerda ciertos versos de una poeta mexicana que murió, precisamente, a causa de una epidemia. Voy a parafrasear esos versos así: "Hombres necios que acusáis / al ‘microbio’ sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis”.

Prosigamos. Antes dije que ustedes son mi casa y mi comida. Ahora agrego que ustedes me invitaron a alojar y a comer en sus cuerpos. Las bandas de cazadores y recolectores domesticaron plantas para volverse agricultores. Así comieron hasta hartarse y se reprodujeron como conejos, abarrotando sus ciudades. Además, con esos forrajes alimentaron rebaños de innumerables animales dóciles, para devorarlos con más facilidad. Entonces, los virus de los rebaños saltaron a las muchedumbres humanas y cundieron las epidemias, esas “enfermedades de la multitud”.

Mi cabecita coronada ha pensado: es posible que la peor enfermedad sea la misma multitud. Durante milenios los virus regulamos las poblaciones humanas. Si crecían demasiado nosotros, involuntariamente, las diezmábamos. La muchedumbre disminuía y, cuando la peste terminaba, el equilibrio con la naturaleza se había restablecido. Pero, desde que ustedes perfeccionaron su medicina, las epidemias causadas por nosotros son cada vez menos letales. Mientras tanto, la población humana ha proliferado tanto que copa y agota el planeta. No se ofendan si les digo que ahora ustedes parecen microbios patógenos. La humanidad se comporta como una arrasadora pandemia que no acepta remedio alguno. Entonces -hablando de microbio a microbio- yo les pregunto: ¿por qué lo hacen?

Una señora, en este auditorio virtual, acaba de enviar una respuesta. Voy a leer en voz alta su mensaje: “Usted dice que los humanos van hasta los extremos del mundo y de sus posibilidades, acarreando sus ambiciones y sus microbios, solo porque no saben estarse quietos”. Señora, su respuesta sencilla encierra sugerencias profundas. Hace más de tres siglos, un gran filósofo y matemático francés resumió la misma idea admirablemente: “Todos los infortunios del hombre”, escribió, “derivan de una sola cosa: no saber quedarse tranquilo en una habitación”.

Por eso, ahora ustedes, deberían mostrar gratitud hacia este humilde microbio coronado que los obliga a encerrarse en casa. En lugar de odiarme, ustedes podrían reconocer que las cuarentenas provocadas por mí les regalan una oportunidad rarísima en sus vidas. Durante un tiempo, ustedes moderarán el ritmo frenético de sus actividades. Durante algunas semanas dejarán de correr urgidos por el ansia de tener y lograr más. Podrán quedarse quietos y repensar sus vidas.

Señoras y señores, ¡deberían agradecérmelo!



en el muro de Facebook de Carlos Franz, 22 de marzo de 2020











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