Señoras y
señores: gracias por asistir a esta videoconferencia. Quienes deseen intervenir
pueden hacerlo a través del chat. Usando este medio virtual solo podrían
contagiarse algunas ideas.
Antes de
seguir, aclaro un detalle protocolar: aunque llevo una corona, no están
obligados a llamarme “alteza”. Mi título exacto es SARS-CoV-2. Pero si
pronunciar este nombre les resulta difícil, pueden llamarme simplemente microbio. Soy un humilde germen de la
familia Coronavirus. Algunos de mis parientes causan el modesto resfriado. Yo
soy un poco más contagioso y más letal para ustedes. Esto no es mi culpa.
Por favor,
intenten mirar esta gran crisis desde mi diminuto punto de vista. Ustedes me
consideran una pandemia peligrosa y quieren impedir que me propague. Pero
algunos de los síntomas desagradables que les causo solo son mi forma de
subsistir, gozar y procrear. Cada tos de ustedes equivale a una ovulación o a
una eyaculación mía. Miles de microbios salimos en busca de otro cuerpo donde
alojarnos. Y, cuando entramos en él, la fiebre que ustedes sienten es nuestra
fiesta.
En el
lenguaje de ustedes -que aprendí para dar esta videoconferencia- “microbio”
significa “pequeña vida”. Los gérmenes somos vidas chiquititas que dependen de
esa vida más grande que es la suya. Ustedes son mi casa y mi comida. Sus
interiores son abrigadores y sabrosos para mí. En consecuencia, yo los estimo.
Diría más: estoy enamorado de ustedes. Por eso mismo, mi intención no es matarlos.
La muerte de miles de enfermos es producto de la debilidad, o negligencia, de
sus sistemas individuales y colectivos de defensa. Yo preferiría que ustedes
sigan vivos y me propaguen. ¿Quién desearía perder su alojamiento y su
alimento?
Noto cierta
incomodidad en el honorable público que ve esta conferencia encuarentenado en
su casa. En el chat, muchos “postean” emoticones que representan caritas
apenadas o enojadas. Lo entiendo. A nadie le gusta que lo miren como un
alimento apetitoso. Sin embargo, debo recordarles que esta es una ley natural
que ustedes cumplen devorando, sin piedad, a otras especies. Cuando ustedes
evolucionaron, se dieron a sí mismos el orgulloso apellido “Sapiens”. Pero lo
que “supieron” fue, sobre todo, cómo explotar mejor al cuerpo que los alberga
-la Tierra- para multiplicarse y expandirse. Parecidos a microbios, ustedes
proliferaron y se esparcieron convirtiéndose en auténticas epidemias.
Cuando los
humanos llegaron a Europa, a Australia o a América, muy pronto se extinguieron
centenares de especies animales. Una megafauna completa desapareció.
Probablemente, ustedes también exterminaron a otras especies humanas, como los
neandertales y los denisovanos. Ocuparon sus cuevas y, con seguridad, se
alimentaron de ellos.
“¡Patógeno
asqueroso, nos culpas de causar extinciones! Pero ustedes los gérmenes son
genocidas. Han aniquilado cientos de millones de seres humanos. Cuando llegaron
a América, virus como tú asesinaron al 90% de la población indígena”. Esto lo
acaba de escribir un señor en el chat. Miro la ventanita con su imagen,
esquinada en la pantalla de mi computador, y lo veo rojo de ira (¿o tendrá
fiebre?).
Calma,
señor. Leyendo su mensaje, confirmo mi sospecha de que las redes sociales
pueden ser tan patógenas como las redes virales. Le respondo: si hay culpa,
esta es compartida. Su acusación me recuerda ciertos versos de una poeta
mexicana que murió, precisamente, a causa de una epidemia. Voy a parafrasear
esos versos así: "Hombres necios que acusáis / al ‘microbio’ sin razón, /
sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis”.
Prosigamos.
Antes dije que ustedes son mi casa y mi comida. Ahora agrego que ustedes me
invitaron a alojar y a comer en sus cuerpos. Las bandas de cazadores y
recolectores domesticaron plantas para volverse agricultores. Así comieron
hasta hartarse y se reprodujeron como conejos, abarrotando sus ciudades.
Además, con esos forrajes alimentaron rebaños de innumerables animales dóciles,
para devorarlos con más facilidad. Entonces, los virus de los rebaños saltaron
a las muchedumbres humanas y cundieron las epidemias, esas “enfermedades de la
multitud”.
Mi cabecita
coronada ha pensado: es posible que la peor enfermedad sea la misma multitud.
Durante milenios los virus regulamos las poblaciones humanas. Si crecían
demasiado nosotros, involuntariamente, las diezmábamos. La muchedumbre
disminuía y, cuando la peste terminaba, el equilibrio con la naturaleza se
había restablecido. Pero, desde que ustedes perfeccionaron su medicina, las
epidemias causadas por nosotros son cada vez menos letales. Mientras tanto, la
población humana ha proliferado tanto que copa y agota el planeta. No se
ofendan si les digo que ahora ustedes parecen microbios patógenos. La humanidad
se comporta como una arrasadora pandemia que no acepta remedio alguno. Entonces
-hablando de microbio a microbio- yo les pregunto: ¿por qué lo hacen?
Una señora,
en este auditorio virtual, acaba de enviar una respuesta. Voy a leer en voz
alta su mensaje: “Usted dice que los humanos van hasta los extremos del mundo y
de sus posibilidades, acarreando sus ambiciones y sus microbios, solo porque no
saben estarse quietos”. Señora, su respuesta sencilla encierra sugerencias
profundas. Hace más de tres siglos, un gran filósofo y matemático francés resumió
la misma idea admirablemente: “Todos los infortunios del hombre”, escribió,
“derivan de una sola cosa: no saber quedarse tranquilo en una habitación”.
Por eso,
ahora ustedes, deberían mostrar gratitud hacia este humilde microbio coronado
que los obliga a encerrarse en casa. En lugar de odiarme, ustedes podrían
reconocer que las cuarentenas provocadas por mí les regalan una oportunidad
rarísima en sus vidas. Durante un tiempo, ustedes moderarán el ritmo frenético
de sus actividades. Durante algunas semanas dejarán de correr urgidos por el
ansia de tener y lograr más. Podrán quedarse quietos y repensar sus vidas.
Señoras y señores, ¡deberían agradecérmelo!
en el muro de Facebook de Carlos Franz, 22 de marzo de 2020
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