martes, octubre 08, 2019

«Sanmierto: Incidente con Chile», de Emilio Jurado Naón








Un día cargado de espesas nubes que poblaron el cielo y se cerraron sobre mí como el techo asmático de una mina de cobre en cuya superficie rebotara y se desvirtuase con cada golpe el eco cacofónico de mis exclamaciones convulsas, propias de un entendimiento exangüe y extensamente sometido a la falta de oxígeno, la exasperación tocó en el delirio: la cabeza se me hinchó, amoratada, y las cejas se me tensaron como arcos a punto de impulsar las flechas de mis ojos; escupía espuma por la boca, me castañeteaban los molares y premolares, frontales y caninos aserraban saliva. Estaba frenético, demente; de fondo, desde lo hondo del cerebro, sentí nacer el timbre histérico de violines que irritaban las agudas cuerdas en un crescendo de cabalgata walkírica. Estaba frenético, demente, y concebí (uñas chirriantes contra la mesa de caoba, arruinada en su limpidez pura por las rayas paraleloides de un pentagrama colérico) la idea sublime de desacierto de castigar a Chile entero, ¡Chile todo!, de declararlo ingrato, vil, frenético, infame. Me imaginé calzado de crudas botas de montar y montándome a Chile entero, todo Chile: yo arriba, estrujando los lados de un potro indómito que, cimbronazo a cimbronazo, cedía y se volvía pasivo ante mis descargas sádicas, ¡plaum! ¡plá! Con el látigo de tres puntas laceraba el lomo de la bestia, los ojos eyectados en sangre, resoplando mucosa burbujeante por los lagrimales y eyaculando baba entre labios en complot.

Escribí, en medio de aquel trance violento, no sé qué diatriba —no la recuerdo, en serio; sólo conservo una como imagen de papel arrugado y con algunos mordiscos en los bordes que ostentaba una caligrafía, dadas las circunstancias, sorpresivamente prolija y llena de firuletes: prueba maestra de la frialdad de temperamento que me respalda cualquiera sea la situación. El contenido de la diatriba era, en efecto, beligerante, sin tacha, tira-bombas y de un romance envidiable; púsele mi nombre al pie con una estocada de la pluma, la llevé a pasos cortos pero rápidos, patinando sobre los húmedos adoquines en la madrugada de Santiago, hasta la imprenta de «El Progreso» y dejéla directamente en manos de los compositores; hecho lo cual me retiré a casa en silencio, volviendo a resbalar en las partes más sobresalientes del empedrado.

Tal vez fuesen las suelas nuevas —novísimas— de los mocasines que llevaba, no sé… pero, a la tercera vez que casi me parto la crisma en parabólica caída sobre la calle silenciosa (apenas unos gorriones, ¡benditos querubines de la urbe filoeuropea!, y una paloma renga hacían la guardia de aquella mi humilde y humillada callejuela, entre la bruma que los primeros guiños del día iban disipando), a la tercera, digo, o cuarta vez que se repitió, toda la furia que había estado conteniendo con buches en los carrillos —apenas canalizada hasta el momento mediante imágenes de perversidad psicodélica contra un Chile traducido en potro— se me desbordó y fue a descargarse bajo la forma de un torrente verbal encima de los idílicos adoquines inmutables. Uno, sobre todo, —¡uno de los paralelepípedos, digo!— uno particularmente pedante, me sostenía su temple en señal de desafío. Brillaba su pátina, a cuyo esplendor matutino aboné con gotas de saliva.



Publicado por Leteo Edito, 2019
























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