lunes, mayo 11, 2015

“El arco iris de la gravedad”, de Thomas Pynchon







Fragmento inicial



La naturaleza no conoce la extinción; sólo conoce la transformación.
Todo lo que la ciencia me ha enseñado y continúa enseñándome reafirma
mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual
después de la muerte.
Wernher von Braun




Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.

Es demasiado tarde. La Evacuación todavía continúa, pero todo es teatralidad. No hay luces en el interior de los coches. No hay luces en ningún sitio. Por encima de él, unas vigas de sustentación tan antiguas como una reina de acero y, aún más arriba, unos cristales que permitirían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le asusta la manera en que pronto caerán los vidrios. Será un espectáculo: la caída de un palacio de cristal. Un derrumbamiento en apagón total, sin un solo destello de luz; sólo un estrepitoso e invisible desplome.

Está sentado, sin nada para fumar, en la aterciopelada oscuridad del interior del vagón construido en varios niveles. Siente el metal cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y la conexión; luego el surgir del vapor a chorros, una vibración en la estructura del vehículo, un balanceo, un malestar, todos los demás apretujados a su alrededor, los débiles, esas ovejas de segunda clase, todos sin fortuna y sin presente: borrachos, viejos veteranos todavía impresionados por un armamento obsoleto hace veinte años, inquietos en sus trajes de paisano, desaliñados; mujeres agotadas con más niños de los que nadie creería que pudiesen tenerse, todos amontonados entre el conjunto de cosas que deben ser conducidas a la salvación. Únicamente los rostros más próximos son visibles, aunque sólo como imágenes semiplateadas observadas a través de un visor, caras teñidas de verde que recuerdan las de los tipos importantes que uno ha visto alguna vez, detrás de ventanillas de coche a prueba de balas, cuando atravesaban velozmente la ciudad…

Han comenzado a moverse. Pasan en fila, salen de la estación principal, se alejan del centro de la ciudad y empiezan a empujarse hacia las zonas más viejas y desoladas. ¿Es éste el camino de salida? Los rostros se vuelven hacia las ventanillas, pero nadie se atreve a preguntar en voz alta. Cae la lluvia. No, esto no es un desenmarañarse de, sino un progresivo enredarse en: pasan bajo arcadas, entradas secretas de cemento en mal estado que parecen recovecos de un pasaje inferior… Varios puntales de madera ennegrecida se han movido lentamente por encima de las cabezas y comienza a entrar el olor a carbón de días pretéritos, el olor a inviernos con nafta, a domingos en que no había tránsito, el olor del crecimiento a la manera del coral y misteriosamente lleno de vitalidad, que llega por las curvas sin visibilidad, procedente de las solitarias vías muertas, un olor acre a ausencia de material rodante, a maduración de moho, que penetra con fuerza y profundidad a través de esos días vacíos, especialmente al amanecer, con sombras azules que dejan el estigma de su paso, que tratan de llevar los acontecimientos al cero absoluto…Y el ambiente es más pobre y deprimente cuanto más avanzan…, ruinosas y mezquinas ciudades desconocidas, lugares cuyos nombres él nunca ha oído…, se derrumban las paredes y cada vez quedan menos techos, lo mismo que las posibilidades de luz. El camino, que debería abrirse a una carretera más amplia, se ha ido estrechando, cada vez más quebrado, haciéndose más angosto a cada curva, hasta que, de improviso, más pronto de lo que esperaban, se encuentran bajo el arco final: los frenos se clavan con una terrible sacudida. Es un juicio ante el que no hay apelación.

La caravana se ha detenido. Es el final del trayecto. Se ordena salir a todos los evacuados. Se mueven lentamente, pero sin resistencia. Quienes los dirigen llevan distintivos de color del plomo y no hablan. Se trata de un vasto, muy antiguo y oscuro hotel, una prolongación de hierro de las sendas y desvíos por los que han llegado hasta aquí… Lámparas globulares pintadas de verde oscuro cuelgan de los caprichosos aleros de hierro, apagadas desde hace siglos… La multitud se mueve sin murmullos ni carraspeos mientras avanza por corredores rectos y funcionales como pasillos de almacenes… Negras superficies aterciopeladas contienen el movimiento: hay olor a madera vieja, a remotas salas por mucho tiempo vacías y que acaban de reabrirse para acoger el torrente de almas, olor a fría argamasa en la que todas las ratas murieron, de las que sólo quedan sus fantasmas como pinturas rupestres, fijadas tenaz y luminosamente en las paredes… A los evacuados se les lleva por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera abierto por los cuatro costados, izado por viejas cuerdas alquitranadas y poleas de hierro fundido cuyos radios tienen forma de S. En cada uno de los tenebrosos pisos entran y salen pasajeros… Miles de habitaciones silenciosas y sin luz…

Algunos esperan solitarios, otros comparten sus cuartos de muebles invisibles. Sí, invisibles, ¿qué importa el mobiliario en este estado de cosas? Bajo los pies cruje la mugre más antigua de la ciudad, las últimas cristalizaciones de todo lo que la ciudad negó a sus hijos, todo aquello con que los amenazó y que le sirvió para mentirles. Todos han oído una voz que cada uno creía ser el único en escuchar:

—En realidad, no creías que te salvarían. Ven, ahora ya sabemos todos quiénes somos. Suponías que nadie iba a tomarse el trabajo de salvarte a ti, viejo…

No hay salida. Permanecer y esperar, estarse quieto y callado. El grito persiste a través del espacio. Cuando llegue, ¿lo hará en la oscuridad o traerá su propia luz? ¿Llegará la luz antes o después?

Pero ya hay luz. ¿Cuánto hace que hay luz? Durante todo el tiempo, la luz ha ido filtrándose junto con el frío aire matinal que roza ahora sus pezones de hombre. La luz ha comenzado a revelar un buen surtido de borrachos perdidos, algunos de uniforme y otros no, agarrados a botellas vacías o semivacías, tumbados en un sillón, arrellanados ante una chimenea fría o acurrucados en varios divanes, alfombras o meridianas, en los distintos niveles de la enorme habitación, roncando y jadeando a distintos ritmos en un coro que se renueva a sí mismo mientras la luz de Londres crece entre los rostros procedente de las ventanas divididas con parteluz, crece, invernal y elástica, entre los estratos de humo de la noche pasada que aún penden, desvaneciéndose, de las enceradas vigas del cielorraso. Todos estos que están horizontales, estos compañeros de armas, se ven ahora tan sonrosados como un grupo de campesinos holandeses que soñaran con su segura resurrección durante los próximos minutos.

Su nombre es capitán Geoffrey («Pirata») Prentice. Está envuelto con una gruesa manta, un tartán de color orín, naranja y escarlata. Su cráneo parece de metal.

Sobre él, a casi cuatro metros por encima de su cabeza, Teddy Bloat está a punto de caer desde la galería de los cómicos, tras haber elegido desplomarse por el lugar en que alguien, semanas atrás, había pateado, en un formidable arranque, dos de los balaustres de ébano y los había hecho saltar de su sitio. Ahora Bloat, en su estupor, ha ido introduciendo la cabeza en la abertura, luego los brazos y el torso, hasta que sólo lo sostiene allá arriba un botellín de champán vacío en el bolsillo de la cadera, que, de algún modo, está enganchado en algún sitio…

Pirata ya ha logrado incorporarse en su angosta cama de soltero y parpadea. ¡Qué terrible! ¡Qué espantosamente terrible…! Oye en lo alto rasgaduras de ropas. La Special Operations Executive (la organización secreta británica constituida en 1940 a la caída de Francia, destinada a adiestrar hombres para actuar como quintacolumnistas en territorio ocupado e iniciar y coordinar la subversión y el sabotaje contra el enemigo) lo ha entrenado para reaccionar con rapidez. Salta del catre y, de una patada, lo hace salir disparado sobre sus ruedecillas en dirección a Bloat. Este cae a plomo, exactamente en medio del camastro, con un gran estruendo de resortes, y una de sus piernas se hunde en él.

—Buenos días —dice Pirata.

Bloat sonríe levemente y se pone a dormir de nuevo, abrigándose con la manta de Pirata.

Bloat es uno de los moradores del lugar, como coinquilino del hotelito erigido el siglo pasado no lejos del Chelsea Embankment por Corydon Throsp, un conocido de los Rossetti, que usaba batas peludas y se pirraba por cultivar plantas medicinales en el terrado del edificio (tradición que el joven Osbie Feel ha hecho revivir últimamente), algunas de ellas apenas capaces de sobrevivir a la niebla y a las heladas, pero muy productivas como fragmentos de peculiares alcaloides para abonar la tierra, junto con el estiércol de un trío de cerdas Wessex Saddleback que habían sido premiadas, y que el sucesor de Throsp había alojado allí, junto con las hojas muertas de diversos árboles decorativos trasplantados al terrado por arrendatarios posteriores, y la extraña comida indigerible arrojada o vomitada por tal o cual sensible epicúreo. Todo mezclado, finalmente, por la cuchilla de las estaciones y convertido en un empaste, de varios palmos de grosor, de una increíble tierra negra de cultivo en la que podía crecer cualquier cosa, entre las que las bananas eran de las menos raras. Pirata, desesperado por la escasez de bananas en tiempo de guerra, decidió construir un invernadero de vidrio en el terrado y convenció a un amigo que hacía la ruta Río-Asunción-Fort Lamy para que le proporcionara un par de retoños de banano a cambio de una cámara fotográfica alemana, si es que Pirata tenía la suerte de conseguirla en una de sus misiones de paracaidista.

Pirata se había hecho famoso por sus Desayunos de Bananas. Acudían en tropel compañeros de rancho de toda Inglaterra, incluso algunos alérgicos o manifiestamente hostiles a las bananas, sólo para contemplar cómo la acción de las bacterias junto con el entrecruzamiento de anillos y cadenas subterráneos formaba una maraña que sólo Dios habría podido desenredar, y hacía que los frutos se desarrollaran hasta una longitud de cuarenta y cinco centímetros. Sí, asombroso, pero cierto.

Pirata orina en el retrete sin un solo pensamiento en la cabeza. Después se sumerge en la bata de lana que usa del revés para esconder el bolsillo de los cigarrillos, aunque no siempre da resultado. Esquivando los tibios cuerpos de los amigos se encamina hacia las puertas-ventana, se desliza al exterior y se sumerge en el frío; al notar el impacto de éste en los empastes de sus dientes se queja, trepa por una escalera que da vueltas en espiral hasta la terraza y se detiene un momento para observar el río. Todavía se ve el sol en el horizonte. El día se insinúa lluvioso, pero, de momento, el aire aparece extraordinariamente claro. La gran central eléctrica y, más allá, la fábrica de gas se muestran con toda precisión; por la mañana se han formado cristales en los vasos de cristalización, las chimeneas, los respiraderos, las torres y las cañerías… Sinuosas emanaciones de humo y vapor…

—Aaah… —Es el mudo rugido de Pirata mientras observa cómo desaparece su aliento sobre los parapetos— ¡Aaah!

Los tejados y azoteas danzan en la mañana. Y ahí lucen sus gigantescos racimos de bananas: amarillo radiante, verde húmedo. Abajo, sus compañeros sueñan, extasiados, con un Desayuno de Bananas. Este despejado día no debería ser peor que cualquier otro…

¿Lo será? En la lontananza, hacia Oriente, en el cielo rosado, algo acaba de resplandecer con grandes destellos. Una nueva estrella; nada menos digno de atención. Se apoya sobre el parapeto para mirar. El punto brillante ya se ha convertido en una breve línea vertical de color blanco. Debe de estar en algún lugar por encima del mar del Norte…, por lo menos a esa distancia… Abajo, campos de hielo y una fría mancha de sol…

¿Qué es? Nunca ocurre nada semejante. Pero Pirata lo sabe, a fin de cuentas. Lo vio en una película hace quince días…, se trata de una estela de humo. Ahora se ve un dedo más alta. Pero no es la estela de un avión. Los aviones no se lanzan verticalmente. Se trata de la nueva y todavía Muy Secreta bomba-cohete alemana.

«Nueva recepción de correo».

¿Lo ha murmurado o sólo lo ha pensado? Se ajusta el raído cinturón de la bata. Se supone que el alcance de estas cosas es de más de doscientas millas. No es posible ver una estela de humo a doscientas millas de distancia, no es posible.

¡Oh! Oh, sí: rodeando la curva de la Tierra, más allá, hacia el este, el sol acaba de asomar en Holanda, da contra el escape del cohete, gotas y cristales, y los hace brillar a través del mar…

De repente, la línea blanca ha detenido su ascenso. Debe de ser la interrupción de la transmisión de combustible, el fin de la combustión, esa palabra que emplean… Brennschluss. Nosotros no tenemos ninguna para eso. O es materia reservada. El borde inferior de la línea, la estrella original, ha comenzado a desvanecerse en el rojizo amanecer. Pero el cohete estará aquí antes de que Pirata vea salir el sol.

La estela, borrosa, ligeramente desgarrada en dos o tres direcciones, cuelga del cielo. El cohete, ahora pura balística, ha subido más. Pero se ha hecho invisible.

Tendría que hacer algo…, llegarse a la sala de exploración de Stanmore. En los radares del Canal tendrían que haberlo captado… No: en realidad, no hay tiempo. Menos de cinco minutos desde La Haya hasta aquí (el tiempo que lleva caminar hasta la cafetería de la esquina…, el tiempo que tarda la luz del sol en alcanzar el planeta del amor…, un instante). ¿Lanzarse a la calle? ¿Advertir a los demás?

Recoger las bananas. Camina con dificultad sobre el negro abono hasta el invernadero. De pronto, siente que está a punto de cagarse. El misil, a sesenta millas de altura, debe de estar alcanzando el punto más alto de su trayectoria…, comenzando su caída… ahora.

La luz del día penetra a través del entramado, los blanquecinos paneles brillan. ¿Cómo podría haber un invierno -incluso éste- lo bastante gris para envejecer este hierro que puede silbar en el viento, o nublar estas ventanas que se abren a otra estación, aun siendo su protección sólo aparente?

Pirata mira el reloj. No registra nada. Le escuecen los poros de la cara. Vaciando su mente —una triquiñuela que aprendió en el Comando— se adentra en el calor húmedo de su bananería, procede a recoger las mejores y más maduras bananas levantándose la parte inferior de la bata para dejarlas caer en ella, únicamente se permite contar bananas, mueve sus piernas desnudas entre los racimos colgantes, entre estos candelabros amarillos, este crepúsculo tropical…

Otra vez afuera, al invierno. La estela ha desaparecido totalmente del cielo. Pirata siente el sudor, casi tan frío como el hielo, sobre su piel.

Invierte algún tiempo en encender un cigarrillo. No oirá la llegada de la cosa. Se desplaza más rápidamente que la velocidad del sonido. La primera noticia que se tiene de ella es la explosión. Luego, si uno sigue existiendo, oye el ruido de su llegada.

Si la cosa cayera exactamente en… Oooh, no,.. Si, por una fracción de segundo, uno tuviera que sentir el choque de la punta, con la terrible masa encima, en el propio cráneo… Pirata se encoge de hombros y lleva sus bananas escalera de caracol abajo.



1973












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