Fragmento inicial
La naturaleza no conoce la extinción; sólo conoce la transformación.
Todo lo que la ciencia me ha enseñado y continúa enseñándome reafirma
mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual
después de la muerte.
Wernher von Braun
Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido
otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.
Es demasiado tarde. La Evacuación todavía continúa,
pero todo es teatralidad. No hay luces en el interior de los coches. No hay
luces en ningún sitio. Por encima de él, unas vigas de sustentación tan
antiguas como una reina de acero y, aún más arriba, unos cristales que
permitirían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le asusta la manera en que
pronto caerán los vidrios. Será un espectáculo: la caída de un palacio de
cristal. Un derrumbamiento en apagón total, sin un solo destello de luz; sólo
un estrepitoso e invisible desplome.
Está sentado, sin nada para fumar, en la aterciopelada
oscuridad del interior del vagón construido en varios niveles. Siente el metal
cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y la conexión; luego el surgir del
vapor a chorros, una vibración en la estructura del vehículo, un balanceo, un
malestar, todos los demás apretujados a su alrededor, los débiles, esas ovejas
de segunda clase, todos sin fortuna y sin presente: borrachos, viejos veteranos
todavía impresionados por un armamento obsoleto hace veinte años, inquietos en
sus trajes de paisano, desaliñados; mujeres agotadas con más niños de los que
nadie creería que pudiesen tenerse, todos amontonados entre el conjunto de
cosas que deben ser conducidas a la salvación. Únicamente los rostros más
próximos son visibles, aunque sólo como imágenes semiplateadas observadas a
través de un visor, caras teñidas de verde que recuerdan las de los tipos
importantes que uno ha visto alguna vez, detrás de ventanillas de coche a
prueba de balas, cuando atravesaban velozmente la ciudad…
Han comenzado a moverse. Pasan en fila, salen de la
estación principal, se alejan del centro de la ciudad y empiezan a empujarse
hacia las zonas más viejas y desoladas. ¿Es éste el camino de salida? Los
rostros se vuelven hacia las ventanillas, pero nadie se atreve a preguntar en
voz alta. Cae la lluvia. No, esto no es un desenmarañarse de, sino un
progresivo enredarse en: pasan bajo arcadas, entradas secretas de cemento en
mal estado que parecen recovecos de un pasaje inferior… Varios puntales de
madera ennegrecida se han movido lentamente por encima de las cabezas y
comienza a entrar el olor a carbón de días pretéritos, el olor a inviernos con
nafta, a domingos en que no había tránsito, el olor del crecimiento a la manera
del coral y misteriosamente lleno de vitalidad, que llega por las curvas sin
visibilidad, procedente de las solitarias vías muertas, un olor acre a ausencia
de material rodante, a maduración de moho, que penetra con fuerza y profundidad
a través de esos días vacíos, especialmente al amanecer, con sombras azules que
dejan el estigma de su paso, que tratan de llevar los acontecimientos al cero
absoluto…Y el ambiente es más pobre y deprimente cuanto más avanzan…, ruinosas
y mezquinas ciudades desconocidas, lugares cuyos nombres él nunca ha oído…, se
derrumban las paredes y cada vez quedan menos techos, lo mismo que las
posibilidades de luz. El camino, que debería abrirse a una carretera más
amplia, se ha ido estrechando, cada vez más quebrado, haciéndose más angosto a
cada curva, hasta que, de improviso, más pronto de lo que esperaban, se
encuentran bajo el arco final: los frenos se clavan con una terrible sacudida.
Es un juicio ante el que no hay apelación.
La caravana se ha detenido. Es el final del trayecto.
Se ordena salir a todos los evacuados. Se mueven lentamente, pero sin
resistencia. Quienes los dirigen llevan distintivos de color del plomo y no
hablan. Se trata de un vasto, muy antiguo y oscuro hotel, una prolongación de
hierro de las sendas y desvíos por los que han llegado hasta aquí… Lámparas
globulares pintadas de verde oscuro cuelgan de los caprichosos aleros de
hierro, apagadas desde hace siglos… La multitud se mueve sin murmullos ni
carraspeos mientras avanza por corredores rectos y funcionales como pasillos de
almacenes… Negras superficies aterciopeladas contienen el movimiento: hay olor
a madera vieja, a remotas salas por mucho tiempo vacías y que acaban de
reabrirse para acoger el torrente de almas, olor a fría argamasa en la que
todas las ratas murieron, de las que sólo quedan sus fantasmas como pinturas
rupestres, fijadas tenaz y luminosamente en las paredes… A los evacuados se les
lleva por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera abierto por los
cuatro costados, izado por viejas cuerdas alquitranadas y poleas de hierro
fundido cuyos radios tienen forma de S. En cada uno de los tenebrosos pisos
entran y salen pasajeros… Miles de habitaciones silenciosas y sin luz…
Algunos esperan solitarios, otros comparten sus
cuartos de muebles invisibles. Sí, invisibles, ¿qué importa el mobiliario en
este estado de cosas? Bajo los pies cruje la mugre más antigua de la ciudad,
las últimas cristalizaciones de todo lo que la ciudad negó a sus hijos, todo
aquello con que los amenazó y que le sirvió para mentirles. Todos han oído una
voz que cada uno creía ser el único en escuchar:
—En realidad, no creías que te salvarían. Ven, ahora
ya sabemos todos quiénes somos. Suponías que nadie iba a tomarse el trabajo de
salvarte a ti, viejo…
No hay salida. Permanecer y esperar, estarse quieto y
callado. El grito persiste a través del espacio. Cuando llegue, ¿lo hará en la
oscuridad o traerá su propia luz? ¿Llegará la luz antes o después?
Pero ya hay luz. ¿Cuánto hace que hay luz? Durante
todo el tiempo, la luz ha ido filtrándose junto con el frío aire matinal que
roza ahora sus pezones de hombre. La luz ha comenzado a revelar un buen surtido
de borrachos perdidos, algunos de uniforme y otros no, agarrados a botellas
vacías o semivacías, tumbados en un sillón, arrellanados ante una chimenea fría
o acurrucados en varios divanes, alfombras o meridianas, en los distintos
niveles de la enorme habitación, roncando y jadeando a distintos ritmos en un
coro que se renueva a sí mismo mientras la luz de Londres crece entre los
rostros procedente de las ventanas divididas con parteluz, crece, invernal y
elástica, entre los estratos de humo de la noche pasada que aún penden,
desvaneciéndose, de las enceradas vigas del cielorraso. Todos estos que están
horizontales, estos compañeros de armas, se ven ahora tan sonrosados como un
grupo de campesinos holandeses que soñaran con su segura resurrección durante
los próximos minutos.
Su nombre es capitán Geoffrey («Pirata») Prentice.
Está envuelto con una gruesa manta, un tartán de color orín, naranja y
escarlata. Su cráneo parece de metal.
Sobre él, a casi cuatro metros por encima de su
cabeza, Teddy Bloat está a punto de caer desde la galería de los cómicos, tras
haber elegido desplomarse por el lugar en que alguien, semanas atrás, había
pateado, en un formidable arranque, dos de los balaustres de ébano y los había
hecho saltar de su sitio. Ahora Bloat, en su estupor, ha ido introduciendo la
cabeza en la abertura, luego los brazos y el torso, hasta que sólo lo sostiene
allá arriba un botellín de champán vacío en el bolsillo de la cadera, que, de algún
modo, está enganchado en algún sitio…
Pirata ya ha logrado incorporarse en su angosta cama
de soltero y parpadea. ¡Qué terrible! ¡Qué espantosamente terrible…! Oye en lo
alto rasgaduras de ropas. La Special Operations Executive (la organización
secreta británica constituida en 1940 a la caída de Francia, destinada a
adiestrar hombres para actuar como quintacolumnistas en territorio ocupado e
iniciar y coordinar la subversión y el sabotaje contra el enemigo) lo ha
entrenado para reaccionar con rapidez. Salta del catre y, de una patada, lo
hace salir disparado sobre sus ruedecillas en dirección a Bloat. Este cae a
plomo, exactamente en medio del camastro, con un gran estruendo de resortes, y
una de sus piernas se hunde en él.
—Buenos días —dice Pirata.
Bloat sonríe levemente y se pone a dormir de nuevo,
abrigándose con la manta de Pirata.
Bloat es uno de los moradores del lugar, como
coinquilino del hotelito erigido el siglo pasado no lejos del Chelsea
Embankment por Corydon Throsp, un conocido de los Rossetti, que usaba batas
peludas y se pirraba por cultivar plantas medicinales en el terrado del
edificio (tradición que el joven Osbie Feel ha hecho revivir últimamente),
algunas de ellas apenas capaces de sobrevivir a la niebla y a las heladas, pero
muy productivas como fragmentos de peculiares alcaloides para abonar la tierra,
junto con el estiércol de un trío de cerdas Wessex Saddleback que habían sido
premiadas, y que el sucesor de Throsp había alojado allí, junto con las hojas
muertas de diversos árboles decorativos trasplantados al terrado por
arrendatarios posteriores, y la extraña comida indigerible arrojada o vomitada
por tal o cual sensible epicúreo. Todo mezclado, finalmente, por la cuchilla de
las estaciones y convertido en un empaste, de varios palmos de grosor, de una
increíble tierra negra de cultivo en la que podía crecer cualquier cosa, entre
las que las bananas eran de las menos raras. Pirata, desesperado por la escasez
de bananas en tiempo de guerra, decidió construir un invernadero de vidrio en
el terrado y convenció a un amigo que hacía la ruta Río-Asunción-Fort Lamy para
que le proporcionara un par de retoños de banano a cambio de una cámara
fotográfica alemana, si es que Pirata tenía la suerte de conseguirla en una de
sus misiones de paracaidista.
Pirata se había hecho famoso por sus Desayunos de
Bananas. Acudían en tropel compañeros de rancho de toda Inglaterra, incluso
algunos alérgicos o manifiestamente hostiles a las bananas, sólo para
contemplar cómo la acción de las bacterias junto con el entrecruzamiento de
anillos y cadenas subterráneos formaba una maraña que sólo Dios habría podido
desenredar, y hacía que los frutos se desarrollaran hasta una longitud de
cuarenta y cinco centímetros. Sí, asombroso, pero cierto.
Pirata orina en el retrete sin un solo pensamiento en
la cabeza. Después se sumerge en la bata de lana que usa del revés para
esconder el bolsillo de los cigarrillos, aunque no siempre da resultado.
Esquivando los tibios cuerpos de los amigos se encamina hacia las puertas-ventana,
se desliza al exterior y se sumerge en el frío; al notar el impacto de éste en
los empastes de sus dientes se queja, trepa por una escalera que da vueltas en
espiral hasta la terraza y se detiene un momento para observar el río. Todavía
se ve el sol en el horizonte. El día se insinúa lluvioso, pero, de momento, el
aire aparece extraordinariamente claro. La gran central eléctrica y, más allá,
la fábrica de gas se muestran con toda precisión; por la mañana se han formado
cristales en los vasos de cristalización, las chimeneas, los respiraderos, las
torres y las cañerías… Sinuosas emanaciones de humo y vapor…
—Aaah… —Es el mudo rugido de Pirata mientras observa
cómo desaparece su aliento sobre los parapetos— ¡Aaah!
Los tejados y azoteas danzan en la mañana. Y ahí lucen
sus gigantescos racimos de bananas: amarillo radiante, verde húmedo. Abajo, sus
compañeros sueñan, extasiados, con un Desayuno de Bananas. Este despejado día
no debería ser peor que cualquier otro…
¿Lo será? En la lontananza, hacia Oriente, en el cielo
rosado, algo acaba de resplandecer con grandes destellos. Una nueva estrella;
nada menos digno de atención. Se apoya sobre el parapeto para mirar. El punto
brillante ya se ha convertido en una breve línea vertical de color blanco. Debe
de estar en algún lugar por encima del mar del Norte…, por lo menos a esa
distancia… Abajo, campos de hielo y una fría mancha de sol…
¿Qué es? Nunca ocurre nada semejante. Pero Pirata lo
sabe, a fin de cuentas. Lo vio en una película hace quince días…, se trata de una
estela de humo. Ahora se ve un dedo más alta. Pero no es la estela de un avión.
Los aviones no se lanzan verticalmente. Se trata de la nueva y todavía Muy
Secreta bomba-cohete alemana.
«Nueva recepción de correo».
¿Lo ha murmurado o sólo lo ha pensado? Se ajusta el
raído cinturón de la bata. Se supone que el alcance de estas cosas es de más de
doscientas millas. No es posible ver una estela de humo a doscientas millas de
distancia, no es posible.
¡Oh! Oh, sí: rodeando la curva de la Tierra, más allá,
hacia el este, el sol acaba de asomar en Holanda, da contra el escape del
cohete, gotas y cristales, y los hace brillar a través del mar…
De repente, la línea blanca ha detenido su ascenso.
Debe de ser la interrupción de la transmisión de combustible, el fin de la
combustión, esa palabra que emplean… Brennschluss. Nosotros no tenemos ninguna
para eso. O es materia reservada. El borde inferior de la línea, la estrella
original, ha comenzado a desvanecerse en el rojizo amanecer. Pero el cohete
estará aquí antes de que Pirata vea salir el sol.
La estela, borrosa, ligeramente desgarrada en dos o
tres direcciones, cuelga del cielo. El cohete, ahora pura balística, ha subido
más. Pero se ha hecho invisible.
Tendría que hacer algo…, llegarse a la sala de
exploración de Stanmore. En los radares del Canal tendrían que haberlo captado…
No: en realidad, no hay tiempo. Menos de cinco minutos desde La Haya hasta aquí
(el tiempo que lleva caminar hasta la cafetería de la esquina…, el tiempo que
tarda la luz del sol en alcanzar el planeta del amor…, un instante). ¿Lanzarse
a la calle? ¿Advertir a los demás?
Recoger las bananas. Camina con dificultad sobre el
negro abono hasta el invernadero. De pronto, siente que está a punto de
cagarse. El misil, a sesenta millas de altura, debe de estar alcanzando el
punto más alto de su trayectoria…, comenzando su caída… ahora.
La luz del día penetra a través del entramado, los
blanquecinos paneles brillan. ¿Cómo podría haber un invierno -incluso éste- lo
bastante gris para envejecer este hierro que puede silbar en el viento, o
nublar estas ventanas que se abren a otra estación, aun siendo su protección
sólo aparente?
Pirata mira el reloj. No registra nada. Le escuecen
los poros de la cara. Vaciando su mente —una triquiñuela que aprendió en el
Comando— se adentra en el calor húmedo de su bananería, procede a recoger las
mejores y más maduras bananas levantándose la parte inferior de la bata para
dejarlas caer en ella, únicamente se permite contar bananas, mueve sus piernas
desnudas entre los racimos colgantes, entre estos candelabros amarillos, este
crepúsculo tropical…
Otra vez afuera, al invierno. La estela ha
desaparecido totalmente del cielo. Pirata siente el sudor, casi tan frío como
el hielo, sobre su piel.
Invierte algún tiempo en encender un cigarrillo. No
oirá la llegada de la cosa. Se desplaza más rápidamente que la velocidad del
sonido. La primera noticia que se tiene de ella es la explosión. Luego, si uno
sigue existiendo, oye el ruido de su llegada.
Si la cosa cayera exactamente en… Oooh, no,.. Si, por
una fracción de segundo, uno tuviera que sentir el choque de la punta, con la
terrible masa encima, en el propio cráneo… Pirata se encoge de hombros y lleva
sus bananas escalera de caracol abajo.
1973
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