miércoles, diciembre 10, 2014

“Para una tumba sin nombre”, de Juan Carlos Onetti







Fragmento


Reí un poco y entonces me llegó el turno de caminar hasta la ventana. Vi la noche muerta, alumbrada apenas por cuatro faroles desleídos, el resplandor velado de la marquesina del Plaza. El reloj de la intendencia dio una campanada; pero no podía saberse qué hora era porque el carrillón no funcionaba desde hacía unos meses. Me volví diciendo, sin burla, sin otro deseo que ayudar, como si la historia fuera un trabajo que íbamos haciendo entre los dos: —Ahora estamos mucho mejor. En todo caso, es usted quien acaba de ver, personalmente, a la mujer manejando al chivo. No Godoy ni Tito. Ahora, el resto tiene que ser mucho más fácil. Se trata de unir esa escena con la del entierro, rellenar los ocho o nueve meses que las separan.

 Pero Jorge no me estaba escuchando. Se había levantado y sonreía con fatiga, desencantado. No pude recordar en qué cara había visto yo una vez aquella mirada azul un poco atónita, aquel rabioso brillo de juventud, un mechón, cobrizo, colgando hacia la sien. Sopló en la pipa y la guardó en la cadera.

 —Un trago y me voy —dijo mirando la noche por encima de mi hombro—. Mañana vamos a pasar el día en Villa Petrus, desde muy temprano. Nunca puede saberse. Estaba pensando que acaso yo no me vacié totalmente de mi rencor aquella noche cuando la espiaba simulando leer un diario. Y sin embargo no mentí al hablarle de la piedad. Esta vez se equivocó: no era el final de un capítulo sino el final del prólogo.

 No volví a hablar con Jorge aquel verano; no quería acercarse; me saludaba de lejos alzando la pipa, exagerando la alegría de verme.



1959








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