viernes, enero 17, 2014

“Reflexiones al cumplir mis ochenta años”, de Bertrand Russell









Al alcanzar los ochenta años es razonable suponer que la mayor parte de la obra de cada uno está realizada y que lo que queda por hacer será de menor importancia. La parte más importante de mi vida ha estado consagrada constantemente, desde la adolescencia, a dos objetivos diferentes que, durante mucho tiempo, han sido independientes y sólo en los últimos años se han unido en un conjunto único. Por un lado, quería poner en claro si es posible algún conocimiento; por otro, quería hacer todo lo que fuera posible para la creación de un mundo más feliz. Hasta los 38 años, dediqué la mayor parte de mis energías a la primera de esas tareas. Fui asaltado por el escepticismo y me vi forzado a concluir, de mala gana, que mucho de lo que pasa por conocimiento está sujeto a razonables dudas. Necesitaba yo la certeza como otros necesitan la fe religiosa. Creía que la certeza podría ser encontrada con mayor probabilidad en las matemáticas que en cualquier otra esfera. Pero descubrí que muchas demostraciones matemáticas, cuya aceptación por mi parte mis profesores estaban seguros de obtener, estaban llenas de falacias y que, si verdaderamente la certeza debía encontrarse en las matemáticas, lo sería en una nueva clase de matemáticas, con fundamentos más sólidos que los que hasta entonces se habían tenido como tales. Pero, según avanzaba en este trabajo, recordaba constantemente la fábula del elefante y de la tortuga. Habiendo construido un elefante sobre el que podrían descansar las matemáticas, me di cuenta de que el elefante se bamboleaba y procedí a construir una tortuga que sostuviese al elefante. Pero la tortuga no era más sólida que el elefante y, después de unos veinte años de un trabajo muy arduo, llegué a la conclusión de que no quedaba nada más que yo pudiese hacer para asentar un conocimiento matemático indubitable. Luego vino la primera guerra mundial, y mis pensamientos se concentraron en la miseria y la locura humanas. Me parece que ni la miseria ni la locura forman parte de la inevitable herencia del hombre. Estoy convencido de que la inteligencia, la paciencia y la persuasión podrán liberar, más pronto o más tarde, a la especie humana de las torturas que a sí misma se ha impuesto, con tal de que antes no se extermine a sí misma.

Fundado en esta creencia, he tenido siempre cierto optimismo, a pesar de que, conforme he ido envejeciendo, ese optimismo se ha hecho más sobrio y la feliz solución final se ha alejado mucho. Pero sigo siendo completamente incapaz de coincidir con aquellos que aceptan, de un modo fatalista, la opinión de que el hombre está destinado al sufrimiento. No es difícil descubrir las causas de la infelicidad del pasado y del presente. Ha existido la pobreza, la peste y el hambre, debido al imperfecto dominio del hombre sobre la naturaleza. Ha habido guerras, opresiones y torturas, debido a la hostilidad del hombre hacia sus semejantes. Y han existido miserias morbosas, alimentadas por credos tenebrosos, que llevaban a los hombres a una profunda discordia íntima que hacía inútil cualquier prosperidad externa. Todo ello no es inevitable. Por lo que se refiere a todas esas causas, se conocen medios con las que pueden ser superadas. En el mundo moderno, si existen comunidades desgraciadas, es porque esas comunidades lo quieren así. O, hablando con más precisión, porque están sometidas a ignorancias, hábitos, creencias y pasiones, que son más queridas por ellas que la felicidad e, incluso, que la vida. En nuestra peligrosa época, encuentro muchos hombres que parecen enamorados de la miseria y de la muerte y que se encolerizan cuando se les habla de esperanzas. Creen que la esperanza es algo irracional y que, situándose en una perezosa desesperanza, no hacen otra cosa que aceptar los hechos. No puedo estar de acuerdo con esos hombres. Seguir teniendo confianza en nuestro mundo, pone a prueba nuestra energía y nuestra inteligencia. En los que desesperan, con mucha frecuencia, es la energía la que falta.

La última mitad de mi vida ha transcurrido en uno de esos dolorosos períodos de la historia humana durante los cuales el mundo va de mal en peor y las victorias del pasado, que parecían ser definitivas, han resultado sólo momentáneas. En mi juventud, nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo, siguiendo un ordenado proceso de desarrollo; se esperaba que la crueldad, la tiranía y la injusticia irían disminuyendo de manera continua. Casi nadie estaba obsesionado por el temor a grandes guerras. Casi nadie pensaba que el siglo XIX era un breve intermedio entre la barbarie del pasado y la del futuro. Para los que se educaron en aquella atmósfera, el ajuste con el mundo actual ha sido difícil. Ha sido difícil no sólo sentimentalmente, sino también intelectualmente. Ideas que se creían acertadas han resultado inadecuadas. En algunos casos, las libertades valiosas han resultado muy difíciles de conservar. En otros, especialmente por lo que se refiere a las relaciones entre las naciones, las libertades anteriormente estimadas han resultado fuentes potenciales de desastres. Se necesitan nuevos pensamientos, nuevas esperanzas, nuevas libertades y nuevas restricciones a la libertad si el mundo debe salir de su peligroso estado actual.

No puedo pretender que lo que he hecho en relación con los problemas políticos y sociales haya tenido gran importancia. Es relativamente fácil ejercer un efecto inmenso gracias a un evangelio dogmático y preciso, como el del comunismo. Pero, por mi parte, no puedo creer que lo que la humanidad necesita sea algo preciso o dogmático. Ni puedo creer firmemente en ninguna doctrina parcial que se ocupe solamente de alguna parte o de algún aspecto de la vida humana. Existen los que mantienen que todo depende de las instituciones y que las buenas instituciones darán lugar, inevitablemente, al milenario. Y, por otro lado, están los que creen que lo que hace falta es un cambio en los corazones y que, comparado con esto, las instituciones son de poca importancia. No puedo aceptar ninguna de esas dos concepciones. Las instituciones moldean el carácter y el carácter transforma las instituciones. La reforma de ambas cosas debe realizarse al unísono. Y, si se quiere que los individuos conserven el grado de iniciativa y de flexibilidad que deben tener, no se les debe forzar para que todos se metan en un molde rígido; o, para cambiar de metáfora, no se les debe alinear en el mismo ejército. La diversidad es un factor esencial, a pesar de que impida la aceptación universal de un evangelio único. Pero predicar semejante doctrina es difícil, especialmente en tiempos penosos. Y es posible que no sea eficaz hasta que alguna experiencia trágica nos enseñe su amarga lección.

 Mi obra está cerca de su fin, y ha llegado el tiempo de que pueda examinarla en su conjunto. ¿Qué es lo que he conseguido y qué es lo que he dejado de conseguir? Desde muy joven, me imaginaba a mí mismo dedicado a empresas grandes y difíciles. Hace 61 años, paseando sólo por el Tiergarten, sobre la nieve que se fundía y bajo el frío resplandor del sol de marzo, decidí escribir dos series de libros: una, de libros abstractos, que fueran siendo gradualmente más concretos; otra, de libros concretos, que fueran siendo cada vez un poco más abstractos. Estas series debían ser coronadas por una síntesis en la que se combinaría la teoría pura con una filosofía social práctica. Excepto la síntesis final, que todavía se me escapa, he escrito esos libros. Han sido aclamados y alabados, y los pensamientos de muchos hombres y de muchas mujeres se han visto afectados por ellos. En este sentido, he conseguido lo que me proponía.

Pero, por otro lado, tengo que confesar dos fracasos: uno externo y otro interno.

Empecemos por el fracaso externo: el Tiergarten se ha quedado desierto; la puerta de Brandenburgo, por la que entré en él aquella mañana de marzo, se ha convertido en la frontera de dos imperios hostiles, que se acechan mutuamente a través de una barrera casi invisible y que preparan, con gesto torvo, la ruina de la humanidad. Los comunistas, los fascistas y los nazis han declarado la guerra, unos tras otros, a todo lo que consideraba bueno y, al derrotarlos, mucho de lo que intentaban salvaguardar sus contrincantes se está perdiendo. La libertad se considera debilidad, y la tolerancia se ha visto obligada a vestirse con el ropaje de la traición. Los viejos ideales se tienen por inoperantes y ninguna doctrina que esté exenta de rudeza merece respeto.

El fracaso interno, de poca importancia para el mundo, ha convertido mi vida mental en una batalla perpetua. Empecé con la creencia, más o menos religiosa, en un mundo platónico eterno en el que las matemáticas brillaban con una belleza como la de los últimos cantos del Paraíso. Terminé llegando a la conclusión de que el mundo eterno es algo trivial y que las matemáticas son únicamente el arte de decir lo mismo con palabras diferentes. Empecé creyendo que el amor, libre y valeroso, podría conquistar sin lucha el mundo. Y terminé apoyando una guerra cruel y terrible. Esto fue un fracaso. Pero, bajo este fardo de fracasos, soy consciente todavía de algo que considero una victoria. Es posible que haya concebido incorrectamente la verdad teórica; pero no estaba equivocado al pensar que existe tal cosa y que merece que seamos fieles a ella. Puedo haber creído que el camino hacia un mundo de seres humanos libres y felices era más corto de lo que realmente es; pero no estaba equivocado al pensar que es posible ese mundo y que merece la pena vivir con la idea de acercarnos a sus límites. He vivido persiguiendo una visión personal y una visión social. La personal: amar lo que es noble, lo que es bello, lo que es benévolo, permitir los arrebatos de intelección que ofrezcan sabiduría a tiempos más mundanos. Social: ver con la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos se desarrollen libremente y donde el odio, la codicia y la envidia se extingan porque no exista nada que pueda alimentarlos. Creo en estas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no ha podido conmover esas creencias.





en Retratos de memoria y otros ensayos, 1956










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