viernes, septiembre 14, 2012

“El poeta”, de Michael Connelly

Fragmento







El lunes siguiente volví al trabajo en el Rocky Mountain News. Al entrar en la redacción sentí que las miradas se clavaban en mí, pero no era una sensación nueva. A menudo sentía que me miraban al entrar. Yo tenía un trabajo con el que todos los de la redacción soñaban. Sin agobias diarios, sin cierres diarios. Tenía libertad para recorrer toda el área de difusión del Rocky Mountain y escribir sobre un tema. Asesinatos. A todo el mundo le gusta una buena historia de crímenes. Algunas veces había desmenuzado todo el proceso de un tiroteo, contando las historias del tirador y de la víctima y su colisión fatal. Otras veces había escrito sobre un crimen de la alta sociedad en Cherry Hill o sobre un tiroteo en un bar de Leadville. Intelectuales y paletos, crímenes de poca monta y asesinatos importantes. Mi hermano tenía razón: eso vendía periódicos si lo contabas bien. Y yo lo hacía. Me tomaba el tiempo necesario y lo contaba bien.

Sobre mi mesa, junto al ordenador, había una pila de periódicos que medía un palmo de altura. Era mi fuente principal de reportajes. Estaba suscrito a todos los diarios, semanarios y revistas mensuales que se publicaban desde Pueblo hasta Bozeman. Me servían para rastrear pequeñas historias sobre asesinatos que pudiera convertir en grandes reportajes. Siempre había mucho donde escoger. En los dominios del Rocky Mountain mantenía una veta de violencia desde los tiempos de la fiebre del oro. No tanta violencia como en Los Ángeles, Miami o Nueva York, ni mucho menos. Pero a mí nunca me faltaba material. Siempre andaba buscando algo nuevo o diferente sobre el crimen o la investigación, un golpe de efecto o un toque de melancolía. Mi trabajo consistía en explotar esos elementos.

Pero aquella mañana no buscaba ideas para un reportaje. Empecé por escudriñar el montón de, ediciones atrasadas del Rocky y de nuestro competidor, el Post. Los suicidios no figuran en la dieta habitual de los diarios a menos que hayan ocurrido en extrañas circunstancias. La muerte de mi hermano entraba en esa categoría. Pensé que era muy posible que se hubiera publicado algo. Tenía razón. Aunque el Rocky no había publicado nada, probablemente por tener un detalle conmigo, el Post del día siguiente a la muerte de Sean traía una noticia a tres columnas al pie de una de las páginas de local.


UN DETECTIVE SE SUICIDA EN EL PARQUE NACIONAL

Un veterano detective de la policía de Denver, que investigaba el asesinato de la estudiante de la Universidad de Denver Theresa Lofton, fue hallado muerto por una herida de bala que al parecer se había disparado él mismo el jueves en el parque nacional de las Rocosas, según fuentes oficiales.

Sean McEvoy, de treinta y cuatro años, fue hallado en su coche patrulla sin distintivos, que estaba estacionado en un aparcamiento del lago Bear, junto a la entrada de Estes Park. El cuerpo del detective fue descubierto por un guarda forestal que oyó un disparo sobre las cinco de la tarde y acudió al aparcamiento a investigar.

Las autoridades del parque han pedido al Departamento de Policía de Denver que investigue la muerte, y el caso está en manos de la Unidad de Investigaciones Especiales (SID). El detective Robert Scalari, que dirige la investigación, declaró que hay indicios preliminares de que se trata de un suicidio.

Scalari informó de que se había hallado una nota en el lugar de la muerte, pero se negó a hacer público su contenido. Dijo que se cree que McEvoy estaba desanimado ante ciertas dificultades de tipo profesional, pero también se negó a hablar sobre los problemas que tenía. McEvoy, que se crió y aún vivía en Boulder, estaba casado, pero no tenía hijos. Llevaba doce años en el Departamento de Policía, en el que ascendió rápidamente a un puesto en la unidad de Delitos Contra Personas Físicas (CAP), que lleva las investigaciones de todos los delitos violentos en la ciudad.

McEvoy era actualmente jefe de la unidad y recientemente había dirigido las investigaciones sobre la muerte de Theresa Lofton, de diecinueve años, que fue hallada estrangulada y mutilada hace tres meses en Washington Park. Scalari se negó a comentar si el caso Lofton, que sigue sin resolver, se citaba en la nota de McEvoy o era una de las dificultades profesionales que supuestamente le afectaban.

Scalari señaló que no se sabe por qué McEvoy acudió a Estes Park antes de suicidarse y añadió que la investigación sobre la muerte sigue adelante.


Leí la noticia dos veces. No contenía nada que yo no supiera, pero me provocaba una extraña fascinación. Quizá porque creía que sabía o que empezaba a tener una idea de por qué Sean había ido a Estes Park y había hecho todo el camino hasta el lago Bear. Había una razón, pero yo no quería pensar en ella. Recorté el artículo, lo puse en una carpeta y guardé ésta en un cajón del escritorio.

Mi ordenador emitió un pitido y apareció un mensaje en lo alto de la pantalla. Era una llamada del redactor jefe en Denver. Había vuelto al trabajo. El despacho de Greg Glenn estaba al fondo de la sala de redacción. Una de las paredes era de vidrio y le permitía ver las hileras de mesas en que trabajaban los reporteros y, a través de las ventanas que daban al oeste, las montañas cuando no las tapaba la polución.

Glenn era un buen jefe, que en una noticia valoraba la redacción por encima de todo. Eso era lo que me gustaba de él. En este oficio hay dos escuelas de redactores jefe. A unos les gustan los hechos y atestan con ellos la noticia hasta dejarla tan sobrecargada que nadie la va a leer entera. A otros les gustan las palabras y nunca dejan que los hechos se interpongan. Glenn me gustaba porque me dejaba escribir y casi se puede decir que me permitía escoger el tema. Nunca me metía prisas por un original y nunca me daba la paliza para que lo entregase. Hacía tiempo que intuía que todo lo que me gustaba cambiaría si él dejaba el periódico, si lo degradaban o lo promocionaban fuera de la redacción. Los redactores jefe se construyen sus propios nidos. Si él se iba, lo más probable es que yo me viera de nuevo trabajando en los sucesos, escribiendo sueltos basados en notas policiales. Cubriendo crímenes de poca monta.

Me senté en el sillón acolchado que había ante su escritorio, mientras él acababa una conversación telefónica. Glenn tenía unos cinco años más que yo. Cuando entré en el Rocky, diez años atrás, él era uno de los reporteros estrella, como yo ahora. Pero, finalmente, entró a formar parte de la dirección. Ahora iba siempre de traje, tenía sobre la mesa una de esas estatuillas de un futbolista de los Broncos que movía la cabeza, pasaba más tiempo al teléfono que en cualquier otra actividad y estaba siempre atento a los vientos políticos que soplaban desde la oficina central de la empresa en Cincinnati. Era un cuarentón con barriga, mujer, dos hijos y un buen sueldo que no alcanzaba para comprar una casa en el barrio en el que su esposa quería vivir. Me lo había contado todo tomando una cerveza en el Wynkoop, la única noche que habíamos salido juntos en los últimos cuatro años.

Clavadas en una pared del despacho de Glenn estaban las portadas de los últimos siete días. Lo primero que hacía cada día era quitar la más antigua y poner la última. Supongo que lo hacía para seguir el rastro de las noticias y la continuidad de su cobertura. O quizá porque, como ya no firmaba nunca nada, el poner las páginas allí era un modo de recordarse a sí mismo que era el responsable. Glenn colgó el teléfono y me miró.

– Gracias por venir -me dijo-. Sólo quería decirte otra vez que siento lo de tu hermano. Y que si quieres tomarte más tiempo, no hay ningún problema. Nos apañaremos.
– Gracias, pero ya he vuelto.

Asintió, pero no hizo ningún gesto que diera por terminada la conversación. Yo sabía que me había llamado por algo más.

– Bueno, pues a trabajar. ¿Tienes algo entre manos? Por lo que recuerdo, estabas buscando un nuevo proyecto cuando… cuando ocurrió. Me imagino que si estás de vuelta lo mejor será que estés ocupado en algo. Ya sabes, otra vez a sumergirse.

Fue en ese momento cuando supe lo que iba a hacer a continuación. Bueno, de hecho era algo que estaba en mi cabeza. Pero no había salido a la superficie hasta que Glenn me planteó la cuestión. Entonces, por supuesto, resultó obvio.

– Voy a escribir sobre mi hermano -le dije.

No sé si era eso lo que Glenn esperaba que le dijese, pero creo que sí. Creo que le había echado el ojo a la historia desde que se enteró de que los polis habían venido a buscarme a la sala de espera para contarme lo que había hecho mi hermano. Probablemente era lo bastante sagaz para saber que no me tendría que sugerir ese reportaje, que se me ocurriría a mí mismo. Le bastó con plantearme una simple pregunta.

En cualquier caso, mordí el anzuelo. Y eso cambió toda mi vida. Con la misma claridad con que se puede trazar la línea de la vida en retrospectiva, la mía cambió con aquella frase, en el momento en que le dije a Glenn lo que iba a hacer. Por entonces creía que sabía algo acerca de la muerte. Creía que sabía algo sobre el mal. Pero no sabía nada.



1996











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