lunes, diciembre 13, 2010

"1984", de George Orwell

Fragmento



Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña elevación de cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabelleras femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.

—¿No hay por aquí cerca un arroyo? —murmuró.
—Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se puede verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.
—Es el País Dorado... casi —murmuró.
—¿El País Dorado?
—No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.
—¡Mira! —susurró Julia.

Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus caras. Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio, inclinó la cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al sol y empezó a cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el volumen de aquel sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repetirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquello. Gradualmente la música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que saliera de se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre hojas. Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.

El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.

Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Sí! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico gesto con el cual toda una civilización parecía anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.

—¿Has hecho esto antes?
—Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces. —¿Con miembros del Partido?
—Sí, siempre con miembros del Partido.
—¿Con miembros del Partido del Interior?
—No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como pretenden. Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.

La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.

—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?
—Sí, perfectamente.
—Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna parte. Quiero que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.
—Pues bien, debo irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
—¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en si.
—Lo adoro.

Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Ésta era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.

Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se despertó Winston. Se incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano. Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces que todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.

Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y protector sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras escuchaba el canto del pájaro había desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.
















1949













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