viernes, octubre 29, 2010

"Señales de Ruta de Juan Luis Martínez", de Enrique Lihn / Pedro Lastra





La nueva novela, libro inabordable para las empresas editoriales chilenas, fue publicado por su autor en 1977, después de larga sedimentación. Sin ser un objeto de lujo, en la medida en que sigue siendo un libro, se resiste sin embargo y por todos los medios técnicos y formales a una definición genérica. La nueva novela y La poesía chilena (1978) -obra ésta que prescinde ya de los caracteres atribuidos a y esperables de un libro- son las partes salientes del iceberg impredecible que es el trabajo inédito de Juan Luis Martínez, poeta de Valparaíso nacido en 1942: el decano de los poetas jóvenes y no reconocido mentor y orientador de estos sondeos de la nueva ruptura, instancia que Eduardo Llanos reconoce como Neovanguardia, atendiendo a sus tácticas de ocupación de la escena; pero el caso de Juan Luis Martínez es incompatible con esa conducta extrovertida: la suya es más bien la de un "sujeto cero" que se hace presente en su desaparición, y que declara e inventa sus fuentes, borgeanamente.

El sistema de citas y referencias de Juan Luis Martínez no es sólo lingüístico sino semiológico en un sentido amplio; abundan entre ellas las que provienen de la fotografía, de la gráfica propia y ajena, del diseño anónimo con fines didácticos, de la iconografía popular de personajes célebres, etc.

Todo libro es temporal, en la medida en que lo datan sus referentes culturales, y es durable mientras lo actualicen las lecturas sucesivas. Nos parece que La nueva novela es el proyecto utópico de escapar a la temporalidad, manipulando esos referentes de las maneras más contradictorias, entre las cuales anotamos:

- la declaración de referentes canónicos, hiperreconocidos;
- el elitismo y la sofisticación de otros;
- el pasaje por las culturas y por las épocas;
- el emplazamiento del sujeto de los textos en el centro móvil de una circunferencia -el libro- de gran amplitud de radios. Las coordenadas también son móviles. Resultado: la imposibilidad de precisar el punto de intersección de las líneas que constituyen esa trama.

La amplitud y complejidad de las referencialidades produce la reducción voluntaria del corpus de lectores, destinados a integrar un tipo de cofradía como la de los sabios de Tlön, que repiten su identidad de generación en generación.

La producción de dicho tipo de lectores forma parte de este imposible designio de escapar a las lecturas distanciadas que pueden sorprender la temporalidad a la que el libro se niega, acentuándose en su calidad de generador de espejismos. Si la cofradía de lectores producida por el tejido que es La nueva novela se repite a sí misma en el tiempo, se congela la temporalidad del libro. Pero también podría ser que el autor apelara a un lector histórico, atento a los índices temporales, confundiéndolo con trucos de prestidigitador, bombardeándolo con efectos de intemporalidad, forzándolo a reajustar sus fechas una y otra vez.

Quienes descreemos de la eternidad -nos contamos entre ellos- tendríamos que trabajar arduamente para contextualizar y temporalizar La nueva novela. Nos limitaremos sólo a ciertas sugerencias.

Parece indudable que las lecturas y saberes de los que se alimenta Juan Luis Martínez se extienden a todos los campos en los que el lenguaje fragiliza los criterios de verdad y de realidad, por encima de la presunción de verosimilitud. "No es su verdad sino su aire de verdad lo que constituye el valor de ciertas obras de arte" (M. Riffaterre): Esto -que es demasiado obvio en lo que concierne a algunos falsos silogismos, herencia de la antipoesía inglesa de la que se derivaron productos irregulares en la poesía surrealista- accede a la mayor sutileza cuando J.L.M. responde como un arquero afgano ante su presa vertiginosa y da justo en el jabalí. Es entonces cuando "construye un mundo coherente a partir de NADA, sabiendo que: YO = TU y que TODO es POSIBLE" (p. 33).

Dos o tres poemas sobre desapariciones, dispersos en distintas secciones del libro, pero que remiten unos a otros, son el tema de lo que sigue:
"La desaparición de una familia", que adelanta en la página 121 del libro tres notas y la promesa de un epígrafe, emerge varias páginas después desde un apartado que cumple la promesa del "Epígrafe para un libro condenado: La política", en la ironía cortante de Francis Picabia: "El padre y la madre no tienen el derecho de la muerte sobre sus hijos, pero la Patria, nuestra segunda madre, puede inmolarlos para la inmensa gloria de los hombres políticos" (p. 135).

Existiría una relación de suplemento entre el texto y el epígrafe en el sentido derridiano: el epígrafe es lo que le sobra y le falta al texto. Picabia se refiere a la Patria como madre inmoladora, imagen que desaparece en el poema y es conmutada por la casa. "La desaparición de una familia" hace de la casa lo que Picabia hace de la Patria, otorgándole un derecho a muerte que, en términos fotográficos, acercaría el negativo a lo real más que el revelado. Todas las características que hacen de la casa un lugar cerrado, acotado y protector, y los trayectos rituales de sus moradores, se espectralizan guardando sus formas. La casa es el mundo como lugar abierto, desprotegido y amenazante, que en lugar de sustraer de los peligros de la existencia los condensa y los especializa, señalándole a cada uno el modo y el lugar específicos de su desaparición.

Para mayor abundancia, digamos que la inestabilidad de las señales de ruta (que se borran, se olvidan, se confunden, no se oyen, siendo que en una casa esas señales forman parte de un código arquitectónico) la desconstruyen conservándola fantasmáticamente intacta.

Las impresiones que estamos reuniendo se confirman por las dos voces que se leen -sin producir ningún efecto de oralidad- como textos de un "estilo fantasmal": funcionalmente anacrónicos. La primera vez es como la de un narrador omnisciente de una novela tradicional; la segunda materializa la figura del padre, cuyo registro verbal combina el tono didáctico, asertivo, de mentor y guía, con la inutilidad de un saber paradójico que no resuelve nada (todos desaparecen a pesar de sus advertencias).

El efecto de desaparición recorre el poema temática y estilísticamente. En este último nivel, la textura marmórea y sin relieve de la "escritura que habla" refuerza ese efecto.

Nos parece que una de las felicidades de este poema disfórico proviene de la energía de "bricoleur" de su autor, experto en el arte combinatoria y en la frecuentación submarina de las escrituras con-sagradas y de las literaturas sumergidas. En el teatro de sombras que es esta casa se entrevén las presencias de Dante, Lewis Carroll, Jean Tardieu, N. Parra. J. Cortázar, los surrealistas, los filósofos del lenguaje y, sin duda, otras que se nos escapan.

Esto en lo que se refiere a los autores de occidente, que aportan sus índices de familiaridad; pero parece obvio que el norte de Martínez es el oriente, no sólo por las paráfrasis y citas falsas o verdaderas del budismo Zen, sino por la aplicación de lo que Fenollosa consideraba el método científico de la poesía y del sistema ideográfico de los chinos, por oposición a las abstracciones del pensamiento occidental. El trabajo de J. L. M. está animado por una noción de la "ciencia oriental" que redunda en su forma de hacer poesía occidental: la "nosimismidad" ensimismada del sujeto que habla, que proviene de la oposición "sí mismo"/"no sí mismo". Buda opone la ilusión de la individualidad -el sí mismo, condenada a percibir ilusoriamente el mundo- al no sí mismo como una manera de acceder a la iluminación o a la verdadera sabiduría (en un comentario de esta doctrina se lee que "mientras hay luces y sombras, el principio de la individualidad nos abruma"). De aquí el efecto de transtemporalidad que produce la escritura de J. L. M.: la tentación de lo innombrale, la conciencia de las polaridades, el simultaneísmo de los opuestos, el desasimiento emotivo, la escenificación de la coexistencia de los tiempos como enseña el Avatamsaka (ilustrada en "La casa del aliento").

La propuesta de Martínez es la de una autoría transindividual, que quiere superar desde el oriente la noción de intertextualidad según se ha entendido en occidente, donde los textos de base están presentes en las transformaciones del texto que los reprocesa; pero en Martínez ella parece resolverse en la negación de la existencia de las individualidades en la literatura, al hacer fluir bajo nombres distintos una misma corriente, que es y no es él. Recuérdese una frase clave de "Observaciones sobre el lenguaje de los pájaros": "...la eternidad incesantemente recompuesta de un jeroglífico perfecto, en el que el hombre jugaría a revelarse y a esconderse a sí mismo..." (p. 126).

Esa frase pertenece a la nota 5 del apartado "Notas y referencias", que tiene por objeto comentar el poema "Observaciones relacionadas con la exuberante actividad de la 'confabulación fonética' o 'lenguaje de los pájaros' en las obras de J.P. Brisset, R. Roussel, M. Duchamp y otros".

En la tesitura del mismo "método científico de la poesía", que hace irrisión de los métodos descriptivos de la ciencia occidental, se elabora una teoría de la comunicación que se pone en duda a sí misma y que socava todo intento de hacer comunicable esa teoría (nos gustaría recordar al lector, en este punto, los versos de Martín Adán que socaban a su vez la comunicabilidad de la poesía: "Poesía se está de fuera: / Poesía es una quimera / Que oye ya a la vez y al dios. / Poesía no dice nada: / Poesía se está callada, / Escuchando a su propia voz". La piedra absoluta.

Si tuviéramos que racionalizar el poema de Martínez, diríamos que el ardid del texto consiste en el empleo de las nociones de lenguaje y de signo retirándole al lenguaje su dimensión semántica y, consecuentemente, al signo uno de sus dos elementos constitutivos: el significado. La transparencia de los signos, dicha en el poema, alude al hecho de que el significante no cubra ningún significado. Recuérdese que la metáfora de F. de Saussure para referirse a los dos constituyentes del signo (significante y significado) es la del anverso y el reverso de una misma lámina. El signo al que se refiere J.L Martínez es un anverso que carece de reverso, y el "lenguaje vacío" es un lenguaje asemántico. Adviértase la complementación contradictoria entre la inanidad del "canto de los pájaros" con la descripción de un lenguaje como sistema cerrado, coherente: malla que es transparente porque carece de significado, pero que es irrompible porque tiene las propiedades de un sistema.

Entendemos este poema como una poética referida a todas las artes cuyo lenguaje no es literalmente descifrable: la pintura, la música, la poesía misma, pues lo que dice el poema está en lo que convoca el lenguaje (discurso retórico) y no en su lectura referencial. El poema es una confabulación en la que el lenguaje de la ciencia occidental, oblicuamente empleado, se entreteje con ese orientalismo que hemos mencionado, en un juego de efecto humorístico que explora subliminalmente su problema: decir y no decir. Ante los reclamos de un discípulo de Buda que ha recibido de él las escrituras en unos ejemplares en blanco, Buda responde: "No es necesario que grites. Esos rollos en blanco son las verdaderas escrituras, pero como veo que sois demasiado ignorantes, no habrá más remedio que escribir algo en ellos" (cf. Mariano Antolín y Alfredo Embid, Introducción al budismo Zen: Enseñanzas y textos, Barcelona, Barral Editores, 1974, p. 30. Del mismo libro proceden todas las citas que hemos coleccionado y que agotan nuestro conocimiento del tema).











1987












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