sábado, junio 13, 2009

"Comarca de ausencias", de Héctor González de Cunco





Como hay que nacer en alguna parte, me tocó Cunco. Y fue por culpa de un pipeño aliñado con rencores añejos. Corría 1949 y mi padre era obrero ferroviario: palanquero del tren de carga de Valparaíso a Puerto Montt. Una tarde de enero, en la “picá” vecina a la Casa de Maquinas de Temuco, uno de los jefes grandes lo desafió a jugar rayuela. Pero había rescoldo de rencillas viejas y un punto dudoso inflamó los orgullos. Volaron insultos. Luego hubo coscachos. Como era mal visto que la jerarquía catase mostos junto al perraje, “La Empresa” calificó el incidente de tropelía menor. En vez de sobre azul, a mi viejo lo relegaron a un ramal. Pudo tocarle Lonquimay, Curacautín, Villarrica, Cherquenco o Carahue. Pero el azar dijo Cunco y ahí lo arrinconaron.

Mi madre, llegó al “pueulo” en marzo, conmigo en la maleta, porque nací tres meses después. Poco recuerdo de mis primeros años, aunque llevo impresos dos aromas de identidad: uno picante, a carbón de piedra ardiendo en “la lorita” y el otro espeso, a manta de castilla húmeda. Además, cualquier repiqueteo de lluvia me suena a infancia con tejuelas.

Tenía seis añitos cuando mi tía Uldadina se casó con Nano Rickemberg, el herrero del pueblo y me lo pasé metido en su casa, fascinado con el taller. Yo era un pergenio y mi tío Nano, que siempre ha sido un hombre bueno, ponía un cajón delante de la fragua, me encamaban encima y me encargaba de tirar el fuelle. Para completar la broma, me pagaba un par de chauchas diarias y yo me creía la pilsener en el desierto, trabajando entre hombretones curtidos y con una clientela ruda, de revólver al cinto. Ahí mudé los dientes de leche y eché raíces.

Entonces Cunco y Melipeuco eran una sola comuna y disfrutaban del esplendor económico que se había iniciado en los años ’30 y que declinaría en la década del ’70. Cada día partían varios trenes repletos de madera nativa y al anochecer corríamos a recibir el de pasajeros, que subía la última curva, resoplando, y al llegar envolvía los andenes con vellones de humo y vapor.

La herrería quedaba frente al patio de la estación. Eran seis hectáreas repletas de castillos de madera esperando embarque. En verano, abríamos a las seis de la mañana y la calle amanecía con unas cincuenta carretas cargadas de durmientes, haciendo cola para entregar. Mi tío trabajaba a dos fraguas, con media docena de ayudantes que apenas daban abasto haciendo herramientas o reparaciones para los aserraderos o de los aperos agrícolas de la comarca entera. En ese tiempo todos los puentes eran de madera y en la herrería se hacían, a golpe de yunque y fragua, los inmensos clavos, pernos y abrazaderas. Aún siento un pellizco en las tripas cuando cruzo el puente Medina, sobre el río Allipén. Es el último de aquella época que sigue en uso… claveteado con fierros que ayudé a fundir.

Tirando el fuelle (y boquiabierto), escuché toda la épica fundacional de la comarca, incluyendo las guerras entre aserraderos, con hombres troceados en la sierra, por robar madera. Otras veces se desmenuzaban los turbios orígenes de algunas fortunas locales o las corridas de cerco contra los mapuches. También oí cuentos de pumas cebados con carne humana y mis ojos vieron monedas de plata que sacaron de entierros legendarios. Mi primo Genaro Castro, de Lomocura, conserva unas cuantas. Así, las novelas de Julio Verne, que leería más tarde, resultaban una alpargata al lado de lo que escuché cuando “cauro” chico.

Llegada la edad de los alardes, los chiquillos nos escapábamos de la cama a medianoche para juntarnos a demostrar hombría cruzando el cementerio a solas, mientras los demás vigilaban. Después, envalentonados y borrachos de adrenalina, a hondazos rompíamos las ampolletas del escaso alumbrado público y culminábamos la noche apedreando los techos de las viejas cahuineras. Siempre nos pillaban los pacos y, de las mechas, nos repartían por las casas. Entonces mi adorada tía Uldadina sacaba su lado B (el sádico-autoritario). Antes de azotarme con una varilla de mimbre, me obligaba a bajarme los pantalones. Tenía que pedirle perdón de rodillas y rezar un Padre Nuestro a poto pela’o. Después me machacaba el culo, a conciencia. Pero los críos aguantábamos sin chillar: cada paliza era una condecoración para nuestro rebelde orgullo adolescente. Y reincidíamos a la primera. Mientras, mi tío Nano me ilustraba en las artes de la pesca. A los 13 años saqué mi salmón iniciático en el río Llaima y gané el derecho de ir con los adultos en sus aventuras por los lagos de la cordillera.

En los pícaros anocheceres veraniegos, las hormonas me pasaron sus primeros pliegos de peticiones mientras jugábamos a la escondida con las chiquillas, en el laberinto de castillos de madera de la estación. Ahí ya habían concebidos a unos cuantos “cuncunos”. Y recuerdo esos viernes de pago, cuando muchas mujeres planchaban las camisas para que sus hombres, bien cacharpeados, fuesen a esperar el tren que traía un bullicioso ramillete de muchachas hiper maquilladas. Con banda de música desfilaban hasta el prostíbulo de “la tía Rosa” y se armaba la tremenda fiesta. El lunes, en el tren de las siete de la mañana, las mujeres se marchaban discretas y en silencio. Sin pinturas.

En aquel tiempo aún no se me había muerto nadie y tampoco me daba cuenta que era feliz, con esa infancia sencilla, llena de curiosidad y plagada de lecturas heterogéneas. Demasiado pronto cumplí los 17 y me fui a la universidad. Después, el azar y la dictadura me empujaron lejos.

Durante casi 30 viví en Europa, sin venir a Chile. Pero hace poco volví de visita. Todo era distinto, claro. Hace mucho que arrasaron los bosques. El ferrocarril ya no existe, un incendio se tragó la estación y llegué justo cuando se llevaban los últimos rieles. Encontré un Cunco empobrecido, donde la identidad local escasea; la conciencia histórica no existe y los cabros jóvenes ignoran el pasado maderero y ferroviario. En cambio, “el pueulo” tiene dos supermercados, mucho asfalto, un ciber de primer mundo y cada cuncuno anda entrampado con varias tarjetas de crédito. ¡Viva la postmodernidad! Pero no encontré ni una mísera foto donde consolar las nostalgias o confirmar mis recuerdos. Conmovido, comencé a fotografiar mis propios fantasmas para construir una colección de imágenes que me ayudasen a recordar. Porque ahora, antes de volver a partir, quiero que existan muchas fotos de la vida cotidiana de mi pueblo, ¡ésas que tanto eché de menos al volver a esta comarca de ausencias!









2009






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