El 11 de septiembre fue el día de la infamia. Pero también el día de la dignidad revolucionaria. Mientras los cuatro generales traidores emporcaban la historia de Chile, Allende la ennoblecía.
Aquel día pertenece a Salvador Allende. Durante su vida entera había predicado y practicado el respeto a la ley y a la Constitución. Había abrazado con pasión la alternativa de una vía al socialismo, liberada de la violencia, consustancial a otras experiencias. Sin embargo, en el instante definitivo coge las armas y combate. Las balas fascistas encontraron sus balas. Durante horas resiste junto a un reducido grupo de combatientes. Contra esa defensa frágil el adversario cobarde y sorprendido sólo atina a utilizar su inmenso poder destructor: el ataque de la artillería, el fuego de los tanques y el bombardeo implacable de los aviones. El coraje de Allende hace vacilar a los junteros asesinos. Más de una vez retroceden, intiman la rendición, le ofrecen respetar su vida. La respuesta fue invariable: “Los generales traidores desconocen lo que es un hombre de honor” enfrenta la muerte sereno. Con frialdad profética anticipa el significado de su sacrificio: “Así se escribe la primera página de esta historia. Mi pueblo y América escribirán el resto.”
La muerte de Allende cierra un ciclo en la historia nacional y abre las puertas de una nueva etapa en el proceso revolucionario. La evolución política y social de Chile ha sido dramáticamente rota. El hilo conductor que entrelazaba el acontecer nacional desde los inicios de la República hasta hoy, fue sangrientamente cortado por los generales mercenarios, coluditos con el gobierno norteamericano. La historia de Chile se rescribirá a partir de septiembre de 1973, considerando la honda brecha de odio abierta por el terror fascista.
El sacrificio proyecta a Allende violentamente en la historia y le selecciona como uno de sus más relevantes protagonistas, transformándolo en la más alta voz moral y revolucionaria de nuestra patria. Su personalidad política centrará el debate de los años venideros.
Aun mirando desde un punto de vista tradicional y conservador, ninguna figura nacional en este siglo, alcanza perfiles tan fuertes y profundos.
Gabriel García Márquez, con la pasión de su pluma extraordinaria, afirma que Allende murió “defendiendo toda esa parafernalia apolillada de un sistema de mierda que se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro”[1]. Creemos que se equivoca. Su sacrificio tiene un sentido más profundo e históricamente más trascendente. No es la democracia burguesa la engalanada con su muerte. Por el contrario, son sus miserias y lacras las puestas al desnudo cuando los militares traidores deciden ultimarlo. No empuñó las armas ni entregó su vida por un sistema político y social en descomposición. Lo hizo para defender la legitimidad moral y revolucionaria de lo que alguna vez denominó “el segundo modelo de transición a la sociedad socialista”. Es su última contribución, honesta e inconmovible, a una vía de transformación concebida como factible, en la singular realidad de Chile. Su muerte tiene además el contenido de una notable demostración histórica. Ante su pueblo y los pueblos del mundo, Allende pone en evidencia los harapos principistas de la burguesía. El desenlace trágico reivindica la vigencia de una ley, a veces cuestionada desde perspectivas abstractas y teóricas: las clases dominantes jamás respetarán un proceso revolucionario, aun cuando esté legitimado en la voluntad del sufragio universal; nunca aceptarán pacíficamente cambios que cuestionen sus privilegios de clase.
Allende había empeñado su palabra de respetar la Constitución y la ley. Así lo hizo, y al hacerlo no dejó de ser revolucionario. Aquel respeto era condición básica del camino que entendía correcto y defendió apasionadamente.
Pocas veces en los anales de las luchas populares un sacrificio fue históricamente más útil. La verdadera humanidad ha recogido su nombre, su vida y su palabra. Las grandes corrientes del pensamiento humano han convergido en una formidable y ecuménica expresión solidaria. Antagonismos hondos y prolongados salvan brechas aparentemente insuperables para protestar por el dolor de Chile. La muerte de Allende sacude la conciencia universal y su nombre se transforma en una insólita bandera de lucha y unidad. Raro privilegio que el fascismo no llegó a imaginar. Privilegio del revolucionario caído; extraordinaria herramienta de combate para el futuro de nuestro pueblo.
en Dialéctica de una derrota, S.XXI, Ciudad de México, 1977.
[1] Gabriel García Márquez, “Cómo mataron a Allente”, Harper’s, 1974.
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