miércoles, julio 09, 2008

“Más allá del mar: Sobre Dead Man de Jim Jarmusch”, de Esteban Ierardo







La locomotora agita sus cabellos de humo blanco. Corre con el deseo de superar a los caballos salvajes. Los gritos del tren ruedan por las praderas. Dentro de los vagones se acomodan miradas, espaldas erguidas, cuerpos sedentes. Y un joven con anteojos, un contador de Cleveland. William Blake. En su maleta lleva una carta que le asegura un empleo en el fin del viaje. Durante la travesía, Blake salpica sus ojos con los paisajes que le entrega una ventana: montañas, árboles, largos tapices de hierba, abandonados toldos de indios. El tedio empapa el aire. Blake está ansioso por ver el cartel de Machine, el pueblo donde terminan los rieles. Antes de la añorada meta final, lo visita el fogonero, el hombre blanco, pero con un rostro ennegrecido, el que hace el fuego en el corazón de la rugiente locomotora. Un personaje misterioso que quiebra la monotonía de un tren recorriendo las llanuras en el Estados Unidos del siglo XIX. El visitante le habla a Blake, al contable de Cleveland, sobre un enigmático viaje por mar, un paisaje quieto en el techo de un barco que se mueve. Y le pregunta por su destino. La respuesta es el pueblo de Machine, lo más lejano, lo que está al final, en un borde, en un extremo, lo que muerde una entrada al infierno. "¿Y por qué viajar hacia el infierno?", le reprocha a Blake el hombre de rostro tiznado de negro; el fogonero que viene de un otro lado donde reina el fuego infernal. Su reproche es también un anuncio velado: el viaje de Blake pertenece ya a una topografía no cotidiana. Allí, transcurrirá Dead man, el film de Jim Jarmusch, de 1995.

William Blake (Johnny Depp) arriba finalmente a Machine, lugar de las máquinas, del pujante impulso industrial. Allí, acude a la metalistería Dickinson, donde la carta que trae consigo le asegura un empleo, un ancla de supervivencia y certeza en los confines, en el salvaje desierto del Oeste. Mas su puesto ya tiene dueño, le anuncia John Scholfield (John Hurt). Blake no puede impedir la frustración. La árida sorpresa le vomita en la cara. Le sorprende el primer hecho que escapa a su domino o comprensión. Es incomprensible haber viajado hasta un extremo de la tierra con una certeza para encontrarse luego con una inesperada decepción. Una carencia. Pero Blake insiste. Demanda que la realidad responda a la lógica de una planificación, que sea la continuación de un balance, de una matemática segura. Insiste ante Dickinson (Robert Mitchum), su supuesto empleador. Entonces, una escopeta enderezada hacia sus ojos lo convence de que ya no vive en la tierra de logos, del cálculo, del control y la previsión. A partir de ahora, Blake será un espectador del tiempo como devenir extraño.

El destino es siempre extraño; el destino siempre es hilado por las morias a espaldas de nuestra voluntad y comprensión. Blake no comprende su expulsión de la metalistería. Y no comprende su encuentro con Thel, una bella ex-prostituta; no comprende su rápido yacer con ella, cerca de sus senos de caliente miel. Y no entiende la inopinada irrupción de Charlie (Gabriel Byrne), su ex-novio, que se arrepiente por la ruptura, y suplica el perdón femenino, la reinstauración del amor. Mas la mujer se niega. El despechado dispara. Mata a Thel. Y Blake descarga un balazo. Y no sabe cómo en el cuello del agresor estalla un circular torrente rojo. Charlie cae muerto. Es el hijo de Dickinson.

Además de no entender, Blake ahora aloja una bala en su pecho. Pero ahora tiene al menos una nueva certeza: sabe que ha caído desde los brazos de la ley hacia un valle oscuro. Debe huir. Su huida nocturna lo sumerge entre bosques y montañas. En la claridad del día, un indio lo encuentra. Lo auxilia. Lo libera de la bala. Revisa sus pertenencias en busca de tabaco. Y le endilga una definición válida para él y los de su estirpe: "¡Estúpido hombre blanco!". Estupidez es no admitir la propia ignorancia y fragilidad. Estúpido es sustituir la precariedad y la no comprensión por una falsa seguridad del saber; estúpido es no percibir la urdimbre rara y sagrada de las cosas. Y Blake no sabe, no entiende. Es el que no puede escapar ya de la existencia incomprensible. Willian Blake, contador de Cleveland, no sabe. Y el no saber es desconocimiento de la propia identidad, y de la vida extraña que envuelve a cada individuo con un aire inasible.

Un indio es la nueva encarnación de lo otro, luego del hombre blanco-negro del tren. Un indio gordo (Gary Farmer) será la voz que lo guíe dentro de un anillo de revelaciones. El despliegue de un largo camino de persecuciones, sorpresas y un regreso, donde la música acústica de Neil Young construye una constante atmósfera magnética.

El indio es Nobody, Nadie. En su juventud, fue capturado por los soldados; fue convertido en una atracción circense en las ciudades donde siempre había mucha gente blanca. Siempre la misma gente. La multitud de cada ciudad se componía por distintos individuos. Pero para Nobody eran una misma gente blanca, una sola muchedumbre sin identidad. Eran nadie, como él, como el indio Nadie, que cruzó el gran mar y fue obligado a respirar en tierras inglesas. Allí, el destino extraño le exigió abrir un libro, y leer poesías. Leyó unas palabras poderosas. Y luego descubrió el nombre de su autor: William Blake. Siempre recordará uno de sus versos: "Algunos caen en dulce fortuna, otros caen en una oscuridad sin fin". Luego de superar su perplejidad inicial, Nadie le asegura al "estúpido hombre blanco", a William Blake, el contador de Cleveland, que él es el poeta de la lejana isla británica. El William Blake poeta y pintor del siglo XVIII, creador de Las bodas del cielo y el infierno, es el mismo que acompaña a Nadie. Para Nobody, las palabras y el ser coinciden. No puede concebirse un nombre como significante móvil de varios significados. Un nombre asegura la identidad. William Blake no puede ser el nombre de dos individuos diferentes. Debe connotar un solo sujeto que persiste en el tiempo. Blake antes fue un poeta vivo; ahora, en el salvaje oeste norteamericano, es Dead Man, un hombre muerto. Es peligroso viajar con un hombre muerto, gatilla una sentencia de Henri Michaux, que oficia de epígrafe del film. Y Nobody también posee su historia singular que lo convierte en un ser tan raro como Blake. Ambos son fósforos oscilantes de la vida extraña.

Al regresar de Inglaterra, Nadie recorrió tierras donde vio humo, sangre y destrucción esparcidos en distintas aldeas indígenas. Al volver con su pueblo, narró lo que vio. Gritó lo que vio. Y lo llamaron "el que habla fuerte y no dice nada". Un nombre que ya no era una identidad. El no decir nada merecía una grave acusación ontológica. Para los suyos, Nadie no decía la verdad. Entonces, sus palabras ya no eran el ser resonando en las palabras. Había quebrado el continuun entre el ser y su enunciación verbal. Por eso ya no era alguien. Era nadie, condenado a vagar errante, como un nómada, fuera del abrazo protector de su pueblo. Como el Ulises que para engañar a Polifemo se llamó a sí mismo "nadie", el indio parece enajenado respecto a su identidad. Pero Nobody sólo ha debilitado su lazo con su tribu. No se ha separado del ritmo de la verdad. Es aún la lúcida conciencia de un orden sagrado. Nadie es quien sabe lo que Blake desconoce. Nobody sabe que todo viaje no es errancia hacia ninguna parte. El viaje verdadero es siempre hacia el origen.

Blake, Michaux, Nadie-Ulises, conciencia de un viaje de regreso, incrustaciones de una textualidad literaria repetida en los films de Jarmusch. Jarmusch, director de cine independiente que, antes de los rodajes, estudió literatura inglesa y norteamericana. Para él las películas son la única escuela de cine. Nicholas Ray lo influyó de manera determinante. Además, su modo de concebir los guiones suele dispararse no desde una idea previa de una historia sino desde la irradiación del actor al que servirá el relato fílmico. Jarmusch siempre pretendió demostrar en sus films que el estilo de vida estadounidense es un falso sueño. En este sentido, Dead man puede ser percibido como una ácida increpación simbólica de los vacíos y oscuridades del materalismo norteamericano.

La filmografía de Jarmusch incluye Vacaciones permanentes (Permanent Vacation, 1982); Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984); Bajo el peso de la ley (Down by law, 1986); Mystery train (Mystery train, 1989); Noche en la tierra (Night on Earth, 1991); Year of the horse (Year of the horse,1997); Ghost Dog. El camino del samurai (Ghost dog,1999). En esta última obra, Ghost dog (Forest Whitaker) es también el sujeto de un destino singular, el que vive fuera de las normas, en un mundo propio de valores ancestrales de raíz oriental. Es un particular y aislado samurai negro y norteamericano, atado a indisolubles lazos de fidelidad a un mafioso. A diferencia de Blake-Depp, es el que sabe, el que es conciente de su peligrosa diferencia y extrema singularización dentro de la masificación contemporánea.

Y Nadie y Blake se sumergen en el bosque. Topografía simbólica de una travesía en el más allá, descenso a un nivel otro de lo real, al infierno anticipado por el fogonero, por el blanco del rostro jaspeado de oscuridad. El fogonero era la primera presencia de saber. Él sabía que el que parecía un solemne contable era en realidad el poeta que volvía, el Blake, que, antes de su viaje por tren, había surcado el mar para llegar al oeste de América. Y lo infernal abierto por la dupla sapiente indio-fogonero no es lugar de un castigo eterno. Es el escenario de las pruebas y obstáculos finales hasta el salto hacia la fuente de la que proceden los espíritus. Como en tradiciones ancestrales, Nadie es psicopompo, es el que guía al alma de un muerto en pos del origen del Gran Espíritu.

Y Blake, poeta inglés, Blake, contador de Cleveland, deviene involuntario asesino de hombres blancos. Junto a Nodody, mata a unos estrafalarios individuos que acampan en el bosque y que comen alubias. Cerca de una hoguera, mata a Sally Jenko (Iggy Pop), y a Big George (Billy Bob Thornton); mata a dos ayudantes de sheriff, ambos tonsurados, de lisas y albas cabezas, impregnación blanca y espectral de seres sumergidos en el otro mundo, en el reino de los muertos.

Blake, poeta-criminal, viaja sin saber el origen misterioso. Su rostro luce ahora una pintura aborigen, señal de su reciente lazo con la sabiduría india. En el film de Jarmusch subyace la dicotomía saber indígena-ignorancia blanca (el fogonero es la única excepción a la estupidez del hombre matador de indios y búfalos). Lo vivido por Blake no pertenece ya a la lógica occidental. La realidad recorrida no es la de la claridad racional. El viaje fluye a través de una geografía arcaica, de una tierra de símbolos, donde la naturaleza no es idea ni ley matemática. Sólo el indígena comprende esta región más primaria del espacio y la materia. Nobody comprende los signos del orden sagrado. Blake, el poeta, también comprendía el ritmo sacro del universo. Pero la poesía se aturde y extingue en la modernidad industrial. El Blake que conocía sutiles y poderosas potencias poéticas sucumbió al materialismo calculador y capitalista. El poeta Blake murió en el anti-Blake contable, en el pasivo hijo de la época mercantil; y es ahora el hombre muerto que le asegura a Nadie que nada sabe de poesía. El hombre muere no por la disolución de su cuerpo, sino por la muerte de su conciencia.

Nobody guía al poeta caído, decapitado por la amnesia, al que padece la muerte de su identidad originaria. Lo guía hacia su patria perdida. Y para volver al origen de la conciencia se necesita de un cruce. De un atávico paso al otro lado. Para la imaginación mitológica, el agua es el gran puente. Más allá del mar brotan las luces del cielo. Nadie, la sensibilidad arcaica, revela al blanco sin conciencia el lugar simbólico del cruce: un espejo de agua, el mar que se extiende hasta donde se encuentra con el cielo radiante. Allí, refulge la patria de todos los espíritus.

La claridad sobre la meta, y el puente hacia ella, le es dada a Nobody por su comunicación con la fuente de todo. Ante el Blake poeta-contador, Nadie consume peyote. Comida sagrada. Alimento de los dioses. Fermento ritual que asegura la visión sagrada del Gran Espíritu. El ser sólo es visible a través del estado visionario, a través de una sucesión de imágenes más poderosas que la lógica. Y Blake pide el peyote. Quiere experimentar por sí mismo. Pero Nadie le niega la comida del espíritu. Su conciencia extinguida de hombre muerto no podría soportar el estallido de la visión.

Blake regresa sin saber a la fuente y se aleja de la civilización blanca, sin conciencia del Gran Espíritu. Pero el civilizado sentido de utilidad lo persigue, husmea sus huellas mediante tres matones contratados por el Sr. Dickinson. Los cazadores de recompensa son un joven negro, Conway Twill (Michael Wincott), y Cole Wilson (Lance Henriksen). El cazador de color caerá pronto bajo una bala de Wilson, el que, a la muerte de la conciencia espiritual, le agrega la insensibilidad absoluta. Es el exponente de un canibalismo desritualizado. En las culturas arcaicas, un animal o un ser humano sacrificados configuraban un deslizamiento ritual hacia una identificación simbólica con alguna fuerza divina. Los sacrificadores aztecas comían la carne del sacrificado que representaba a un dios. La comida ritual era una forma de espiritualización. Comer la carne de un valeroso guerrero vencido, asimismo, era un intento de asimilar su coraje. Twill le asegura al negro que Wilson violó y mató a sus padres, para luego comerlos. Comida caníbal ya no como rito elevador o absorción de cualidades poderosas de un otro, sino como voracidad sanguinaria, como estallido de una violencia cuyo placer se enajena de toda referencia trascendente. Wilson, el caníbal, encarna una triangularidad de la violencia profana: la liberación malsana del odio, el placer de matar y absorber lo muerto, la ambición sin el freno de ninguna ética humanista. El único principio es el egoísmo calculador. Wilson calcula. No quiere compartir la eventual ganancia de la recompensa con los demás. Twill lo harta. Y es carne fresca. Wilson detiene entonces su aliento. Y calienta y mastica sus restos, se regodea una vez más en la placentera absorción de la muerte. Repetición del placer de la perversidad caníbal. Y avidez por destruir todo lo que remita a algo sacro. Durante su involuntario aprendizaje asesino, Blake le preguntó a los ayudantes de sheriff que lo perseguían: Do you know my books? Como refucilazos de una memoria oscura, el criminal Blake recordaba su pasado como poeta, como hombre oficiante de una celebración laica de lo sagrado. Pero luego llegan Wilson y Twill. Encuentran a los dos calvos abatidos. La cabeza de uno de ellos yace sobre una mata circular que parece coronarlo con el aura de un santo. Wilson, caníbal moderno, salvaje de la civilización sin dios, reacciona con odio. Pisa la cabeza que evoca lo sacro. Siente de nuevo el goce por lo muerto.

Sólo desde una mirada de superficie, Wilson es un cazador de recompensas. En realidad es el tentáculo de lo más oscuro del tiempo moderno, que puja por detener al Blake que viaja hacia una forma de existencia arcaica, extraña y preñada de redención.

Lo moderno hipócrita exalta la igualdad. Pero la sociedad moderna real es una ríspida trama de desigualdades. La supuesta superioridad blanca desprecia lo distinto de sí. Un blanco, aun el más estúpido y caníbal, siempre será mejor que un indio. Nadie y Blake llegan a una despensa de un presunto sacerdote en el bosque. Allí, Nobody recuerda que se vendían mantas infectadas de viruela a sus hermanos. Para el discurso cristiano del vendedor la llegada del indio es la pagana presencia infernal. Nobody conviene que su declamada fe es enemiga de su cosmovisión ancestral. Y el vendedor sacerdotal no quiere vender tabaco a Nadie, pero no duda en ofrecérselo a Blake; y no duda en pedirle un autógrafo al criminal, al asesino de blancos. Blake es superior al indio. Merece el placer de un buen cigarrillo. Pero el dinero ofrecido por Blake es superior a Blake. El despensero, que antes invocaba al Dios invisible, no resistirá entonces la tentación de la deidad más terrenal del oro. Quiere capturar la apetecida recompensa. Con una bala, Blake fulmina el brote de su ambición. Pero, a su vez, afuera, al perseguido contable de Cleveland le espera la bala de un agresor inesperado y escondido.

Comienza la sangría final del poeta-criminal. Antes, su carencia era el no saber, la no-conciencia; ahora también sufre la decadencia física, el lento murmullo de una salud corporal que huye. La doble muerte del hombre muerto: la debilidad del cuerpo y la extinción de la conciencia del ser.

Nadie lleva a Blake a una aldea de su pueblo. Va allí para pedir una canoa. No es la petición de un objeto práctico, de un sentido únicamente utilitario. Nobody pide un vehículo sagrado para el acorde más sutil del viaje hacia la fuente. Nadie habla con los ancianos. Se reúne en secreto con ellos dentro de un recinto ritual al amparo de imágenes totémicas, representaciones de antepasados, reverberaciones de la sabiduría ancestral que venera al Gran Espíritu.

Lo pedido es concedido. Entonces, en las orillas de un mar, Blake se acomoda sobre la canoa, sólo destinada a él. Nadie anuncia a su protegido que es momento de regresar a la patria olvidada. "¿Volveré a Cleveland?", pregunta el abatido hombre fuera de la ley. Blake, poeta y criminal, aún persiste en su no saber. Aún, a pesar de no comprender, avanza hacia su cima solitaria. Navega hacia ella impulsado por Nadie.

Y flota tenue la madera. La canoa, cubierta con ramas de cedro. Y, como siempre, Blake contempla. Es espectador de lo que no comprende. Atrás, en la playa, la voracidad caníbal de lo moderno llega para un último intento por retener al Blake que se aleja. Y vuelve. Pero Wilson recibe una bala de Nadie. Y Nobody, a su vez, concluye su misión de guía por una bala de Wilson.

Y Blake, el hombre muerto, se desplaza con un suave susurro sobre el sendero líquido. Lo muerto, lento renace. Y recuerda, de a poco, un comienzo profundo. Una luz olvidada arde. Y la canoa del poeta-criminal se mece sobre las aguas. Más allá, el mar termina. Y allí, el poeta cantará. De nuevo. Desde de su primera patria.










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