miércoles, marzo 18, 2020

«Los ojos de la oscuridad», de Dean Koontz

Fragmento





Tina preparó a Danny para salir del laboratorio subterráneo. Empezó por quitarle todos los electrodos fijados a cabeza y cuerpo en ocho lugares diferentes. Cuando le quitó el vendaje, el niño se quejó y Tina no pudo menos de hacer una mueca al ver lo irritada que tenía la piel por debajo. No habían hecho el menor esfuerzo por evitarle irritaciones.

Mientras Tina atendía a Danny, Elliot se dedicó a hacer preguntas a Carl Dombey.

–¿A qué se dedica este sitio? ¿A investigación militar?

–Sí –contestó Dombey.

–¿Estrictamente a las armas biológicas?

–Biológicas y químicas. A experimentos de nuevas combinaciones del ADN. En cualquier momento, existen treinta proyectos en marcha.

–Creía que Estados Unidos había abandonado mucho tiempo atrás la carrera de las armas químicas y biológicas.

–En lo que se refiere al conocimiento público, así ha sido –repuso Dombey–. Nixon fue el primer presidente que declaró que Estados Unidos no se dedicaría nunca a alentar esta guerra sucia, y cada jefe del ejecutivo, desde los tiempos de Nixon, ha continuado con estos alegatos. Pero, en realidad, han continuado. Y tiene que ser así. Ésta es la única instalación de esa clase que poseemos. Los chinos disponen de tres como ésta. Los rusos… ahora creen ser nuestros amigos, pero siguen desarrollando armas bacteriológicas, cepas de virus nuevas y más virulentas, porque están quebrados, y esto es mucho más barato que otros sistemas de armas. Irak tiene un gran proyecto de guerra bioquímica, y Libia, y Dios sepa quién más. Mucha gente en el resto del mundo cree en la guerra química y biológica. No ven nada inmoral al respecto. Si opinan que poseen algún arma terrible de la que nosotros nada sepamos, algo contra lo que no podríamos contraatacar, lo más probable sería que la empleasen contra nosotros.

Elliot replicó:

–Pero el intentar mantener esa carrera contra los chinos –o contra los rusos o los iraquíes– nos puede llevar a situaciones como la que tenemos aquí, situaciones en las que se mantiene a un niño inocente bajo tierra y atado a una máquina. Y en este caso, ¿no estamos convirtiéndonos en monstruos también? ¿No nos lleva el miedo a nuestros enemigos a que nos convirtamos en iguales a ellos? ¿Y no es esta otra manera de perder la guerra?

Dombey asintió. Mientras hablaba, no cesó de alisarse las puntas del mostacho.

–Ésa es la misma pregunta que me he estado haciendo desde que Danny cayó en las garras de todo este asunto. El problema radica en que algunas personas retorcidas se ven atraídas a este tipo de trabajo a causa de que es secreto y porque te infunde una especie de poder al diseñar armas que matan a centenares de miles de personas. Así es como quedan implicadas personas megalomaníacas como Tamaguchi. Hombres como Aaron Zachariah. Abusan de su poder, pervierten sus deberes. No es posible desenmascararles antes de tiempo. Pero si cerramos estas instalaciones, si dejamos de hacer este tipo de investigaciones, sólo porque temamos que hombres como Tamaguchi se hagan cargo de las mismas, estamos también concediendo mucha ventaja a nuestros enemigos y, tal vez, tampoco podamos sobrevivir durante demasiado tiempo. Supongo que tendremos que aceptar el tener que vivir con el menor de los males posibles.

Tina quitó el electrodo del cuello de Danny, arrancando con cuidado el esparadrapo de la piel.

El niño seguía aún abrazado a ella, pero sus hundidos ojos estaban fijos en Dombey.

–No estoy interesada en la filosofía o en la moralidad de la guerra biológica –intervino Tina–. No en este momento. Ahora mismo, lo que deseo saber es cómo demonios llegó Danny a este lugar.

–Para comprender eso –contestó Dombey– deberé retroceder veinte meses en el tiempo. Por entonces, un científico chino llamado Li Chen desertó a Estados Unidos, y trajo consigo un expediente en microfilme de la más importante y peligrosa nueva arma biológica china de la última década. Los chinos la denominaban «Wuhan-400», porque la habían desarrollado en sus laboratorios de investigación del ADN, situados en las afueras de la ciudad de Wuhan, y se trataba, además, de la cepa viable número cuatrocientos de los organismos artificiales creados en dicho centro de investigaciones.



1981



















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