martes, septiembre 10, 2019

«Origami», de Mauricio Palazzo

Capítulo V





La soledad en Tokio

1. Se los ve a menudo arriba de los trenes. Hombres maduros, mujeres e incluso adolescentes y niños se pasean por los vagones repitiendo letanías incomprensibles. Nadie les presta atención, fantasmas en la ciudad. El primero que vi fue un «salary man» en la estación de Shibuya, que revoleaba su maletín por encima de la cabeza y daba destemplados gritos de vez en cuando. Los que venían enfrente simplemente hacían una finta y lo dejaban pasar. Me consta que no estaba borracho, pues iba demasiado pulcro. El segundo, un niño de no más de 10 años, recorría el vagón de arriba abajo repitiendo los nombres de las estaciones y los anuncios del conductor. ««Mamonaku, Ikebukuro». «Mamonaku, Shinjuku». Perfectamente vestido, pero con esa mirada inequívoca de los que padecen un desorden mental, los pasajeros se limitaban a encogerse para evitar que el chico los rozara con su mochila, o se ajustaban las mascarillas blancas que cubrían sus bocas, como si la locura fuera contagiosa. El tercero está parado frente al cuadro de estaciones y distancias y lo estudia detenidamente, pero no se decide a tomar ninguno de los trenes. A veces se arma de valor y salta a uno, pero a los dos segundos se baja y corre desesperado a consultar nuevamente el cartel. El cuarto está sentado a la salida de la estación de Ebisu. Le habla a una audiencia invisible con tono pausado y bajito, y examina unos papeles amarillentos que saca de un ajado maletín. Marie dice que habla sobre geografía, sobre la geografía de Japón y del mundo entero, que al parecer es un profesor. Es todo lo que alcanza a entender.

2. Hay veces en que el metro se detiene y aparece un aviso. «Accidente humano»». Una vez más alguien se ha tirado a las vías y habrá que esperar un buen rato o comenzar a hacer cálculos mentales para ver qué trayecto nos llevará lo más pronto posible a nuestros destinos. Ninguno de los pasajeros parece sentir pena o compasión por el pobre suicida. Miran sus relojes, bufan, reclaman contra el desatinado al que se le ocurrió matarse en un día laborable y a la hora peak. Se empujan buscando la salida. Según Marie, es algo que ocurre todos los días en una línea distinta, aunque los suicidas tienes sus preferidas. Más de 30 mil personas se suicidan al año en Japón, me dice. Una cada 30 minutos. Para desincentivarlos, desde hace un tiempo la compañía demanda a una que otra desgraciada familia, que cae en el oprobio y debe pagar una considerable suma por los daños e inconvenientes que la muerte de su marido, padre o hijo, ha provocado al correcto funcionamiento de la sociedad en general y de la red de ferrocarriles en particular. Pero eso no los arredra y algunos de ellos se organizan en grupos de suicidio en internet. Uno al fin se decide y avisa que el próximo lunes se tirará de cabeza en la estación de Roppongi, pongamos a las siete de la mañana, cosa de complicarle el día a la mayor cantidad de ciudadanos posible. Sus amigos virtuales lo felicitan y ensalzan su valor, y prometen ir a verlo el día y a la hora señalada. No es difícil imaginárselos, entre el corro de los mirones, con los ojos brillantes, disfrutando su pequeña venganza.

3. Un hombre es condenado a cadena perpetua por tirar a un escolar de once años desde el quinceavo piso de un edificio y tratar de hacer lo mismo con otros dos. Cuando el juez le pregunta por qué lo hizo, responde sereno que sentía envidia por las familias felices.

4. La moda ahora es tomar un auto, dirigirse a un concurrido cruce de peatones, arrollar la mayor cantidad de gente posible y bajarse a rematar a los heridos a cuchilladas. El último caso sucedió en Akihabara, un mes atrás. El tipo, de unos 25 años, no se resistió a la policía tras matar a ocho. Con Marie pasamos casualmente por ahí una hora después del hecho. Habíamos ido a comprar un videojuego para mi hijo. Cruzamos como en un sueño la multitud que se negaba a disolverse y los fotógrafos que seguían tirando sus flashes. El suelo estaba cubierto de agua, pero aún había rastros de sangre. Las siluetas de los caídos, marcadas con tiza en retorcidas posiciones, resaltaban en el pavimento.

5. Noches atrás alguien robó toda la ropa interior que Marie dejó colgada en el balcón. A mí me pasó lo mismo la primera semana que me mudé aquí, dice la vecina, una «gaijing» (extranjera). ¿La querrá para sí mismo, el ladrón, o para venderla? En Shinjuku, el barrio del pecado reservado sólo para los japoneses, hay máquinas automáticas que expenden por sólo cinco dólares calzones usados, y es sabido que una chica puede hacer buen dinero en ese negocio. Días después, a la salida del «konbini» de la esquina de nuestra casa, veo a un hombre gordo, en camiseta, shorts y sandalias, llorando desconsolado, aferrado a una lata de cerveza. Nadie le presta la más mínima atención y es factible deducir que ese otaku triste es el ladrón nocturno que acecha en nuestro vecindario. Lo he vuelto a ver, un par de veces más, siempre solo, siempre con una lata de cerveza en la mano, siempre llorando. A veces, como un pequeño regalo, dejamos uno que otro calzón colgando en el balcón.

6. Sentado contra la barandilla, espero a Marie afuera de la estación de Roppongi cuando veo a un «hosto» que viene a despedir a una dama, que supera los 50 años, a quien le ha alquilado su tiempo en uno de los tantos bares para solteras de Tokio. El chico, de no más de 25 años, lleva el pelo teñido rubio, peinado estrafalario estilo Gokú, bronceado de utilería, zapatones puntiagudos de charol, infinidad de anillos, chaqueta tapizada de prendedores brillantes y una billetera que asoma por el bolsillo trasero, sujeta por una pesada cadena de plata a los pantalones ajustados. Su labor es la de un vulgar copetinero: sacarle tragos y comida a estas solitarias damas, quienes pagan sumas astronómicas por una hora de conversación y compañía. La mujer, vestida de manera elegante y con exceso de maquillaje, camina lentamente tomada del brazo del chico, con la vista baja. Una vez en la entrada de la estación, ambos se inclinan repetidamente para despedirse. Vuelva a verme pronto, dice él. Eso haré, dice ella. Fue una agradable velada, dice él. Sí que lo fue, dice ella. Arigato gozaimasu, dice él. Domo arigato, dice ella. Entonces el chico se da vuelta y vuelve sus pasos rápidamente hacia el bar donde otra mujer lo espera y no puede (¿cómo podría?) ver la mirada de ella que lo sigue con una tristeza insondable mientras se aleja, aferrándose a esos últimos segundos que su dinero ha podido comprar. No te vayas tan rápido, parece decirle, no me dejes así, tan sola, en medio de toda esta gente. Cuando él da la vuelta a la esquina, la mujer mira avergonzada a su alrededor y se zambulle rápidamente bajo las luces de neón.



Publicado por Das Kapital, 2017




















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