lunes, febrero 26, 2018

“Enfermos de salud. Diatribas contra los guerreros del mijo”, de Leila Guerriero




 
Soy predadora. En el más extremo sentido que el Diccionario de la Real Academia Española le da al término: un animal que mata a otros de distinta especie para comérselos. Me gusta cazar. He matado perdices, liebres, nutrias, langostas, cangrejos, y me los he comido. Casi no fumo —un cigarro por mes, a veces menos— pero no tengo intención de suspender ese vicio mensual, bimensual o trimestral. Porque no: porque me place. Aprecio la carne roja (incluso cruda), y no me gustan la leche ni la soja ni los cereales, no como yogur, detesto el arroz integral y no hago ninguna evaluación calórica, química o transgénica de lo que como o dejo de comer.

Pero si la salud es el estado en el que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones, soy una máquina eficaz y casi portentosa: no tengo caries, y todos mis órganos funcionan bien. Nunca —nunca— he seguido el signo de la época: intentar el bonus track: transformar mi buena salud en una salud pujante. Mi cuerpo es una herramienta de la que hago uso y que responde bien: no un santuario. Y eso (esa forma de ateísmo: la ausencia de fe en el poder del frijol y del gimnasio) me transforma en alguien levemente anormal. Insalubre.

La salud solía ser otra cosa. Cualquier humano que hubiera superado la tuberculosis o la viruela definía su salud en términos poco más sofisticados que el de ser un sobreviviente. No tener polio y ser saludable eran sinónimos. Hoy no basta con estar libre de enfermedades serias y tener una relación lógica entre altura y peso. Además hay que bregar por una dieta libre de alimentos transgénicos, abrazar alguna disciplina física y evitar el humo propio y ajeno. Erradicadas las pestes más o menos menos peores, la clase media occidental ha salido a buscar nuevos peligros, y los ha encontrado: carnes rojas, baños de sol. Se multiplican los fundamentalistas del té verde, la japonesidad y los cereales. Nadie se atreve a decir: «Soy carnívoro», pero son cientos los veganos y macrobióticos que autoproclaman su elección alimentaria con orgullo digno de mejores causas. La salud —como el comando del televisor y el diseño de interiores— se ha sofisticado. Ya no alcanza con no tener polio. Ahora hay que ser un guerrero del mijo.

Si alguna vez la fórmula fue vivir rápido, morir joven y dejar un cadáver hermoso, hoy todos —buena parte— quieren durar mucho y morir saludables. O dejar un cadáver joven. O descafeinado. O no morir. O todo eso junto. O vaya uno a saber qué.

En África el cuarenta por ciento de la población vive con un dólar por día. Por cada mil chicos nacidos se mueren ciento uno, y la esperanza de vida, en el continente, no supera los 46 años. El hambre afecta a millones de latinoamericanos: uno de cada cuatro es indigente y el 44 por ciento vive en la pobreza. En Argentina, de cada veinte, tres no tienen qué comer. Unos cinco millones y medio pasan hambre. En Bolivia, el mal de Chagas —una enfermedad directamente relacionada con las condiciones de vida precarias— es la cuarta causa de muerte. Para todos ellos la salud sigue siendo un problema simple: acá la vida, allá la muerte, en el medio la enfermedad, como un mal charco.

Pero para quienes tienen alimentación y ausencia de Chagas garantizadas desde la cuna, la instancia superior —superadora— consiste en huir del esmog, andar en bicicleta, peregrinar con unción a la herboristería del barrio, usar tapones en los oídos para protegerse del ruido ambiente, y no cometer, jamás, pecado de exceso. De comida, de alcohol, de sedentarismo, de gula, de nada. El ejemplar promedio occidental y saludable piensa que el mundo se irá por la cloaca si la gente sigue comiendo mal y negándose a hacer gimnasia. La salud ha dejado de ser una condición previa, una plataforma desde la cual se puede disfrutar la parte jugosa de la existencia, para ser un objetivo después del cual no hay nada salvo una salud monolítica, perfecta, sin fisuras, que permite acceder a una salud monolítica, perfecta, sin fisuras. Etcétera.

Cualquiera que ponga los pies fuera de ese territorio donde reinan los viajes al campo y las palabras «orgánico» y «reciclable», es anormal. Completos ovolactovegetarianos entran a restaurantes perfectamente carnívoros y, después de pasear una mirada nauseosa por el menú, sueltan un despectivo: «Está bien, una ensalada», haciendo la graciosa concesión de no salir corriendo de ese nido de asquerosos cavernícolas adoradores del bife de chorizo.

Los no fumadores hacen fiestas sin ceniceros y nadie, ni los fumadores apiñados en un balcón despuntando el vicio, ven en eso una señal de prepotencia sino un gesto de alta civilidad. La multiplicación de países que implementan prohibiciones de fumar en sitios de trabajo —sean estos bares, prostíbulos o maternidades— hace que prender un cigarro fuera de casa empiece a ser, en términos de rechazo social, igual a tomar cocaína en el subte. En pocos años, el cigarrillo será una droga prohibida, habrá mulas cargando tabaco en cápsulas estomacales y buques llegando al puerto de Nueva York con las bodegas repletas de ese material de miedo. Ya hay un país libre de humo —el reino de Bután, donde se prohibió la venta de tabaco en todo el territorio— y no falta nada para que pase a ser otra más de las sustancias a las que se les echa la culpa de todo lo que nos sucede. El que fuma, dicen, se hace daño y les hace daño a los demás: lo mismo se asegura de quienes consumen otras sustancias, ya prohibidas. Un peligro desatado para sí, para los otros. ¿Cuánto tardarán los diarios en titular «Robó un kiosco bajo los efectos del cigarrillo»?

Ser saludable ya no es opción: es tiranía. Un modo extremo —altamente intolerante— de religión. Un fumador carnívoro es, por consenso, un bruto implume. Un no fumador vegetariano es, por consenso, un ser superior.

Alcanzar altos estándares de salud, se nos dice, nos hace mejores. Llevar una vida sedentaria y adorar las hamburguesas o la navegación en sofá son elecciones sospechosas. Mientras, nadie se alarma si una empresa de medicina ofrece planes con descuento para quienes, entre sus asociados, sean no fumadores y puedan demostrar que hacen deporte o actividad física. La salud ya no es un derecho sino un deber. Más que nunca, una moral.

«Las primeras leyes del mundo contra la caza y la experimentación o los espectáculos crueles con animales las dictó Hitler, muy poco después de llegar al poder —dice un texto publicado en la página web de Nuevo Orden, una entidad nacionalsocialista—. El Nacionalsocialismo histórico fue un régimen absolutamente favorable a los animales, en gran parte por la posición personal radical de Hitler en este tema. Hitler fue un vegetariano ético, enamorado de sus perros, un decidido promotor de leyes limitativas de cualquier actividad cruel con los animales». Y sigue: «El día en que tus hijos te miren horrorizados cuando vuelvas con la pieza de caza sangrienta, cuando la gente se niegue a dar la mano a un torero, cuando se compadezcan de los pobres animales que dieron su piel por tu abrigo, el día que nadie quiera ser matarife, ese día estaremos cerca de un mundo Nacional Socialista». ¿Estaremos?

“Soy leyenda”, murmuraba espantado el último humano en un mundo de vampiros en la novela de Richard Matheson. Hoy, dogmas como que las cadenas de comida rápida entierran el futuro de nuestros niños y embarran nuestros órganos con grasa y colesterol, se vuelven verdades fanáticas que transforman, a quienes las cuestionan, en leyenda, pero nadie ve nada raro en que cientos de promotores inquebrantables de la salud atornillen el sueño, cada noche y durante años, a fuerza de pastillas de colores.

Cuando se estrenó la película Super Size Me, en la que el director se somete a una ingesta exclusiva de hamburguesas de McDonald's para acabar con exceso de peso y otras lacras, queriendo demostrar así cuán mala y peligrosa es la comida rápida para nuestros espíritus, nadie vio allí una perogrullada totalitaria. El mundo progre aplaudió el espectáculo. Si el director hubiera hecho lo mismo sometiéndose a un régimen estricto de confit de pato y créme brülée en el restaurante de Michel Bras en Francia (tres estrellas Michelin, 180 euros con mucha modestia y por persona) probablemente hubiera tenido idéntico resultado: obesidad y vómito, pero sobre un pato de 70 euros. Y entonces, quizás, todos hubieran gritado muera la cocina de Bras, abajo Ferran Adriá y Paul Ducasse y sus secuaces cinco tenedores y tres estrellas Michelin.

René Dubos, un microbiólogo citado por Peter Marsh en una nota publicada en la revista colombiana El Malpensante, decía que «entre las funciones de un doctor está la de lograr que a sus pacientes les sea posible seguir haciendo las cosas agradables que les hacen daño —fumar en exceso, comer y beber en exceso— sin que se maten antes de lo necesario». La frase es de 1960. Hoy, probablemente, el hombre sería acusado de mala praxis solo por decirlo.

Pero después de todo es probable que lo que espera al fin del arcoíris sea lo mismo para todos: ni un ápice de eterna juventud, ni un poco de inmortalidad. El tiempo no se detiene a fuerza de arroz yamaní.

Se dirá que siendo saludable se puede vivir más y mejor. Que cambiar placer por duración es ventajoso, atinado, prudente. Puede ser cierto. También lo es que, de a poco, quienes no aceptan los códigos pasteurizados del siglo XXI empiezan a ser parias, brotes insalubres de una sociedad desinfectada.

Era un canalla. Un medicucho. Las manos húmedas, aferradas a los bordes del escritorio. La voz preocupada, la vista clavada en las hojas blancas —letras negras, términos severos— de los exámenes: «Bueno...», dijo. Una barrena de miedo en la garganta. No estamos ahí para escuchar eso. Estamos ahí, pobres niños, para que nos digan que todo marcha bien. Como siempre: bien. Palmadita en la espalda: bien. Pero hoy algo se ha torcido. Aquí, mire: esto. Este punto. Tenemos que investigar. Hemos investigado. No ha ido bien. Nada bien. El cerebro se encoge. El mundo contiene la respiración. Por qué a mí. Por qué no a mi madre. Por qué no a mi mejor amiga. Por qué no a esa mujer que pasa por la calle. Horror: el mundo seguirá allí cuando ya no estemos. Sobre todo cuando ya no estemos. Nunca veremos el final de la historia: sólo tenemos derecho a ver el final de la nuestra.

Un mes más tarde otro médico —severo, antiguo, tranquilizador— dirá error de laboratorio, nunca hubo nada, qué barbaridad, disculpe, todos cometemos errores, tómese vacaciones, no ha sido nada.

Pero ya está hecho: la pérdida de la invulnerabilidad. Saber que, hagamos lo que hagamos, antes o después, por eso o por otra cosa, perderemos la salud. Seremos aniquilados. El secreto es simple y lacera: todos los hombres son mortales.

Un tránsito hacia el fin, alfombrado de verduras orgánicas —un tránsito más o menos aburrido pero saludable—, sigue siendo un tránsito hacia el fin. No es lo que nutre lo que nos destruye. Nos destruye esa rara mutación llamada tiempo.



en La mujer de mi vida, 2005










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