jueves, marzo 21, 2013

"Los peligros de la sensatez", de Émile Cioran

Fragmento




Cuando se toma en cuenta la importancia que para la conciencia normal revisten las apariencias, es imposible aceptar la tesis del Vedanta según la cual “la no-distinción es el estado natural del alma”. Lo que aquí se entiende por estado natural es la vigilia, estado que, precisamente, no tiene nada de natural. El ser vivo percibe existencia por todas partes; desde el momento en que está despierto, en que ya no es naturaleza, empieza a descubrir lo falso en lo aparente, lo aparente en lo real y termina por sospechar incluso de lo real. No más distinciones, por lo tanto, no más tensión ni drama. Contemplado desde muy alto, el reino de la diversidad y de lo múltiple se desvanece. A un cierto nivel del conocimiento, sólo el no-ser se sostiene.

No vivimos sino por carencia de saber. Desde el momento en que sabemos, ya no nos abastecemos de nada más. Mientras permanecemos en la ignorancia, las apariencias prosperan y provocan una sospecha de inviolabilidad que nos permite amarlas y detestarlas, estar en lucha con ellas. Pero, ¿cómo medirnos con fantasmas? Y en eso se transforman las apariencias cuando, desengañados, no podemos promoverlas ya al rango de esencias. El saber, el despertar, mejor dicho, suscita entre ellas y nosotros un hiatus que, por desgracia, no es un conflicto, pues si lo fuera todo estaría mejor, sino la supresión de los conflictos, la funesta abolición de lo trágico.

Contrariamente a la afirmación del Vedanta, el alma es llevada con naturalidad hacia la multiplicidad y la diferenciación, sólo florece en medio de simulacros y se marchita si llega a desenmascararlos y a liberarse de ellos. Despierta, el alma se priva de sus poderes y no puede ni desencadenar ni sostener el menor proceso creativo. La liberación es el polo opuesto de la inspiración, abocarse a ella equivale, para un escritor, a una dimisión, es decir, a un suicidio. Si el escritor quiere producir, que siga sus buenas y sus malas inclinaciones, las malas sobre todo, pues si se emancipa de éstas, se aleja de sí mismo: sus miserias son sus oportunidades. El medio más seguro para que eche a perder sus dones es que se sitúe por encima del éxito y del fracaso, del placer y del pesar, de la vida y de la muerte. Si insiste en liberarse, se encontrará un buen día exterior al mundo y a sí mismo, capaz todavía de concebir algún proyecto, pero desesperado ante la idea de realizarlo. Más allá del escritor, el fenómeno tiene un alcance general: a quien le importa la eficacia deberá hacer una disyunción total entre vivir y morir, agravar las parejas de contrarios, multiplicar abusivamente las irreductibilidades, regodearse en la antinomia, quedar, en suma, en la superficie de las cosas. Producir, “crear”, es prohibirse la clarividencia, es tener el valor, o la suerte, de no distinguir la mentira de la diversidad, el carácter engañoso de lo múltiple.

Una obra no es realizable a menos que nos ceguemos respecto a las apariencias: desde el momento en que dejamos de atribuirles una dimensión metafísica, perdemos todos nuestros recursos.











en La chute dans le temps, 1966











Traducción de Esther Seligson, 1986














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