miércoles, enero 18, 2012

Entrevista a Jean-Paul Sartre, de Alejo Carpentier






Se ha dicho, con una ironía justificada por numerosos ejemplos, que el intelectual francés no era una mercancía destinada a la exportación. Algo cierto hay en ello.  Menudo, al ser llevado a un país extraño, el intelectual francés, sumamente brillante, ágil, enterado, cuando se le conoce en París, se nos vuelve, frente al paisaje que le es exótico, ante una historia que le es ajena, ante una realidad que desconcierta sus hábitos de valorización y de medida, un personaje apagado, tímido, desconcertado, que no acaba de entender lo contemplado. Perdura, en él aquella incomprensión de lo distante de Montesquieu expresada lindamente, poniendo en boca de uno de sus personajes la famosa pregunta: Pero… ¿es que alguien puede ser persa?... Más de una vez hemos visto, extraviado en nuestras calles americanas, a ese hombre para quien el persa es personaje inverosímil –por aquello de que vive demasiado lejos del Sena-, y que, ante monumentos erigidos a grandes hombres ignorados; ante horarios que no son los suyos; ante manjares que nada dicen a su paladar, permanece absorto, descubriendo, acaso demasiado tarde, que en el mundo existían gentes cuyas nociones, devociones y costumbres no eran del todo semejantes a las suyas.

Jean-Paul Sartre, reciente huésped de Cuba, se nos mostró, desde el primer momento, en distinta dimensión. Dotado de un prodigioso poder de entendimiento, sonriente, activo, metido en todo, observaba las realizaciones de la Revolución Cubana con extraordinaria agudeza de juicios. Iba de La Habana a Santiago y de Santiago a La Habana, viendo cuanto había que ver, probando de cuanto había que probar, pasando del automóvil al avión, y del avión al helicóptero, llevado por un incansable deseo de información. Durmió en las camas de las cooperativas. Visitó campos y arrabales; examinó mapas y planos; consultó estadísticas; estudió los problemas económicos del país en función de pasado y de presente. A la vez, el poeta joven, el novelista bisoño que se acercaron a él para someterle alguna duda, alguna angustia de orden literario, se encontraron con un interlocutor siempre dispuesto a dar largas y enjundiosas respuestas a sus preguntas. Y todavía hallaba tiempo, ese hombre menudo y cordial –buen catador de Daiquiri, fumador de tabaco fuerte, llevado por una portentosa energía- para burlar la solicitud de sus admiradores e irse a pasear, a ratos perdidos, en compañía de Simone de Beauvoir, por las calles de La Habana vieja –Habana vieja que ha llegado a conocer en sus menores tránsitos y recovecos.

Tuve la suerte, durante uno de esos paseos furtivos, de hablar con él de un tema que mucho me interesaba, y que mucho debe preocupar en estos momentos –creo yo- a más de un escritor de nuestra América. Por la validez que pueda tener, transcribo en este breve artículo un fragmento del diálogo que nos llevó, en aquella oportunidad, a abordar cuestiones relativas al cine (Sartre prepara en estos días una película acerca de la vida de Freud), a la literatura durante la Revolución Francesa, y otras muchas que, por sus infinitas implicaciones, invitaban a la dispersión. Llegamos, de pronto, a un terreno donde la palabra de Jean-Paul Sartre habría de cobrar una singular autoridad:

Observo –dije- que desde hace mucho tiempo no escribe usted una novela. ¿Es, acaso, porque considera que el teatro constituye un medio de expresión más directo?
En modo alguno. Tengo enormes deseos de escribir una novela, actualmente. Pero debo decir, a la vez, que jamás terminaré Los caminos de la libertad. Todo lo que en ese ciclo me faltaba por narrar ha quedado demasiado lejos de nosotros.

¿No cree usted, además, que la novela necesita de planteamientos nuevos en cuanto a la forma?
Tanto lo creo que es acaso la razón por la cual vacilo ante el trabajo de escribir otra novela. Es evidente que nuestra visión del hombre actual, en función de sus distintos contextos –en lo social, en lo colectivo, en lo subconsciente: en su voluntad de decir o de decir no a cuanto lo circunda… reclama un nuevo tipo de novela. Todavía seguimos presos en las mallas de la novela psicológica del siglo XIX. Busco otra manera de decir las cosas, pero aún no la he encontrado.

¿No cree usted que donde es más urgente hallar nuevos mecanismos es en el diálogo? Me parece que el diálogo novelesco, tal como se viene escribiendo corrientemente en nuestra época, es tan falso como el del teatro de Victoriano Sardou, pongamos por caso.
Estoy totalmente de acuerdo. El diálogo novelesco estereotipado se nos hace intolerable. Sin embargo, el público está tan acostumbrado a sus giros, a los tratamientos convencionales del lenguaje hablado, que cuando el novelista busca caminos nuevos, deja de seguirlo…

…¿ocurriendo, entonces, lo que ocurre con los relatos de un Samuel Beckett?
Exactamente. Pero esta evidencia, sin embargo, no excluye el problema de la forma. Nadie puede creer que la preocupación por la forma puede desaparecer en el arte, sin que el arte desaparezca al propio tiempo. El arte es forma; sin que el arte desaparezca al propio tiempo. El arte es forma; es poner en forma. Dicho esto, hay también el formalista: aquel que tiene una forma antes de tener un contenido. Pero quien haya sacado algo que decir de todo un conjunto de experiencias, de acciones o de pasiones, o bien hace un reportaje si adopta la forma común, o es artista –auténticamente artista- si deja que lo por decir desarrolle sus propias exigencias de forma. Recordemos el ejemplo de Proust, que fue un testigo fiel de su época, pero altamente consciente del problema de la forma.

No olvidemos, sin embargo, que esa conciencia de la forma retrasó, durante algún tiempo, la acción del testimonio de quien podemos calificar, en efecto, de “testigo fiel”… Un “testigo fiel”, dicho sea de paso, que cantó el Requiem de una sociedad a la que, sin embargo, adoraba.
Su obra, por lo mismo, es obra de un testigo fiel. Porque… ¿qué es un escritor digno de ser calificado de tal? Es aquel que crea una cierta distancia con respecto a lo observado; aquél que no tiene la nariz metida en las cosas; aquel que no repite lo que es conveniente que los periódicos repitan. Es aquél que trata, en una obra, de presentar las cosas con cierta perspectiva que permita contemplar una totalidad. Contemplada es totalidad por el escritor mismo, ocurre que se vea conduciendo a decir no ante cosas que, inicialmente, debían llevarlo a decir .

¿Lo cual sería la negación del compromiso?
Me sorprende lo mucho que se habla del “compromiso” del escritor, en estos días, cuando lo cierto es que el escritor siempre está comprometido. Cuando dice la verdad, se compromete con la causa de la verdad. Cuando dice la verdad, se compromete con la causa de la verdad. Cuando dice la verdad a medias, está comprometido con los que sueñan con una verdad a medias. Y cuando no escribe, también está comprometido. Comprometido con aquellos que quisieran ocultar una verdad.




Cuba, 1960






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