lunes, octubre 18, 2010

“Entropía”, de Thomas Pynchon






Boris acaba de hacerme un resumen de sus opi­niones.
Es un profeta del tiempo y dice que éste seguirá siendo malo.
Habrá más calami­dades, más muerte, más desesperación.
En nin­guna parte se observa la más ligera indicación de un cambio...
Debemos ponernos en marcha,
una marcha en filas cerradas hacia la prisión de la muerte.
No hay escapatoria. El tiempo no cambiará.Henry Miller, Trópico de Cáncer




En el piso de abajo, la fiesta que había dado «Albóndi­ga» Mulligan para celebrar la ruptura de su contrato de arrendamiento entraba en la cuadragésima hora. En el suelo de la cocina, entre botellines de champán vacíos, Sandor Rojas y tres amigos jugaban a cartas y se mantenían des­piertos con Heidseck y píldoras de benzedrina. En la sala de estar, Duke, Vincent, «Arrugas» y Paco se agazapaban sobre un altavoz de cuarenta centímetros atornillado en la parte superior de una papelera, y escuchaban la deficiente versión de La puerta de los héroes en Kíev. Todos llevaban gafas de montura metálica, sus expresiones eran arrobadas y fumaban unos cigarrillos de aspecto curioso que, contra lo que pudiera esperarse, no contenían tabaco sino una forma adulterada de cannabis sativa. Este grupo era el cuarteto Duke di Angelis, que grababa para un sello local llamado Tambú y tenía en su haber un LP de diez pulgadas titulado Canciones del espacio exterior. De vez en cuando, uno de ellos echaba la ceniza de su cigarrillo en el cono del altavoz, para ver cómo bailaba. Albóndiga dormía al lado de la ventana, apretando una botella de dos litros contra su pecho como si fuese un osito de peluche. Varias jóvenes funcionarias que trabaja­ban en lugares como el Ministerio de Asuntos Exteriores y la Agencia Nacional de Seguridad habían perdido el senti­do en sofás, sillas y, una de ellas, en la pila del lavabo.

Corría febrero de 1957, y en aquel entonces había en Washington, D.C., muchos expatriados americanos que, cada vez que se encontraban contigo, te hablaban de que algún día se irían de veras a Europa, pero de momento trabajaban para el Gobierno. Todo el mundo veía en esto una aguda ironía. Por ejemplo, daban fiestas políglotas en las que no se hacía el menor caso del recién llegado si era incapaz de sostener conversaciones simultáneas en tres o cuatro idiomas. Recorrían charcuterías armenias durante se­manas seguidas y te invitaban a bulghour y cordero en minús­culas cocinas cuyas paredes estaban cubiertas con carteles de toros. Tenían relaciones amorosas con sensuales chicas de Andalucía o del Midi que estudiaban económicas en Georgetown. Su dome era una taberna alemana frecuentada por estudiantes llamada Viejo Heidelberg, en la avenida Wis­consin, y en primavera tenían que contentarse con cerezos en vez de limeros, pero, a su manera letárgica, la clase de vida que llevaban no dejaba de ofrecerles estímulos.

En aquellos momentos, la fiesta de Albóndiga parecía reanimarse. Afuera llovía. La lluvia producía un ruido sordo contra el papel alquitranado del tejado, se quebraba en un fino rocío al chocar con las narices, cejas y ojos de las gár­golas de madera bajo los aleros y se deslizaba como baba por los cristales de la ventana. El día anterior había neva­do, dos días antes soplaron vientos muy fuertes y anterior­mente el sol hizo brillar la ciudad como en abril, aunque según el calendario estaban a principios de febrero. Esta falsa primavera es una curiosa estación en Washington. En ella tiene lugar el aniversario de Lincoln y el Año Nuevo chino, y flota en las calles una sensación de desamparo porque aún faltan semanas para que florezcan los cerezos y, como ha dicho Sarah Vaughan, la primavera llegará un poco tarde este año. En general, las gentes como las que se reúnen en el Viejo Heidelberg las tardes de los días laborables para tomar Würtzburger y cantar Lilí Marlén (por no mencionar La dulzura de Sigma Chi) son inevitable e incorregiblemente románticas y, como sabe todo buen romántico, el alma (spiritus, ruach, pneuma) no es, en sustancia, más que aire, y es natural que las deformaciones en la atmósfera sean recapi­tuladas por quienes la respiran. Así pues, por encima de los componentes públicos —días festivos, atracciones turísticas— existen meandros privados vinculados al clima, como si ese periodo fuese un stretto pasaje en la fuga del año: tiempo azaroso, amores a la deriva, compromisos no predichos; meses que uno puede pasar fácilmente en fuga porque, curio­samente, más adelante los vientos, las lluvias y las pasiones de febrero y marzo nunca se recuerdan en esa ciudad, es como si jamás hubieran existido.

Las últimas notas bajas de La puerta de los héroes retum­baron a través del suelo e hicieron salir a Callisto de un sueño inquieto. De lo primero que tuvo conciencia fue de un pajarillo que había sostenido con suavidad contra su cuerpo. Volvió la cabeza en la almohada para sonreírle. El pájaro hundía en el cuerpo la cabecita azul y la enferme­dad se reflejaba en sus ojos velados. Callisto se preguntó durante cuántas noches más tendría que procurarle su calor antes de que se restableciera. Sostenía así al pájaro desde hacía tres días, pues no conocía otra manera de devolver­le la salud. A su lado, la muchacha se movió y exhaló un gemido, con un brazo sobre la cara. Mezclados con los so­nidos de la lluvia se oían las primeras voces matinales, va­cilantes y quejumbrosas de los otros pájaros, ocultos en filodendros y pequeños miraguanos: retazos de escarlata, amarillo y azul entrelazados en una fantasía como un cua­dro de Rousseau, una jungla de invernadero que Callisto había tardado siete años en crear. Cerrada herméticamente, era un minúsculo enclave de regularidad en el caos urbano, ajeno a los antojos del tiempo, de la política nacional, de cualquier trastorno civil. Gracias al método de ensayo y error Callisto había perfeccionado su equilibrio ecológico, su ar­monía artística con la ayuda de la chica, de modo que las oscilaciones de su vida vegetal, los movimientos de sus pá­jaros y sus habitantes humanos eran todos ellos tan inte­grales como los ritmos de una escultura móvil perfectamen­te ejecutada. Naturalmente, él y la chica ya no podían ser excluidos de ese santuario, pues habían llegado a ser nece­sarios para su unidad. Recibían del exterior lo que necesita­ban. Nunca salían de allí.

—¿Está bien? —susurró la joven.

Yacía como un signo de interrogación atezado, sus ojos de improviso enormes, oscuros y parpadeando lentamente. Callisto deslizó un dedo bajo las plumas en la base del cue­llo del pájaro y lo acarició con suavidad.

—Creo que se repondrá. ¿Ves? Está oyendo que sus ami­gos empiezan a despertarse.

La muchacha había oído la lluvia y los pájaros incluso antes de que se despertara del todo. Se llamaba Aubade: era medio francesa y medio anamita y vivía en su propio planeta curioso y solitario, donde las nubes y el aroma de las poincianas, la aspereza del vino y el contacto accidental de unos dedos con su región lumbar o, ligeros como plu­mas, con sus senos le llegaba inevitablemente reducido a un sonido, una música que surgía a intervalos de una au­lladora oscuridad de discordancia.

—Ve a ver, Aubade —le pidió él.

Obediente, la chica se levantó y fue con pasos lentos y pesados a la ventana, descorrió la cortina y, al cabo de un momento, dijo:

—Dos coma ocho. Sigue siendo dos coma ocho. Callisto frunció el ceño.
—Entonces estamos así desde el martes —comentó—. Nin­gún cambio.

Tres generaciones antes de la suya, Henry Adams había mirado horrorizado al Poder; ahora Callisto se encontraba en una situación muy parecida con respecto a la termodiná­mica, la vida interna de esa energía, y, como su predecesor, se daba cuenta de que la Virgen y la dínamo representan tanto el amor como el poder, que ambos son, en efecto, idénticos y en consecuencia el amor no sólo hace girar al mundo, sino que también es responsable del giro de las bolas en el juego de bochas y la precisión de las nebulosas. Este elemento último o sideral era lo que le inquietaba. Los cosmólogos han predicho la eventual muerte del universo a causa del calor (algo así como el Limbo: abolición de la forma y el movimiento y la energía calorífica idéntica en todos sus puntos); los meteorólogos la impiden a diario, contradiciéndola con un surtido tranquilizador de tempera­turas diversas.

Sin embargo, desde hacía tres días, y a pesar del tiempo cambiante, el mercurio se mantenía a 2,8 grados. Sonrien­do impúdico a los presagios del Apocalipsis, Callisto cam­bió de postura bajo las sábanas. Sus dedos rodearon con más firmeza al pájaro, como si necesitara alguna seguridad palpitante o sufriente de un próximo cambio en la tempe­ratura.

Fue el estrépito final lo que surtió efecto. Cuando se de­tuvo el balanceo sincronizado de las cabezas por encima de la papelera, Albóndiga recobró la conciencia bruscamen­te, con un sobresalto. El siseo final permaneció un instante en la sala y luego se fundió con el susurro de la lluvia.

—¡Aaaagh! —exclamó Albóndiga, rompiendo el silencio, y miró la botella vacía.

Arrugas se volvió lentamente, sonrió y le ofreció un ci­garrillo.

—Es la hora del té, muchacho —le anunció.
—No, no —dijo Albóndiga—. ¿Cuántas veces tengo que decíroslo, tíos? En mi casa no. Deberíais saber que Wa­shington está lleno de agentes federales.

Arrugas adoptó una expresión melancólica.

—Por Dios, Albóndiga —dijo al fin—. ¿Ya no quieres hacer nada más?
—Mi única esperanza para librarme de la resaca es beber un poco más de lo que me ha emborrachado. ¿Queda algo bebible? —Empezó a arrastrarse hacia la cocina.
—No creo que haya champán —dijo Duke—. Encontra­rás una caja de tequila detrás de la nevera.
Pusieron un disco de Earl Bostic. Albóndiga se detuvo en la puerta de la cocina y miró furibundo a Sandor Rojas.
—Limones —dijo, tras pensar unos instantes. Se acercó al frigorífico y sacó tres limones y unos cubi­tos de hielo, encontró el tequila y se dispuso a restaurar el orden de su sistema nervioso. Se hizo un rasguño al cortar los limones y tuvo que emplear las dos manos para expri­mirlos y un pie para desprender los cubitos de la bande­ja, pero al cabo de diez minutos, y gracias a algún mila­gro, tuvo ante su cara sonriente un monstruoso cóctel de tequila.
—Eso parece estar riquísimo —le dijo Sandor Rojas—. ¿Qué tal si me preparas uno?
Albóndiga le miró parpadeando.
Kitchi lofass a shegithe —replicó automáticamente, utili­zando una obscena maldición húngara y se encaminó al baño—. ¡Oye! —exclamó al cabo de un momento, sin diri­girse a nadie en particular—. Hay una chica o algo parecido dormida sobre la pila.

La cogió por los hombros y la sacudió. Ella emitió un murmullo.

—No pareces muy cómoda —le dijo Albóndiga.
—Bueno... —convino ella.

Se dirigió a la ducha tambaleándose, abrió el grifo de agua fría y se sentó bajo el chorro con las piernas cru­zadas.

—Así está mejor —dijo sonriente.
—¡Albóndiga! —gritó Sandor Rojas desde la cocina—. Al­guien intenta entrar por la ventana. Creo que es un atraca­dor, uno de esos ladrones que entran por las ventanas del primer piso.
—¿Por qué te preocupas? —replicó Albóndiga—. Estamos en el segundo.

Regresó rápidamente a la cocina. Un tipo de aspecto des­greñado y abatido estaba en la salida de incendios, arañan­do el cristal de la ventana. Albóndiga la abrió.

—Saúl...
—Estoy un poco mojado —dijo Saúl, y entró por la ven­tana, goteando—. Supongo que te has enterado.
—Miriam te dejó, o algo así. Es todo lo que he oído.

Se oyeron repetidos golpes en la puerta principal y San­dor Rojas gritó que entraran. Eran tres alumnas de filosofía del George Washington, y cada una traía una garrafa de Chianti. Sandor se levantó de un salto y corrió a la sala de estar.

—Hemos oído que había una fiesta —dijo una rubia.
—¡Sangre joven! —gritó Sandor.

Era un húngaro, ex luchador por la libertad, que evi­denciaba fácilmente el peor caso crónico de lo que ciertos críticos de la clase media habían llamado donjuanismo del distrito de Columbia. Purche porti la gonnella, voi sapete quel che Ja. Como el perro de Pavlov: una voz de contralto o una vaharada de Arpège y Sandor empezaba a salivar. Con ojos fatigados, Albóndiga contempló al trío que se encami­naba a la cocina y se encogió de hombros.

—Poned el vino en la nevera y buenos días —les dijo.

El cuello de Aubade trazaba un arco dorado al inclinar­se sobre las hojas de papel de barba en las que garabateaba en la penumbra verdosa de la habitación.

—Cuando era un joven estudiante en Princeton —Callisto le dictaba, mientras daba cobijo al pájaro contra el vello de su pecho—, Callisto aprendió un truco nemotécnico para recordar las leyes de la termodinámica: no puedes ganar, las cosas empeorarán antes de que mejoren, ¿quién dice que van a mejorar? A los cincuenta y cuatro años, enfrentado a la noción de Gibbs del universo, comprendió de repente que aquella jerga estudiantil había sido, al fin y al cabo, oracular. El largo laberinto de ecuaciones se convirtió para él en una visión de la definitiva muerte cósmica a causa del calor. Naturalmente, había sabido desde el principio que nada, salvo una máquina o sistema teóricos, funciona jamás con una eficacia del cien por ciento, y conocía el teorema de Clausius, según el cual, la entropía de un sistema aisla­do siempre va en continuo aumento. Pero no fue hasta que Gibbs y Boltzmann aportaron a este principio los métodos de la mecánica estadística, cuando empezó a comprender el horrible significado de todo ello: sólo entonces se dio cuen­ta de que el sistema aislado —galaxia, motor, ser humano, cultura, lo que sea— debe evolucionar espontáneamente hacia la «condición de lo más probable». Así pues, se vio obligado, en el triste otoño moribundo de la mediana edad, a llevar a cabo una nueva evaluación radical de todo cuan­to había aprendido hasta entonces. Ahora tenía que exami­nar todas las ciudades, estaciones y pasiones accidentales de su vida bajo una luz nueva y elusiva, y no sabía si iba a ser capaz de enfrentarse a la tarea. Era consciente de los peligros de la falacia reductiva y, así lo esperaba, lo bastan­te fuerte para no caer en la elegante decadencia de un fata­lismo enervado. El suyo había sido siempre un tipo de pe­simismo vigoroso, italiano. Como Maquiavelo, aceptaba que las fuerzas de la virtú y la fortuna son, aproximadamente, del 50 por ciento; pero ahora las ecuaciones introducían un factor azaroso que elevaba las probabilidades a una pro­porción inexpresable e indeterminada que él mismo temía calcular.

A su alrededor descollaban vagas sombras de invernade­ro, y el corazón lastimosamente pequeño latía contra el suyo. Como contrapunto a las palabras de Callisto, la mu­chacha oía el gorjeo de los pájaros, espasmódicos bocinazos diseminados por la mañana húmeda y el contralto de Earl Bostic elevándose en agrestes cumbres ocasionales a par­tir del suelo. La pureza arquitectónica del mundo de Aubade estaba constantemente amenazada por tales señales de anarquía: brechas, excrecencias y líneas oblicuas, y un cam­bio de lugar o inclinación de los planos a los que ella tenía que readaptarse continuamente, a fin de evitar que toda la estructura temblara y se transformase en una confusión de señales discretas y carentes de significado. Cierta vez Ca­llisto describió el proceso como una especie de feedback: ella se dormía cada noche con una sensación de fatiga y la des­esperada resolución de no relajar nunca la vigilancia. In­cluso en los breves periodos en que Callisto le hacía el amor, remontándose por encima del arqueo de los nervios tensos en azarosos tonos dobles que suenan en acorde, allí estaba la cuerda vibrante de la determinación de Aubade.

—Sin embargo —continuó Callisto—, encontró en la en­tropía, o la medida de la desorganización en un sistema cerrado, una metáfora adecuada aplicable a ciertos fenóme­nos de su propio mundo. Veía, por ejemplo, a la genera­ción más joven respondiendo a Madison Avenue con el mismo mal humor que la suya reservó en otro tiempo a Wall Street, y en el consumismo norteamericano descubrió una tendencia similar desde lo menos a lo más probable, desde la diferenciación a la uniformidad, desde la indivi­dualidad ordenada a una especie de caos. En una palabra, afirmó de nuevo la predicción de Gibbs, aplicándola a la sociedad, e imaginó una muerte por calor de esta cultura, en la que las ideas, como la energía calorífica, ya no se trans­feriría, dado que, en última instancia, cada uno de sus puntos tendría la misma cantidad de energía y, en consecuencia, cesaría el movimiento intelectual. —Alzó la vista de repen­te—. Compruébalo ahora —pidió a la muchacha, la cual volvió a levantarse y examinó el termómetro.

—Dos coma ocho —dijo—. Ha cesado de llover.

El inclinó apresurado la cabeza y aplicó los labios al ala temblorosa del pájaro.

—Entonces cambiará pronto —comentó, procurando mantener un tono firme.

Sentado en la estufa, Saúl era como una muñeca de trapo contra la que una niña ha descargado una furia in­comprensible.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Albóndiga—. Bueno, si es que tienes ganas de hablar.
—Claro que me apetece hablar —replicó Saúl—. Sólo hice una cosa: le di una buena paliza.
—Hay que mantener la disciplina.
—Ja, ja. Ojalá hubieras estado allí. Fue una magnífica pelea, Albóndiga. Acabó lanzándome un manual de física y química, pero falló y alcanzó la ventana, y cuando se rom­pió el cristal creo que también se rompió algo en ella. Salió de casa bruscamente, llorando. Llovía y no se puso imper­meable ni nada.
—Volverá.
—No.
—Bueno... —Tras una pausa, Albóndiga añadió—: Sin duda ha sido por algo muy importante, como por ejemplo, quién es mejor, Sal Mineo o Ricky Nelson.
—Fue por la teoría de la comunicación —dijo Saúl—, lo cual, desde luego, hace que el asunto tenga mucha gracia.
—No sé nada sobre la teoría de la comunicación.
—Mi mujer tampoco. Pero, bien mirado, ¿quién sabe algo? Ahí está la gracia.
Al ver cómo sonreía Saúl, Albóndiga le preguntó si que­ría tomar tequila o alguna otra cosa.
—No. Lo siento de veras. Ese es un terreno en el que puedes perder los estribos, ni más ni menos. Llegas a vigi­lar continuamente por si vienen guardias de seguridad, de­trás de los arbustos, a la vuelta de la esquina. El TECFM es alto secreto.
—¿El qué?
—El Tabulador Electrónico del Campo Factorial Multigrupal.
—Os habéis peleado por eso.
—Miriam ha vuelto a leer ciencia ficción. Eso y Scienti­fic American. Al parecer, está entusiasmada con la idea de los ordenadores que actúan como personas. Cometí el error de decirle que también puedes darle la vuelta a eso y ha­blar de la conducta humana como un programa introduci­do en una máquina IBM.
—¿Por qué no? —le preguntó Albóndiga.
—Claro, ¿por qué no? De hecho, es algo básico para la comunicación, por no mencionar la teoría de la informa­ción. Pero cuando se lo dije, ella se subió por las paredes, se puso como una fiera. Y no imagino el motivo. Si al­guien debiera saberlo, ése soy yo. Me niego a creer que el Gobierno esté desperdiciando conmigo el dinero de los con­tribuyentes cuando tiene tantas cosas importantes y mejo­res en las que gastarlo.

Albóndiga hizo una mueca.

—Quizá tu mujer pensó que actuabas como un científi­co frío, deshumanizado y amoral.
—Por Dios —dijo Saúl, levantando un brazo—. Deshu­manizado. ¿Cuánto más humano puedo ser? Estoy preocu­pado, Albóndiga, de veras. Hoy en día hay europeos que deambulan por el norte de África con la lengua arrancada porque la emplearon en decir lo que no debían. Sin em­bargo los europeos creían que sus palabras eran correctas.
—Barrera de lenguaje —sugirió Albóndiga.

Saúl bajó de la estufa.

—Ese es un buen candidato al peor chiste del año —co­mentó irritado—. No, listo, no es una barrera. En todo caso es una especie de filtración. Dile a una chica: «Te quiero». Los dos elementos implicados, tú y ella, no presentan nin­gún problema, forman un circuito cerrado. Pero con el re­pugnante verbo «querer» has de tener cuidado, pues se presta a la ambigüedad, a la redundancia, incluso irrelevancia, a la filtración. Y eso es ruido. El ruido estropea tu señal, pro­voca la desorganización del circuito.

Albóndiga hizo un gesto desmañado.

—Bueno, bueno, Saúl —musitó—, me parece que, no sé, es como si esperases demasiado de la gente. Quiero decir que... supongo que la mayor parte de las cosas que deci­mos son sobre todo ruido.
—¡Ja! La mitad de lo que acabas de decir, por ejemplo.
—Bueno, a ti te ocurre lo mismo, ¿no?
—Lo sé. —Saúl sonrió sombríamente—. Es desagradable, ¿verdad?
—Supongo que eso es lo que da trabajo a los abogados matrimonialistas. Vaya, perdona, chico.
—Oh, yo no soy sensible, y además —frunció el ceño— tienes razón. Creo que los matrimonios de más «éxito», como el de Miriam y yo hasta anoche, se fundamentan en compromisos. Nunca te desenvuelves con una eficacia ab­soluta, en general no tienes más que una base mínima para funcionar. Creo que la palabra apropiada es «solidaridad».
—Aaaagh.
—Exactamente. Te parece un poco ruidosa, ¿verdad? Pero el contenido del ruido es diferente para cada uno de noso­tros, porque tú eres soltero y yo no. O hasta ahora no lo era. Al diablo con ello.
—Sí, de acuerdo —dijo Albóndiga, tratando de ayudar­le—. Usabais palabras distintas. Por «ser humano» entendías algo que puedes considerar como si fuera un ordenador. Eso te ayuda a pensar mejor en el trabajo, por ejemplo. Pero Miriam entendía algo totalmente diferente...
—Al diablo con ello —repitió Saúl.

Albóndiga se quedó callado.

—Creo que tomaré ese trago —dijo Saúl al cabo de un rato.
Habían abandonado el juego de naipes y los amigos de Sandor se estaban emborrachando lentamente con tequila. En el sofá de la sala de estar, una de las estudiantes y Arru­gas sostenían una conversación amorosa.
—No —decía Arrugas—, no puedo desairar a Dave. De hecho, reconozco los muchos méritos de Dave, sobre todo teniendo en cuenta su accidente.

La sonrisa desapareció del rostro de la muchacha.

—Es terrible. ¿Qué accidente?
—¿No te habías enterado? —replicó Arrugas—. Cuando Dave estaba en el ejército (no era más que un soldado raso), le enviaron en misión especial a Oak Ridge, para algo relacionado con el proyecto Manhattan. Un día estaba ma­nejando material peligroso y recibió una sobredosis de ra­diación, así que ahora tiene que llevar siempre guantes de plomo.

Ella balanceó la cabeza, compasiva.

—Qué horrible suerte para un pianista —comentó.

Albóndiga había dejado a Saúl con una botella de te­quila y estaba a punto de meterse en un armario para dor­mir cuando se abrió la puerta principal e invadieron el piso cinco miembros de la marina norteamericana, todos ellos en diversos grados de abominación.

—Este es el sitio —gritó un gordo y granujiento apren­diz de marinero que había perdido su gorra blanca—. Esta es la casa de putas de la que nos habló ese jefe.

Un alto y delgado segundo contramaestre de tercera clase le hizo a un lado e inspeccionó la sala de estar.

—Tienes razón, Slab, pero no parece gran cosa, ni si­quiera para Estados Unidos. He visto mejores culos en Ná­poles, Italia.
—Eh, ¿cuánto? —atronó un marinero corpulento con ade­noides, que sostenía un pote de vidrio lleno de whisky ca­sero.
—Dios mío —murmuró Albóndiga.

Afuera la temperatura se mantenía constante a 2,8 gra­dos. En el invernadero, Aubade acariciaba distraída las ramas de una joven mimosa y oía el motivo de la savia ascenden­te, el tema áspero, anticipador y no resuelto de las frágiles flores rosadas que, según se dice, garantizan la fertilidad. Esa música se elevaba de una tracería enmarañada: arabes­cos de orden en fuga competitiva con las disonancias im­provisadas de las fiestas en el piso de abajo, que a veces llegaban a un punto máximo con ápices y cimacios de ruido. Esa preciosa proporción entre señal y sonido, cuyo delica­do equilibrio requería todas las calorías de las fuerzas de Aubade, subía y bajaba dentro de su cráneo pequeño y tenue mientras observaba a Callisto, que daba calor al pája­ro. Ahora Callisto intentaba confrontar la idea de la muer­te térmica, mientras acariciaba el plumoso cuerpecillo entre sus manos. Buscaba correspondencias. Sade, desde luego, y Temple Drake, macilento y desesperanzado en su parquecillo parisiense, al final de Santuario. Equilibrio definitivo. El bosque nocturno. Y el tango, cualquier tango, pero quizá más que cualquier otro la triste y enfermiza danza en La histo­ria del soldado, de Stravinsky. Rememoró: ¿Qué fue para ellos la música del tango después de la guerra, qué signifi­cados se le pasaron por alto en todos los autómatas ma­jestuosamente emparejados de los cafés-dansants, o en los metrónomos que oscilaban detrás de los ojos de sus parejas? Ni siquiera los vientos limpios y cortantes de Suiza podían curar la grippe espagnole: Stravinsky la padeció, todos ellos la padecieron. ¿Y cuántos músicos quedaron después de Passchendale, después del Marne? En este caso se reducían a siete: violín, contrabajo. Clarinete, fagot. Corneta, trom­bón. Tímpanos. Casi como si toda la minúscula compañía de saltimbanquis se hubiera puesto a transmitir la misma información que una orquesta completa. Apenas quedaba una dotación entera en Europa. No obstante, con el violín y los tímpanos, Stravinsky logró expresar en ese tango la misma fatiga, idéntica falta de aireación que uno veía en los jóvenes acicalados que trataban de imitar a Vernon Castle, y en sus queridas, a las que sencillamente no les impor­taba. Ma maîtresse. Celeste. Cuando regresó a Niza, tras la segunda guerra mundial, descubrió que aquel café había sido sustituido por una tienda de perfumes que abastecía a los turistas norteamericanos. Y no quedaba ningún vestigio se­creto de ella en los adoquines o en la vieja pensión conti­gua, ningún perfume que armonizara con su aliento, aro­matizado por el dulce vino español que siempre tomaba. Y así, en vez de quedarse allí, compró una novela de Henry Miller, partió hacia París y leyó el libro en el tren, por lo que cuando llegó había recibido por lo menos una adver­tencia previa. Y vio que Celeste y los demás, e incluso Tem­ple Drake, no habían cambiado lo más mínimo.

—Me duele la cabeza, Aubade.

El sonido de su voz generó en la muchacha un frag­mento de melodía como respuesta. Su movimiento hacia la cocina, la toalla, el agua fría y los ojos de Callisto que la seguían formaron un canon extraño e intrincado; y mien­tras ella le aplicaba la compresa en la frente, el suspiro de gratitud que él exhaló parecía señalar un nuevo tema, otra serie de modulaciones.

—No —seguía diciendo Albóndiga—, me temo que no. Esta no es una casa de mala fama. Lo siento de veras.

Slab se mantenía inflexible.

—Pero el jefe dijo... —repetía.

El marinero propuso cambiar el licor casero por una tía buena. Albóndiga miró frenéticamente a su alrededor, como si buscara ayuda. En medio de la sala, el cuarteto Duke di Angelis llevaba a cabo una actuación histórica, Vincent sen­tado y los otros en pie, realizando los movimientos de un grupo musical en plena actuación, pero sin instrumentos.

—¡No te digo! —exclamó Albóndiga.

Duke movió la cabeza varias veces, sonrió levemente, encendió un cigarrillo y por fin vio la expresión de Al­bóndiga.

—Tranquilo, hombre —le susurró.

Vincent empezó a agitar los brazos con los puños ce­rrados; de repente se quedó inmóvil y luego repitió los mo­vimientos. Esto se prolongó durante unos minutos, mien­tras Albóndiga sorbía malhumorado su bebida. La marina se había retirado a la cocina. Por fin, obedeciendo a algu­na señal invisible, el grupo dejó de dar golpecitos con los pies y Duke dijo sonriente:

—Por lo menos hemos terminado juntos.

Albóndiga le miró iracundo.

—¡No te digo! —repitió.
—Es una nueva idea, hombre —dijo Duke— Recuerdas a tu tocayo, ¿no? ¿Recuerdas a Gerry?
—No —respondió Albóndiga—. Recordaré abril, si eso te sirve de algo.
—En realidad era Amor en venta, lo cual demuestra lo mu­cho que sabes —dijo Duke—. La cuestión es que tocaban Mulligan, Chet Barker y aquella gente de entonces, ¿comprendes?
—Saxo barítono —respondió Albóndiga—. Creo que había un saxo barítono.
—Pero nada de piano, chico, nada de guitarra ni acor­deón. Ya sabes lo que significa eso.
—No exactamente —replicó Albóndiga.
—Bueno, primero déjame decirte que no soy Mingus ni John Lewis y la teoría no ha sido nunca mi fuerte. Quiero decir que cosas como leer siempre han sido difíciles para mí y...
—Lo sé —le interrumpió Albóndiga secamente—. Te qui­taron el carnet porque cambiaste el tono de Cumpleaños feliz durante una fiesta en el club Kiwanis.
—El Rotario. Pero, en uno de esos destellos de intui­ción, se me ocurrió que si aquel primer cuarteto de Mulligan no tenía piano, eso sólo podía significar una cosa.
—Ningún acorde —dijo Paco, el bajo de cara infantil.
—Lo que quiere decir es que los acordes no tienen notas fundamentales, nada que escuchar mientras tocas una línea del pentagrama. Lo que uno hace en estos casos es pensar las notas fundamentales.

Albóndiga empezaba a adquirir una comprensión horro­rizada.

—Y el siguiente paso lógico...
—Es pensarlo todo —concluyó Duke con sencilla digni­dad—. Notas fundamentales, líneas, todo.
Albóndiga miró a Duke con admiración.
—Pero...
—Bueno —dijo Duke con modestia—, hay que corregir algunos defectos.
—Pero... —insistió Albóndiga.
—Escucha y lo comprenderás.

Y el grupo entró de nuevo en órbita, presumiblemente en alguna parte alrededor del cinturón de asteroides. Al cabo de un rato, Arrugas aplicó los labios a una embocadura ima­ginaria y empezó a mover los dedos, mientras Duke se lle­vaba una mano a la frente.

—¡Zoquete! —exclamó—. Estamos usando la nueva cabe­za, la que escribí ayer, ¿recuerdas?
—Claro —respondió Arrugas—, la nueva cabeza. Yo entro en el puente. Primero todas vuestras cabezas y luego allá voy.
—Muy bien —dijo Duke—. Si lo sabes, ¿por qué...?
—A ver, dieciséis compases, espero, entro...
—¿Dieciséis? —le interrumpió Duke—. No, no Arrugas. Has esperado ocho. ¿Quieres que lo cante? Un cigarrillo que tiene huellas de pintalabios, un pasaje de avión a luga­res románticos.

Arrugas se rascó la cabeza.

—Te refieres a Esas cosas absurdas.
—Sí —dijo Duke—, sí, Arrugas, bravo.
—No se trata de Recordaré abril —dijo Arrugas.
Minghe morte —replicó Duke en argot napolitano.
—Creía que lo hacíamos un poco lento —se defendió Arrugas.

Albóndiga se echó a reír.

—De vuelta al viejo tablero de dibujo —comentó.
—No, hombre —dijo Duke—. De vuelta al vacío sin aire.

Y arrancaron otra vez, pero parecía que Paco tocaba en sol sostenido mientras que los demás lo hacían en mi bemol, por lo que tuvieron que empezar de nuevo.

En la cocina, dos de las chicas del George Washington y los marineros cantaban Hundámonos todos y Méate en el Forestal. Sobre la nevera tenía lugar un juego de morra bi­lingüe y a dos manos. Saúl había llenado de agua varias bolsas de papel y estaba sentado en la salida de incen­dios, arrojándolas contra los transeúntes. Una joven y gruesa funcionaria, que llevaba una camisa de entrenamiento Bennington, comprometida recientemente con un subteniente destinado al Forrestal, irrumpió de repente en la cocina, con la cabeza baja, y golpeó a Slab en el estómago. Sus com­pinches, imaginando que ésa era una excusa tan buena como cualquier otra para una pelea, entraron atropelladamente. Los jugadores de morra tenían las narices juntas y gritaban trois sette, a voz en cuello. Desde la ducha, la chica a la que Albóndiga había apartado de la pila, anunció que se estaba ahogando. Al parecer, se había sentado sobre el desagüe y ahora estaba con el agua hasta el cuello. El ruido en el piso de Albóndiga había llegado a un crescendo sostenido y atroz.

Albóndiga se limitaba a observar, rascándose perezosa­mente el estómago. Imaginaba que sólo podía hacer frente a aquel desastre de dos maneras: (a) encerrarse en el arma­rio y confiar en que finalmente todos se irían, o (b) inten­tar serenarlos a todos, uno tras otro. La primera alternativa era ciertamente la más atractiva, pero entonces se puso a pensar en aquel armario. Estaba oscuro y lleno de trastos, y se sentiría solo, cosa que no le hacía ninguna gracia. Y luego aquella tripulación del barco Piruleta o como se llamara podría concebir la idea de derribar la puerta del armario a patadas, por pura diversión. Y si ocurría tal cosa, él se sentiría, como mínimo, azorado. La otra manera era más fastidiosa, pero probablemente mejor a la larga.

Así pues, decidió evitar que su fiesta degenerase en un caos total: dio vino a los marineros y separó a los jugado­res de morra, presentó la funcionaria a Sandor Rojas, el cual impediría que se metiera en líos, ayudó a la chica de la ducha a secarse y la acostó en la cama, tuvo otra conversa­ción con Saúl, llamó a un mecánico para que reparase el frigorífico, pues alguien había descubierto que estaba estro­peado. Todo eso fue lo que hizo hasta el anochecer, cuan­do la mayoría de los juerguistas habían perdido el sentido y la fiesta temblaba en el umbral de su tercer día.

En el piso de arriba, Callisto, impotente en el pasado, no notaba que el débil ritmo en el interior del pájaro em­pezaba a disminuir y apagarse. Aubade estaba al lado de la ventana, deslizándose mentalmente por las cenizas de su propio mundo encantador. La temperatura se mantenía fija, el cielo se había vuelto de un gris oscuro uniforme. Enton­ces algo desde abajo, el grito de una muchacha, una silla volcada, un vaso estrellado contra el suelo. Callisto nunca sabría exactamente qué, penetró en aquella deformación pri­vada del tiempo y tuvo conciencia de que el ritmo del pá­jaro fallaba, de la contracción muscular y los leves movi­mientos de la cabeza, y su propio pulso empezó a latir con más intensidad, como si intentara compensar.

—Aubade —llamó débilmente—. Se está muriendo.

La muchacha, ondulante y arrobada, cruzó el inverna­dero para mirar las manos de Callisto. Los dos permanecie­ron así, inmóviles, durante uno o dos minutos, mientras el corazoncillo latía con un airoso diminuendo hasta detener­se por completo. Callisto alzó la cabeza lentamente.

—Le he cogido —protestó, sintiéndose impotente ante el misterio— para darle el calor de mi cuerpo, casi como si le transmitiera la vida, o una sensación de vida. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha interrumpido la transferencia de calor? ¿No hay más...? —No concluyó la frase.
—Yo estaba en la ventana —dijo ella.

Callisto se dejó caer en la cama, aterrado. Ella perma­neció un momento más de pie, indecisa. Había percibi­do la obsesión de su compañero tiempo atrás, y de alguna manera se dio cuenta de que aquellos 2,8 grados constantes eran ahora decisivos. Entonces, de improviso, como si viera la única e inevitable conclusión de todo aquello, se acercó con rapidez a la ventana antes de que Callisto pudiera ha­blar, arrancó las cortinas, rompió el cristal con dos manos exquisitas que quedaron sangrando y relucientes de fragmen­tos de vidrio, se volvió hacia el hombre tendido en la cama y esperó con él hasta que llegara el momento del equili­brio, cuando los 2,8 grados prevalecieran fuera, dentro y para siempre, y el inmóvil y curioso factor dominante de sus vidas independientes se resolviera en una tónica oscuri­dad y la ausencia definitiva de todo movimiento.





en Kenyon Reviere, 1960














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