lunes, octubre 19, 2009

“Yoko”, de Víctor Quezada

Tres poemas






[tras ti el cielo avanza] Me gustaría escribir: un rayo tibio penetra la ventana, y es aquí cuando despierto, perpetro una presencia. Lo cierto es que un rayo definido penetra la ventana y aquel rayo no es el comienzo, el primer esfuerzo por verme, sobrepasado de luz, en otro cuerpo. La historia hubiese querido ser así, suceder en lo otro. De haber nacido yo diferentes tiempos, estas líneas serían fácilmente la declaración de los derechos del hombre, el discurso inaugural del Louvre, tal vez el primer manifiesto surrealista. Sin embargo hay otra falsedad, otro malentendido (nota: modificar todo presente por un pasado perfecto. Nada tiene que ver el orden narrativo con el orden de la experiencia): esta historia no debería tratar de mí. Así debo anularme, desaparecer hasta perderme, sobrevivirme en cada cosa, en la disposición que la costumbre le facilita a la memoria, que la memoria a la ficción facilita, e imaginar los vacíos. Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla: si la dibujo -pensé- tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre. A fin de cuentas, los vacíos de la visión. Y ese dibujo me llevó al cuerpo vivo y verde de mi planta, su rebosante sanidad en nada parecida al amor que le profeso. Y la luz alcanzaba a penetrar sus hojas: el haz claro, cuando más claro el envés, siempre. Me hubiese gustado escribir esto pero es inaceptable.







[yoko] Y quisiera fueras también la eterna presencia de la amada ausente. Hasta amar lo que he creado y dejarás de ser. La Eterna; quien fue Lady Rowena, Rebecca en Ivanhoe, Leonora en Poe. Quien serás: la amada de hombros rudos de amplio cuello que me parezca.







[afuera] Las fuentes de soda, las comidas al paso los pequeños mercados de las carreteras. Viajeros se reúnen alrededor de una mesa: lomitos, completos, churrascos, aglomeraciones de pan palpitante la cocaína, otra infinitud de estrellas en medio del desierto. Esto veo ahora que limpio de vaho la ventana fría. Camioneros de enormes vientres redondos, bolivianos pusilánimes, curepas, cholos maleantes, hijos o padres de padres o hijos acabados por el alcohol, el dinero embrutecidos. Yo no quería esto. Yo quería un poema que comenzara con cierto pasaje del Quijote, que terminara con ciertos versos de Vallejo, contuviera algunas líneas, robadas de Sterne -como todo lo anterior está robado de Sterne, Macedonio, Cervantes principalmente. Pero los hombres descienden de galantes naves, entre dados misteriosos y vasos de cerveza (nada lírica o nerviosa). Se objetará que mi relación con las cosas no va más allá de un ajuste ideológicamente sublimado, que se hace patente la imposibilidad del regreso. Coincido.






Inédito, 2009














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