miércoles, octubre 21, 2009

"El amante bilingüe", de Juan Marsé





Cuaderno 1: El día que Norma me abandonó



U
na tarde lluviosa del mes de noviembre de 1975, al regresar a casa de forma imprevista, encontré a mi mujer en la cama con otro hombre. Recuerdo que al abrir la puerta del dormitorio, lo primero que vi fue a mí mismo abriendo la puerta del dormitorio; todavía hoy, diez años después de lo ocurrido, cuando ya no soy más que una sombra del que fui, cada vez que entro desprevenido en ese dormitorio, el espejo del armario me devuelve puntualmente aquella trémula imagen de la desolación, aquel viejo fantasma que labró mi ruina: un hombre empapado por la lluvia en el umbral de su inmediata destrucción, anonadado por los celos y por la certeza de haberlo perdido todo, incluso la propia estima.

Para guardar memoria de esa desdicha, para hurgar en una herida que aún no se ha cerrado, voy a transcribir en este cuaderno lo ocurrido aquella tarde. Un dormitorio pequeño, íntimo. Cama baja con las sábanas revueltas. Ya he hablado de mí mismo reflejado en el espejo, al entrar. Norma se ha refugiado en el cuarto de baño, cerrando la puerta por dentro. Lo segundo que veo es la caja de betún sobre la moqueta gris y el tipo casi desnudo sentado al borde de la cama y frotando diestramente con el cepillo un par de mis mejores zapatos. Lo único que lleva puesto es un sobado chaleco negro de limpiabotas. Tiene las piernas peludas y poderosas. Surcos profundos le marcan la cara.

—¿Qué diablos hace usted con mis zapatos? —pregunto estúpidamente.

El hombre no sabe qué hacer ni qué decir. Masculla con acento charnego:

—Pues ya lo ve uzté...

En realidad, yo tampoco sé cómo afrontar la situación.

—Es indignante, oiga. Es la hostia.
—Sí, sí que lo es...
—Es absurdo, es idiota.

Parado al pie de la cama, mientras se forma un charquito de agua alrededor de mis pies, observo al desconocido que sigue frotando mis zapatos y le digo:

—Y ahora qué.
—M'aburría y me he disho: vamos a entretenernos un ratillo lustrando zapatos...
—Ya lo veo.
—E que zoi limpia, ¿zabusté? Pa zervile.
—Ya.
—Bueno, me voy.
—No, no se vaya. Por mí puede quedarse.
—No se haga uzté mala zangre —me aconseja en tono de condolencia—. Porque uzté es el marío de la zeñora Norma, supongo...

Sigue lustrando el zapato por hacer algo, con gestos mecánicos. Pero emplea en su absurdo cometido una atención desmedida.

—Estoy calmado —me digo a mí mismo—. Estoy bien.
—M'alegro.
—¿No puede dejar de frotar este zapato?
—Lo mío es sacarle lustre al calzado, ¿zabusté? Pero será mejor que me vaya, con su permizo.

De pronto me aterra quedarme a solas con Norma. Sé que la voy a perder.

—Espere un poco —le digo—. Está lloviendo mucho...

Ya se está poniendo los calzoncillos, algo aturullado. Veo fugazmente su sexo oscilando entre las piernas. Es oscuro, notable. Apresuradamente se pone los pantalones y luego busca los calcetines en el suelo. En su cara un poco bestial no se ha borrado el susto, parece abrumado con su papel de amante ocasional de la señora de la casa pillado in fraganti por el marido. No me sorprende que sea un vulgar limpiabotas, probablemente analfabeto, reclutado en algún bar de las Ramblas y con pinta de cabrero. Cuando empecé a sospechar que Norma me engañaba, pensé en Eudald Ribas o en cualquier otro señorito guaperas de su selecto círculo de amistades, pero no tardé en descubrir que su debilidad eran los murcianos de piel oscura y sólida dentadura. Charnegos de todas clases. Taxistas, camareros, cantaores y tocaores de uñas largas y ojos felinos. Murcianos que huelen a sobaco, a sudor, a calcetín sucio y a vinazo. Guapos, eso sí. Aunque éste no parece tan joven ni tan irresistible. Un tipo de unos cuarenta años, moreno, de nariz ganchuda, pelo rizado y largas patillas. Un charnego rematado que no se atreve a mirarme a los ojos.

Y yo sigo sin saber qué hacer.

—Hosti, tú —susurro pensativo en catalán, mirando al suelo—. I ara qué?
—No se haga uzté mala zangre —insiste el hombre—. Mecachis en la mar...

Siento que voy a estallar. Abro el armario ropero y saco mis otros zapatos, más de media docena de pares, y también los de Norma, y los voy arrojando todos sobre la cama con una furia compulsiva.

—Tenga, aquí tiene más zapatos. ¿No es usted limpiabotas? ¡¿No es eso lo que ha dicho, que es usted limpiabotas?! ¡Pues frótelos bien! —grito para que Norma me oiga—. ¡Dele al cepillo!
—Zí, zeñó.

Se apresura a ordenar los zapatos sobre la cama, emparejándolos, y coge uno y empieza a frotarlo con el cepillo.

—Eso es. Frote, frote...

Miro la puerta del cuarto de baño esperando ver salir a Norma. Pero ella no sale. Veo sobre la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales. Se está vistiendo al palpo, me digo, sin verse en el espejo. Yo sí la veo, la oigo, la huelo. Nuestro apartamento de Walden 7 es pequeño y de tabiques delgados, puedo oír a Norma vistiéndose en el cuarto de baño, ahora se está poniendo las medias, me llega el roce de la seda en sus piernas, oigo el chasquido de la liga en su piel.

Me noto sin fuerzas. Me quito la gabardina mojada y me siento al otro lado de la cama. La lluvia sigue golpeando los cristales de la ventana. Una tarde de perros.

—¿Es la primera vez? —pregunto, y el tono tranquilo de mi voz me sorprende—. Conteste. ¿Es la primera?
—Zí, zeñó.
—No me mienta.
—Lo juro por mis muertos.
—Pero conoce a la señora hace tiempo.
—Qué va, no hará ni dos meses que le lustré los zapatos por primera vez, de cazualidá... Bueno, me voy.
—Calma.

El limpiabotas hunde la cabeza sobre el pecho y suspira como si le doliera el alma:

—¡Ay, Jezú Dios mío!
—¿Dónde trabaja usted?
—En las Ramblas.
—¿Cómo se conocieron?
—En el bar del hotel Manila. Paso las tardes allí. No sea uzté mu severo con la zeñora, y deje que me vaya...
—Usted quieto. El que se va soy yo.

Pero ni uno ni otro. Será Norma la que se largue, y además para siempre. Sale del cuarto de baño vestida con una ceñida falda gris y un jersey azul de cuello alto, tranquila y distante, atusándose el pelo con los dedos, y, sin dirigir una sola mirada a ninguno de los dos, coge de la mesilla de noche sus gafas de gruesos cristales y se las pone, luego saca del armario su cazadora de piel y un pequeño paraguas, abre la puerta del dormitorio y se va, cerrando de golpe.

Todavía hoy resuena esa puerta en mis oídos. Todavía hoy no he reaccionado. Veo mi colección de zapatos colocados en batería sobre la cama. A Norma le encantaba comprarme zapatos, los mejores zapatos. Están relucientes, impecables, mirándome desde su risueña y banal simetría. Empuñando uno de ellos, el limpiabotas lo frota suavemente con el cepillo.

—Tiene uzté unos zapatos mu elegantes...
—Se preguntará usted —digo sin hacerle caso, sin apartar los ojos de la puerta por donde se ha ido Norma—cómo una mujer de su clase pudo casarse con un don nadie como yo...
—No, zeñó, yo no me pregunto na.
—También yo me lo pregunto a veces.
—Miruzté, cada cual se sabe lo suyo... Ya va siendo hora de que me vaya.
—Calma. Quisiera contarle algo. Acerca mí y de esta señora que acaba de irse. Norma Valentí. Nos conocimos hace cuatro años. Yo tenía treinta y siete y ella veintitrés. Fue un milagro lo que nos juntó...

Yo me crié en lo alto de la calle Verdi, le expliqué, con los golfos sin escuela que merodeaban por el parque Güell y el Guinardó, en los duros años de la posguerra. Norma era hija única del difunto Víctor Valentí, fabricante de cinturones de cuero y artículos de piel que en los años cuarenta hizo una fortuna al obtener contratos en exclusiva del ejército. La chica se crió entre algodones en una fantástica torre del Guinardó rodeada por un inmenso parque. Vivía con sus padres y dos tías solteronas. Cuando tenía quince años, sus padres murieron en Montserrat en un desgraciado accidente de automóvil. Habían parado el coche en una cuesta para admirar el paisaje. No se apearon. Estaban contemplando el Cavall Bernat y el coche se desfrenó y retrocedió lentamente, sin que ellos se dieran cuenta, y se precipitó montaña santa abajo...

—El negocio quedó en manos de tío Luis, el hermano de don Víctor, y con el tiempo Norma acabaría heredando unas rentas superiores al mejor sueldo que yo hubiera podido soñar jamás en toda mi vida, y mire usted que he soñado...
—Zoñar e güeno, pero no conviene perdé el sentío de la realidá —me advierte muy sabiamente el limpiabotas.
—¿Quiere usted saber por qué dichoso azar o extraña casualidad llegaron a conocerse y enamorarse una muchacha rica y un pelanas como yo, hijo de una ex cantante lírica alcohólica y del Mago Fu-Ching, un pobre artista de varietés? Se lo contaré...

Nos conocimos en la sede de los Amigos de la Unesco, le conté, en la calle Fontanella, durante una huelga de hambre contra el régimen organizada por un grupo de abogados e intelectuales de izquierda. Yo caí en medio de todos ellos como llovido del cielo... Fue en diciembre de mil novecientos setenta. Por esa época yo era un buen aficionado a la fotografía y solía acudir a exposiciones y muestras. Una tarde, saliendo del cine, entré en el local de los Amigos de la Unesco para ver las fotos de una exposición. Era casi la hora de cerrar y había en la sala unas veinte personas charlando animadamente, sin dedicar la menor atención a las fotografías. No tardaría en averiguar que estaban allí para otra cosa. Al no irse nadie, no advertí que ya habían cerrado el local, dejándonos a todos dentro: se iba a iniciar una huelga de hambre en protesta por los procesos de Burgos, en los que se dictaron nueve penas de muerte, y todos los que estaban allí lo sabían menos yo. Además de abogados, había en el grupo estudiantes, médicos y algún escritor y periodista, comandados por una impetuosa abogada de ojos verdes. No recelaron de mi presencia; como algunos no se conocían entre sí, pensaron que yo también era uno de ellos y nadie me preguntó nada. Todos tenían la consigna de juntarse allí a la misma hora y dejar que cerraran el local, negándose a salir. Me di cuenta de la situación al oír comentarios, y sobre todo al hablar con una joven universitaria que me preguntó de parte de quién venía. Era Norma. Le di el nombre de un colectivo teatral catalán que en esa época se distinguía por su antifranquismo. Norma me fascinó y por ella decidí sumarme a la huelga. Fueron cuatro días inolvidables. No comíamos nada, sólo bebíamos agua con un poco de azúcar, y fumábamos mucho. Recuerdo que Norma encendía los cigarrillos con cerillas del Bocaccio, el mítico local de la calle Muntaner que fue nido de progresistas... Nos proporcionaron mantas y dormíamos en el suelo, vestidos. Norma y yo nos hicimos inseparables durante todo el encierro. Recibimos adhesiones de comités obreros clandestinos y nos visitó la televisión sueca. Desde la primera noche, Norma durmió a mi lado. En la madrugada del cuarto y último día, cuando la policía forzó la puerta para desalojarnos, yo tenía la mano entre los muslos de Norma, debajo de la manta. No olvidaré nunca la seda caliente aprisionando mi mano, ni la mezcla de placer y de miedo en los ojos de Norma mientras la puerta cedía y la policía franquista irrumpía en la sala... Nos llevaron a todos a Jefatura, Norma y yo cogidos de la mano.

—Una hiztoria mu bonita, zí, zeñó...
—Estudiaba filología catalana en la universidad y era una chica romántica y progre —sigo machacando al apabullado limpia—. No me pregunte cómo se enamoró de mí, cómo ocurrió el milagro. Usted pensará, como hicieron en su momento las tías de Norma y sus amistades, que me casé con ella por dinero. Pero yo mismo lo dudo, a juzgar por cómo me comporté después... La historia de Juan Marés es triste, amigo. Es la historia de un hombre que a los treinta y siete años dio un braguetazo y que luego no supo comportarse. He sido un braguetero sin convicción...
—En el fondo, uzté e güeno.
—Vivimos unos meses con las dos viejas tías solteronas en Villa Valentí, la fabulosa torre del Guinardó. No he olvidado sus cúpulas doradas al atardecer ni su plácido estanque de aguas verdes. Y después, siguiendo la moda de muchas parejas progres, Norma adquirió un apartamento en Walden 7, el controvertido edificio del arquitecto Bofill en Sant Just, este en el que ahora nos encontramos usted y yo sentados en una cama llena de zapatos...
—Termine ya, haga er favó.

El hombre deja los zapatos, se levanta, guarda el cepillo y las cremas en la caja y se queda mirándome, la caja de betún en la mano, esperando que termine de hablar.

—Yo estaba sin empleo —proseguí, inmisericorde—. Puesto que no tenía que ganarme la vida, al faltarme el incentivo, acabé abandonando mis tentativas de trabajo. Antes de conocer a Norma estuve empleado en una antigua tienda de guantes y sombreros del barrio gótico, y esporádicamente actuaba en agrupaciones teatrales de aficionados en Gràcia. Por aquel entonces mi madre ya había muerto, no me quedaba ningún otro familiar (mi padre, el ilusionista, se fue de casa cuando yo tenía doce años) y vivía con una actriz poco conocida en un pisito oscuro que ella tenía en la calle Tres Señoras. Con Norma, en este apartamento, todo fue distinto. Norma y yo formamos un matrimonio romántico, carnal y desastroso: una unión que no podía durar porque ninguno de los dos sabíamos qué diablos era lo que debíamos hacer durar, además de los revolcones en la cama...

—No llore uzté, por el amor de Dios.
—Norma no tardó en confundir la independencia económica con la emocional e inauguró un ciclo de depresiones que hace cosa de un año la llevó a vivir un par de sórdidas aventuras, la primera con un camarero y la segunda con un taxista.
—Un tropezón lo da cualquiera en la vida, ¿zabusté?
—Y ahora con un limpiabotas que ha recogido por ahí, en un bar... ¡Cielo santo, cielo santo!
—No se fíe uzté de las apariencias. Su mujé le quiere a uzté.
—Y termino. Durante estos cuatro años de casado, me he acostado temprano y he vuelto a soñar. Desde muy niño soñaba con irme lejos, lejos del barrio y de mi casa, del ruido de la Singer que pedaleaba mi madre y de sus rancias canciones zarzueleras, de sus borracheras y de sus astrosos amigos de la farándula. Lo conseguí con Norma. Y ahora sé que todo lo he perdido.
—Me tengo que ir, oiga. Ya no llueve...
—Quédese un poco más.
—No estaría bien, no, zeñó. Aquí le dejo tos sus zapatos limpios.

Observo fascinado los zapatos lustrados y alineados sobre la cama. Parecen sonreír. Se me ocurre que debería pagarle algo por su trabajo. Él ya está en la puerta.

—Creo que debería pagarle algo por su trabajo...
—No zea uzté capullo, hombre.
—Qué otra cosa puedo hacer, además de pegarme un tiro.
—No diga barbaridades. ¡Hala, quede uzté con Dios! Lo mejó que pué hacer es ir a buscar a su mujé.

Pero yo no me movería de allí durante horas y Norma no volvería nunca al apartamento de Walden 7. Se fue a Villa Valentí a vivir con sus tías y al día siguiente mandó a una criada a recoger su ropa y sus cosas. Conseguí hablar con ella por teléfono un par de veces, pero no pude convencerla para que volviera a casa. Me dijo que podía quedarme en Walden 7 el tiempo que quisiera —el piso aún hoy está a su nombre—, que no pensaba echarme a la calle. Después de eso, no quiso volver a saber nada de mí.

Se va el paciente y amable limpiabotas y oigo la puerta del piso cerrándose por segunda vez, ahora con sigilo. Al mismo tiempo, otra puerta se abre ante mí: la que ha de dar paso a la miseria y al fracaso de mi vida, a mi caída vertiginosa en la soledad y la desesperación.







1990












1 comentario:

Icíar García Martínez dijo...

Este caitulo me encantó.Esty leyendo el libro, y siempre con una sonrisa, Marés es un tipo entrañable...