domingo, julio 12, 2009

"Zazie en el metro", de Raymond Queneau

Capítulo primero






«¿Por qué apestan tanto? —se preguntó Gabriel, abrumado—. Es increíble, no se limpian jamás. En el periódico dicen que ni el once por ciento de las viviendas de París tienen cuarto de baño, cosa que no me sorprende, pero uno se puede lavar sin ellos. Todos esos que me rodean no deben de hacer grandes esfuerzos. Por otra parte, tampoco es una selección entre lo más cochambroso de París. No hay razón. El azar los ha reunido. No puede suponerse que la gente que aguarda en la estación de Austerlitz huela peor que la que espera en la estación de Lyon. No, de verdad, no hay razón. Pero ¡qué olor, de todos modos!».

Gabriel se sacó de la manga un pañuelo de seda color malva y se taponó las napias.

— ¿Qué es lo que apesta así? —dijo una mujer en voz alta.

No pensaba en ella al decirlo; no era egoísta; lo que quería era hablar del perfume que emanaba del caballerete.

—Esto, buena mujer —contestó Gabriel, que era rápido en la réplica—, es Barbouze, un perfume de chez Fior.
—No debería permitirse que la gente apestara de este modo —continuó la chismosa, segura de estar en su derecho.
—Si lo comprendo bien, buena mujer, crees que tu perfume natural hace la competencia al de los rosales. Pues bien, te equivocas, buena mujer, te equivocas.
— ¿Lo estás oyendo? —dijo la buena mujer a un tipejo que estaba a su lado, probablemente el que tenia derecho a ella legalmente—. ¿Estás oyendo cómo me falta al respeto, ese gran marrano?

El tipejo examinó la pinta de Gabriel y se dijo que era un tío fuerte, pero los tíos fuertes suelen ser bonachones y no abusan nunca de su fuerza; sería una cobardía por su parte. Muy jaque, gritó:

—Apestas, eh, gorila.

Gabriel suspiró. Otra vez recurrir a la violencia. Esta obligación le asqueaba. Ya desde el primer hom­bre, siempre había ocurrido lo mismo. Pero, en fin, lo que hace falta, hace falta. No era culpa suya, de Gabriel, si los débiles siempre encocoraban a todo el mundo. Sin embargo, le dejaría una oportunidad al moscardón.

— ¿A que no lo repites? —dice Gabriel.

Un poco asombrado de que el jampón replicara, el tipejo se tomó tiempo para espetar la respuesta:

—Repetir ¿qué?

No estaba descontento de su fórmula, el tipejo. Sólo que, como su costilla insistió, se inclinó para proferir este pentasílabo monofásico:

—Loquelasdicho...

El tipejo se atemorizó. Era el momento, para él, de forjarse algún escudo verbal. El primero que en­contró fue un endecasílabo:

—Primero, le prohibo tutearme.
—Cobardica —replicó Gabriel con sencillez.

Y levantó el brazo como si quisiera darle un tor­tazo a su interlocutor. Sin insistir, éste se dejó caer al suelo, entre las piernas de la gente. Tenía muchas ganas de llorar. Afortunadamente, he aquí que el tren entra en la estación, lo que cambia el paisaje. El gen­tío perfumado dirige sus múltiples miradas hacia los que llegan, que comienzan a desfilar, con los hombres de negocios en cabeza a paso ligero con sus carteras de mano por todo equipaje y su aire de saber viajar mejor que los demás.

Gabriel mira a lo lejos; ellas, ellas deben de estar atrás, las mujeres siempre están atrás; pero no, que surge una mocosa y le dice:

—Yo soy la Zazie, apuesto que tú eres mi tito Gabriel.
—Yo soy, en efecto —responde Gabriel, ennoble­ciendo su tono—. Sí, soy tu tito.

La chica se ríe. Gabriel, sonriendo educadamente, la toma en brazos, la levanta a la altura de sus labios, la besa, ella le besa, y él la vuelve a bajar.

—No hueles nada bien —dice la pequeña.
—Barbouze de chez Fior —explica el coloso.
— ¿Me pondrás un poco detrás de las orejas?
—Es un perfume de hombres.
—Ya ves el objeto —dice Jeanne Lalochére que se acerca por fin—. Has querido encargarte de él; pues aquí lo tienes.
—Todo se arreglará —dice Gabriel.
— ¿Puedo confiar en ti? Comprenderás que no quiero que se haga violar por toda la familia.
—Pero, mamá, sabes bien que la última vez lle­gaste justo a tiempo.
—En todo caso —dice Jeanne Lalochére—, no quiero que se repita.
—Puedes estar tranquila —dice Gabriel.
—Bueno. Entonces os encuentro aquí pasado ma­ñana para el tren de las seis y sesenta.
—Andén salida —dice Gabriel.
Natürtich —dice Jeanne Lalochére, que había estado «ocupada»—. A propósito, y tu mujer, ¿qué tal?
—Bien, gracias. ¿No vendrás a vernos?
—No tengo tiempo.
—Cuando tiene un fulano es así —dice Zazie—, la familia ya no cuenta para ella.
—Hasta la vista, cariño. Hasta la vista, Gaby.

Y se larga.

Zazie comenta los acontecimientos: —La tiene loquita.

Gabriel se encoge de hombros. No dice nada. Co­ge el maletín de Zazie. Ahora, dice algo. —Andando —dice.

Y se lanza, proyectando a derecha e izquierda to­do lo que se encuentra en su trayectoria. Zazie galopa detrás.

—Tito —grita—, ¿tomamos el «metro»?
—No.
— ¿Cómo que no?

Se ha parado. Gabriel hace alto también, se vuel­ve, deja el maletín y se pone a explicar:

—Pues sí: no. Hoy, no se puede. Hay huelga.
— ¿Hay huelga?
—Pues sí: hay huelga. El «metro», ese medio de transporte eminentemente parisiénse, se ha quedado dormido bajo tierra, porque los empleados de las ta­ladradoras han cesado el trabajo.
—Ah, los muy cerdos —exclama Zazie—, ah los muy asquerosos. Hacerme eso a mí.
—No te lo hacen solamente a ti —dice Gabriel perfectamente objetivo.
—Me importa un pito. Me ocurre a mí, yo que era tan feliz, tan contenta y lo demás de irme a pasear en «metro». Mecachis, qué asco.
—Tienes que ser razonable —dice Gabriel, cuyas palabras se matizaban a veces de un tomismo ligeramente kantiano.

Y pasando al plano de la cosubjetividad, añadió:

—Además, hay que darse prisa: Charles espera.
— ¡Oh, ésta la conozco! —protestó Zazie, fu­riosa—, La he leído en las memorias del general Vermot.
—No —dijo Gabriel—, no, Charles es un amiguete y tiene cacharro. Me nos lo he reservado precisamente a causa de la huelga, su cacharro. ¿Has com­prendido? En marcha.

Asió de nuevo la maletita con una mano, y con la otra arrastró a Zazie.

Charles, en efecto, esperaba leyendo en un sema­nario la crónica de los corazones sangrantes. Buscaba, ya hacía años que buscaba, una jamona a quien poder hacer donación de las cuarenta y cinco cerezas de su primavera. Mas las tales que, así por las buenas, se lamentaban en aquella gaceta, las encontraba siem­pre sea demasiado bobas, sea demasiado falsas. Pér­fidas o solapadas. Husmeaba la paja en las vigas de las lamentaciones y descubría el mal bicho en potencia en la muñeca más lastimada.

—Buenos día, pequeña —le dijo a Zazie sin mirarla, poniendo cuidadosamente la publicación bajo sus nalgas.
—No es fea su albardilla —dijo Zazie.
—Sube —dijo Gabriel—, y no seas «snob».
—«Snob», mis narices —dijo Zazie.
—Graciosa, tu sobrinita —-dijo Charles, instán­dola a la charla.

Con mano ligera, pero poderosa, Gabriel hace sentar a Zazie en el fondo del cacharro, y luego se instala a su lado.

Zazie protesta.

—Me estás chafando —aúlla loca de rabia.
—Eso promete —observa sucintamente Charles con voz apacible.

Arranca.

Ruedan un poco; luego, Gabriel, con gesto mag­nífico, muestra el paisaje.

—¡Ah, París —profiere en tono alentador—, qué bonita ciudad! Mira qué bonito es eso.
—Y a mí qué —dice Zazie—, yo lo que quería era ir en «metro».
—¡El «metro»! —muge Gabriel—. ¡El «metro»! ¡Míralo!

Y señala con el dedo algo en el aire. Zazie frunce las cejas. Desconfía.

—¿El «metro»? —repite—. El «metro» —añade con desdén—, el «metro» está bajo tierra, el «metro». Vaya, hombre.
—Ése —dice Gabriel— es el aéreo.
—Entonces, no es el «metro».
—Te explicaré —dice Gabriel—. A veces, sale de tierra y vuelve a remeterse.
—Cuentos.

Gabriel se siente impotente (gesto); luego, deseoso de cambiar de conversación, señala de nuevo algo en el camino.

—¡Y eso! —muge—. ¡Mira! ¡El Panteón!
—¡Qué cosas hay que oír!. —dice Charles sin vol­verse.

Conducía lentamente para que la pequeña pudiese ver las curiosidades, instruyéndose encima.

—¿Acaso no es el Panteón? —pregunta Gabriel.

Hay algo de burlón en su pregunta.

—No —dice Charles con fuerza—. No, no y no, no es el Panteón.
—Entonces, ¿qué es, según tú?

La guasa del tono se vuelve casi ofensiva para el interlocutor, quien, por lo demás, se apresura a con­fesar su derrota.

—No lo sé —dice Charles,
—Eso. Ya lo ves.
—Pero no es el Panteón.

Y es que Charles es un terco, a pesar de todo.

—Se lo preguntaremos a un transeúnte —propone Gabriel.
—Los transeúntes son todos unos mastuerzos.
—Eso sí que es verdad —dice Zazie.

Gabriel no insiste. Descubre un nuevo tema de entusiasmo.

—Y eso —exclama—, eso es...

Pero le corta la palabra una exclamación de su cuñado.

—Ya lo tengo —grita éste—. El chisme que aca­bamos de ver no era el Panteón, era la estación de Lyon.
—Tal vez —dice Gabriel con desenfado—, pero ahora ya pertenece al pasado, no hablemos más de él, en tanto que eso, pequeña, mira si no es mono como arquitectura, son los Inválidos...
—Has metido la pata —dice Charles—, eso no tiene nada que ver con los Inválidos.
—Bueno —dice Gabriel—, si no son los Inválidos, dinos lo que es.
—No estoy seguro —dice Charles—, pero todo lo más es el cuartel de Reuilly.
—Vosotros —dice Zazie con indulgencia—, voso­tros dos sois unos guasones.
—Zazie —declara Gabriel adoptando un aire ma­jestuoso encontrado sin dificultad en su repertorio—, si te gusta ver de verdad los Inválidos y la tumba auténtica de Napoleón, yo te llevaré.
—Napoleón, mis narices —replica Zazie —. No me interesa nada ese engreído, con su sombrero a lo tonto.
—Entonces, ¿qué es lo que te interesa? Zazie no contesta.
—Sí —dice Charles con inesperada amabilidad—, ¿qué es lo que te interesa? —El «metro».

Gabriel dice: Ah. Charles no dice nada. Luego, Gabriel reanuda su discurso y vuelve a decir: Ah.
—¿Y cuándo se va a terminar, esa huelga? —pre­gunta Zazie, inflando sus palabras de ferocidad. —Yo qué sé —dice Gabriel—, yo no hago política.
—No es política —dice Charles—, es por el co­cido.
—Y usted, señor —le pregunta Zazie—, ¿hace huelga alguna vez?
—Naturalmente, caramba, para hacer subir la ta­rifa.
—Más bien tendrían que bajarla, su tarifa, con un carretón como el suyo, que no los hay más pringo­sos. ¿No lo habrá encontrado a orillas del Marne, por un casual?
—En seguida llegamos —dice Gabriel, concilia­dor—. Ahí está el estanco de la esquina.
—¿De qué esquina?
—De la esquina de mi casa donde vivo —respon­de Gabriel candorosamente.
—Entonces —dice Charles—, no es ése.
—¿Cómo? —dice Gabriel—. ¿Pretenderás que no es ése?
—Ya está bien —exclama Zazie—, vais a empe­zar otra vez.
—No, no es ése —responde Charles a Gabriel.
—No obstante, es verdad —dice Gabriel mientras pasan delante del estanco—; a ése no he ido nunca.
—Dime, tito —pregunta Zazie—, cuando des­barras así, ¿lo haces aposta o es sin querer?
—Es para hacerte reír, hija mía —responde Ga­briel.
—No hagas caso —dice Charles a Zazie—, que no lo hace aposta.
—No tiene gracia —dice Zazie.
—La verdad —dice Charles— es que tan pronto lo hace aposta como no.
—¡La verdad! —exclama Gabriel (gesto)—. ¡Co­mo si tú supieras lo que es! Como si alguien en el mundo lo supiera. Todo eso es falso: el Panteón, los Inválidos, el cuartel de Reuilly, el estanco de la es­quina, todo. Sí, falso.

Añade, abrumado:

—¡Qué penal
—¿Quieres que nos paremos a tomar el aperitivo? —pregunta Charles,
—Buena idea,
—¿En La Cave?
—¿En Saint Germain-des-Prés? —pregunta Zazie, que ya se agita.
—Pero ¿qué te has creído, hijita? —dice Gabriel—. Está completamente pasado de moda.
—Si quieres insinuar que no estoy al día —dice Zazie—, yo puedo contestarte que tú no eres más que un viejo tonto.
—¿Has oído? —dice Gabriel.
—Qué quieres —dice Charles—, es la nueva ge­neración.
—La nueva generación —dice Zazie— te manda a eso...
—Vale, vale —dice Gabriel—, hemos compren­dido. ¿Y si fuésemos al estanco de la esquina?
—De la verdadera esquina —dice Charles.
—Sí —dice Gabriel—. Y después te quedas a cenar con nosotros.
—¿No estaba convenido?
—Sí.
—Entonces...
—Entonces, lo confirmo.
—No hay por qué confirmarlo, ya que estaba con­venido.
—Entonces, digamos que te lo recuerdo, por si lo habías olvidado.
—No lo había olvidado.
—Conque te quedas a cenar con nosotros.
—Bueno, porras —dice Zazie—. ¿La tomamos, esa copa?

Gabriel se extrae con habilidad y ligereza del ca­charro. Todos se sientan en torno a una mesa, en la acera. La camarera se acerca con negligencia. Zazie expresa en seguida su deseo:

—Un cacocaló —va y pide.
—No hay —van y le contestan.
—¡Vaya! —protesta Zazie—, ¡Vaya mundo!

Está indignada.

—Para mí —dice Charles —será un beaujolais.
—Y para mí —dice Gabriel—, leche con grana­dina. ¿Y tú? —le pregunta a Zazie.
—Ya lo he dicho: un cacocaló.
—Te han dicho que no hay.
—Lo que quiero es un cacocaló.
—Por mucho que lo quieras —dice Gabriel con suma paciencia—, estás viendo que no tienen.
—¿Por qué no tienen ustedes? —pregunta Zazie a la camarera.
—Pues eso (gesto).
—Una cerveza con gaseosa, Zazie —propone Ga­briel—, ¿no te gustaría?
—Lo que quiero es un cacocaló y nada más.

Todos se ponen pensativos. La camarera se rasca un muslo.

—Aquí al lado tienen. En casa del italiano.
—Bueno —dice Charles—, ¿viene ese beaujolais?

Van a buscarlo. Gabriel se levanta, sin comenta­rios. Desaparece con celeridad y pronto vuelve con una botella de cuyo gollete emergen dos pajas. La pone delante de Zazie.

—Toma, pequeña —dice con voz generosa.

Sin decir palabra, Zazie coge la botella y se pone a tocar el canutillo.

—Ya está, lo ves —dice Gabriel a su compañe­ro—, no era difícil. A los chicos basta con compren­derles.





1961










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