miércoles, junio 17, 2009

"Poética musical", de Igor Stravinsky

Fragmento final de la Tercera Lección





Quiérase o no, el drama wagneriano deja ver una inflación constante. Sus brillantes improvisaciones hinchan desmesuradamente la sinfonía y la alimentan menos que la invención tan modesta como aristocrática que brilla en cada página de Verdi.

Ya previne a ustedes al comenzar mis cursos que volvería sin cesar a la necesidad del orden y de la disciplina; heme aquí abusando de la paciencia de ustedes una vez más, obligado a traer nuevamente a colación dicha necesidad.

La música de Richard Wagner es más improvisación que construcción, en el sentido musical específico. Las arias, los concertantes y sus relaciones recíprocas en la estructura de una ópera, confieren a la obra entera una coherencia que no es sino la manifestación exterior y visible de un orden interno y profundo.

El antagonismo de Wagner y Verdi viene muy a propósito para ilustrar mi pensamiento sobre esta cuestión. Mientras se abandonaba a Verdi al repertorio de los organillos, se saludaba complacidamente en Wagner al revolucionario típico. Nada es más significativo que este abandono del orden a la musa de los caminos, en unos momentos en los que se glorifica lo sublime en el culto al desorden.

La obra de Wagner responde a una tendencia que no es, para hablar con propiedad, un desorden, pero que trata continuamente de suplir una falta de orden. El sistema de la melodía infinita traduce perfectamente aquella tendencia. Es el perpetuo fluir de una música que no tenía ningún motivo para comenzar, ni razón alguna para terminar. La melodía infinita se muestra así como un ultraje a la dignidad y a la función mismo de la melodía, que es, ya lo hemos dicho, el canto musical de una frase cadenciada. Bajo la influencia de Wagner las leyes que aseguran la vida del canto se han visto transgredidas, y la música perdió la sonrisa melódica. Esta manera de hacer respondía quizá a una necesidad; pero esa necesidad no era compatible con las posibilidades del arte musical, que está limitado, en su expresión, a la proporción de los límites del órgano que lo recoge. Un sistema de composición que no se asigna a sí mismo límites termina en pura fantasía. Los efectos que produzca pueden agradar accidentalmente pero no son susceptibles de repetición. No puedo concebir una fantasía que se repita, puesto que toda repetición irá en su detrimento.

Entendámonos sobre esta palabra, fantasía. No tomamos el término en su acepción de una forma musical determinada, sino en el sentido que supone un abandono a los caprichos de la imaginación. Lo cual supone, además, que la voluntad del autor está voluntariamente paralizada. Porque la imaginación no solamente es la madre del capricho, sino también la sirvienta y la proveedora de la voluntad creadora.

La función del creador es pasar por tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad humana se imponga a sí misma sus límites. Cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es.

Por lo que a mí toca, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, delante de la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo fundarme sobre nada y toda empresa, desde entonces, es vana.

¿Estoy, pues, obligado a perderme en este abismo de libertad? ¿A qué podré asirme para escapar al vértigo que me atrae ante la virtualidad de este infinito? Pero no he de perecer. Venceré mi terror y me haré firme en la idea de que dispongo de siete notas de gama y de sus intervalos cromáticos, que el tiempo fuerte y el tiempo débil están a mi disposición y que tengo así elementos sólidos y concretos que me ofrecen un campo de experimentación tan vasto como la desazón y el vértigo del infinito que me asustaban antes. De este campo extraeré yo mis raíces, completamente persuadido de que las combinaciones que disponen de doce sonidos en cada octava y de todas las variedades de la rítmica me prometen riquezas que toda la actividad del genio humano no agotará jamás.

Lo que me saca de la angustia que me invade ante una libertad sin cortapisas es que tengo siempre la facultad de dirigirme inmediatamente a las cosas concretas que he expuesto. Sólo he de habérmelas con una libertad teórica. Que me den lo finito, lo definido, la materia que puede servir a mi operación, en tanto esté al alcance de mis posibilidades. Ella se me da dentro de sus limitaciones. A mi vez le impongo yo las mías. Hemos entonces en el reino de la necesidad. Y con todo: ¿quién de nosotros no ha oído hablar del arte sino como de un reino de libertad? Esta especie de herejía está uniformemente extendida porque se piensa que el Arte cae fuera de la común actividad. Y en arte, como en todas las cosas, no se edifica si no es sobre un conocimiento resistente: lo que se opone al apoyo de opone también, al movimiento.

Mi libertad consiste, pues, en mis movimientos dentro del estrecho marco que yo mismo me he asignado para cada una de mis empresas. Y diré más: mi libertad será tanto más grande y profunda cuanto más estrechamente limite mi campo de acción y me imponga más obstáculos. Lo que me libra de una traba me quita una fuerza. Cuando más se obliga, uno, mejor se libera de las cadenas que traban al espíritu.

A la voz que me ordena crear respondo con temor, pero en seguida me tranquilizo al tomar como armas las cosas que participan en la creación, pero que le son todavía exteriores. Y lo arbitrario de la sujeción no está ahí más que para obtener el rigor de la ejecución.

De todo lo dicho hemos de concluir en la necesidad de dogmatizar bajo pena de no alcanzar el fin propuesto. Si estas palabras nos incomodan y nos parecen duras, podemos abstenernos de pronunciarlas. No por eso dejarán de encerrar el secreto de la salvación: “Es evidente –escribió Baudelaire- que las retóricas y las prosodias no son tiranías inventadas arbitrariamente, sino una colección de reglas reclamadas por la organización misma del ser espiritual; y nunca, ni las prosodias ni las retóricas, han impedido que la originalidad se produzca claramente. Por lo contrario, decir que contribuyen a que la originalidad se despliegue, será infinitamente más cierto”.










Justificar a ambos lados


Conferencia dictada en Harvard, en 1939





















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