viernes, mayo 29, 2009

“Mademoiselle Jaquelín”, de Julio Herrera y Reissig





A mi querido rampa fiero Gualberto E. Ros



Aquella voz suspirada por una flauta de cristal, naufragó en el silencio respetuoso del crepúsculo. Por una media hoja de mi ensueño, penetró en mí tan dulcemente que me sentí morir. Desde mi lecho, me estremecía y puedo decir que me evaporaba. Era una revelación de más allá, era un despertar de cosas vagas y profundas, de un polvo de cosas en la conciencia; a cada gorjeo se abrían en mi alma ojos húmedos y lánguidos, ojos que apenas sabían mirar y que, sin embargo, veían muy lejos, ojos que recién empezaran a comprender y ya precoces de infinito.

Amor, delirio, quimera, fiebre, algo era aquello, pero yo no lo sabía decir. A punto de gritar: ¿quién viene de Dios a mi incauta presencia, qué prodigio se anuncia por ese timbre? ¿Es liada, sirena, mujer? Sólo acerté a abogar un sollozo, poniéndome de pie con prudente estoicismo. Fuera que vencida desde hace tiempo por la nostalgia, mi alma estuviera a un paso de romperse a la menor vibración de su atmósfera, como una flor anémica, llorada por una larga noche; sea que aquella voz matutina tocase por decreto providencial el resorte ultraviolado de los prodigios íntimos de mi sensibilidad, era el caso que mi alma sufrió el sincope transparente a través del cual se ve la Eternidad llorando estrellas, y se ve en un plinto hipotético, bajo un relámpago triple la zarza inspirada de Dios, que nos habla de dicha y nos infunde rayos.

Triscaba la tarantelle. Luego, Chopin, monstruo sutil, gritó su Nocturno en “mi bemol” con una desesperación sin brújula.

Conteniendo hasta cuanto pude mi loca curiosidad, me disparé, por último, en una pregunta esencial, tomándome del corazón salvajemente, como un probable suicida. En toda pregunta hay un temor. No reparé, sin embargo, en que la ilusión es Isis que tiene un monstruo para cada curioso. Acteón tampoco había reparado en los perros de Diana, desde el laurel rosa en que se agazapó.

Bien sabía, por otra parte, que tina “ella” joven, divina, tímida, inédita, encantadora, ninguna en sí, total, síntesis de síntesis una “una”, en fin, iba a emerger ufano de los labios de víscera de don Roque, el encargado de la casa de huéspedes en que yo paré hace un tiempo…

Ella sí, sublime como ninguna, tal vez mía antes de serlo, espejismo dorado de mi Estética, frontera azul de mi verso, lámpara de prodigio, éxtasis astronómico, surtidor rutilante de gracia, horizonte infinito de sueño, que descubriera de pronto en mi viaje, lontananza hipnótica de suspiros, esencia desmayada de voluptuosidad, polo conjetural de mi vértigo, oasis de platonismo, Maya de mi Astra, Haidée imposible do mi naufragio…

Don Roque sonríe, tascando el pucho amorfo que apunta para un costado un chiste de los más crueles.

—Pues, hombre, ¿usted no lo sabe? Ja, ja, ja. ¿Recién se desayuna? Si os la vieja del segundo patio, la señorita, como le dicen, que fue en su tempo una notable artista, célebre por su voz como por su belleza, que dio bastante que hablar al mundo y por la cual se cruzaron diestras espadas.. . Si tiene más historia que el Diluvio. Ja, ja, ja...

Rasgóse el velo de mi Sinagoga y sonó un trueno apocalíptico.

No quedó piedra sobre piedra en mi Jerusalén soñada. Y, a qué decirlo, como los poetas del Éufrates taciturno, no atreviéndome a llorar, suspendí el arpa de los sauces del silencio, para que llorase por mí cien veces.

Epílogo blanco de una historia que no lo es. Tal vez cuando me podía haber enamorado, cuando habría podido ser feliz, Fatalidad, de caprichoso lunar negro, no me lo concedió. Todo es cuestión de reloj, en la existencia, en la gloria, en el amor, en el éxito de las batallas, en la inventiva, en el genio. “Hay primaveras que se hielan porque se demoran”. Mi caso era éste, irremediable, ineluctable.

Yo por demasiado tarde, ella por asaz temprano!... Viajeros absurdos, ¡ay!, unos que van y otros que regresan, encontrados un segundo, de paso, en una estación de empalme de su destino y que se reconocen a la luz espectral de una linterna, para en seguida desaparecer.

¡Cuánto misterio! —me decía, indescifrable, yo mismo, y desconcertante como mi propio fantasma. —Dios mío, ¿será posible? Todo se ha perdido... Mi dicha naufragada para siempre, mi amor abortado, tal vez... ¡Mi dicha, mi dicha, mi amor —me repetía—, palabras flotantes como tablas que sobreviven al hundimiento!

¡Quién sabe; ella como yo, fue también infeliz! Quién sabe, nunca amó, sedienta eterna, ni fue jamás amada, por haber sido vista, en vez de haber sido oída, sólo escuchada, aspirada como un éter metafísico desde un rincón del ensueño, a oscuras de la realidad... ¡Quién sabe no desertó, con su belleza objetiva y con sus encantos, si no cuerpos, instintos, vanidades, pura médula, desde el escenario en llamas, en medio de las ovaciones, tremente de incandescencia, florecida de joyas, entre vorágines de armonía, y que, antítesis desentrañable, apagadas sus gracias, enajenando su sexo, a conjugar en pretérito ambiguo de ruina estéril, era la primera vez, a los sesenta años, que su voz, su sola voz divina, desde una pobre estancia, tumba de solterona, a otra modesta estancia, celda de artista, despertaba un alma para la Eternidad.

Romanticismo o lo que quieran, la realidad toma a veces posturas inverosímiles, y así como llueve, de súbito, a pleno sol, en ciertos días de tempestuoso verano, se deshace también en un segundo anormal, un cielo de juventud y de ilusiones, cayendo a plena transparencia meridiana, envuelta en Astro, el agua de la vida... Así es como se disuelve para jamás una decoración de celajes en el azul y otra de dichas en el alma, La naturaleza tiene también su fantasma y su poeta, caprichosos personajes ambos, que desempeñan su papel frente de la Realidad, más a menudo de lo que parece.

La conocí: Mademoiselle Jaquelín.

Una poupée envejecida. Un lánguido recuerdo. Era un invierno suave con olor a Benjuí y a Primavera. Aún conservaba el armazón, vestía con elegancia, y una tenue bruma de melancolía me parecieron los polvos esparcidos por sus facciones clementes. . . Más aún, sobre sus labios de rojo efímero ¿lo diré?, sí (ya no hay remedio) pensé que aquellos polvos eran la ceniza blanca de un incendio de mujer apagado para siempre!

Caminaba como una señorita, a pasos esdrújulos, mimosos, elásticamente felinos: Cabellera épica de oro vivo: una Venecia al crepúsculo. Ojos de un azul lejano, como grutas submarinas y en cuyo fondo traslúcido me imaginé que se desgranaban cortejos de Anfitritas y de Tritones en fuga hacia el Leteo. La geometría combaba sus arcos venusinos en las formas dignificadas por el corsé de pico y por la elegante comprensión de las telas gaseosas. Yo estaba en el vestíbulo, al anochecer y ella pasó reinante en su altivez normal de triunfadora que desciende a paso lento las gradas de la vida. Aún me parecía amarla un poco, viéndola alejarse y junto con ella, mi ensueño de un minuto, desvanecido entre mis dedos, al pretender asirlo de las alas, como el iris en polvo de una mariposa que no volverá... Aún suspiraba en mis oídos la milagrosa flauta de cristal de su garganta, que despertó de tan aciaga manera mí amor, como se despierta de su sueño a un condenado en capilla, para aplicarle la última pena.

¿Lo ve usted? —díjome brutalmente el verdugo de don foque—: no vale nada; todo eso que tiene es relleno; tarde a tarde se revoca la cara, se pinta los ojos, se embetuna el pelo de amarillo y se ubica en el pecho dos tamañas pelotas de goma, ja, ja, ja… eso sí, muy bien; porque ella para arreglarse es como ninguna... Qué diablo, si ha sido artista.

Pregúntele a la francesa del fondo, que la ha sorprendido en carnes, poniéndose estopa y más estopa, entre un arsenal de varillas de fierro, que yo no sé, verdaderamente, cómo esa estantigua puede sufrir tanta cosa... ja, ja, ja.

A punto de estrangular al bárbaro alevoso, lo miré ferozmente, de bito a hito; dilatóse mi nariz, oliendo sangre: temblé como un matoide, mis manos, convulsas y agarrotadas, se me iban hacia el cuello del asesino de mi alma, mis ojos sanguinolentos desorbitábanse en la crisis oblicua del instinto ancestral.

—¿No cree usted? —continuó, dándome el tiro de gracia, don Roque—, ja, ja, ja... Y viera qué pretensiones abriga el mamarracho. Muchos son los que han tocado el violín, haciéndole la corte, porque la han visto tal como iba ahora, hecha una doncellita... ¡ja, ja, ja! pero, así han sido los chascos, al sorprenderla entre casa, sin el disfraz recuco de que se uniforma... Porque ahí donde usted la ve, es muy coquetona, le gustan mucho los jovencitos tiernitos. . . Hombre, sin ir más lejos, días pasados decía que usted era muy elegante, el más buen mozo de la casa, ¡ja, ¡ja, ja...! que se parecía mucho a un novio que ella tuvo hace poco... ja, ja, ja... Cosa de un año, ¿usted no sabe? se vino con uno de la iglesia; era ya oscuro... Usted habrá oído decir que de noche todos los gatos son pardos...? Pues bien, el mozo entusiasmado se paró en la puerta y le paseó la vereda durante quince días, a eso del atardecer, sin que ella asomase las narices, por temor, como se comprende, de que el galán perdiese la ilusión al verla cara a cara, tal cual el tiempo la hizo.

Pero, la vanidad de la mujer es mucha... y luego, estas artistas son muy locas, sobre todo siendo francesas... usted lo sabe mejor que yo, ¡ja, ja, ja...! Ella al fin accedió a una cita, que él le pidió para el Parque Lezama... y como debía suceder, el mozo perdió el conocimiento del susto, sin necesidad de tocarla. ¡Qué iba a tocar sino algodón, y cal y pintura...! ¡ja, ja, ja...! y echó a correr, según se dice, como un Arquímedes, por todo Buenos Aires.. ¡ja, ja, ja...!

Mi rostro, mojado en sudor nieve, lividecía como una luna trágica, a tal punto, que don Roque, interrumpiéndose, me preguntó: ¿sufre usted algo? Tiene muy mal semblante…

—¡Qué sabe usted lo que es sufrir! —estuve por fulminarle— ¡maldito cancerbero, trilingüe monstruo, ciego de espíritu, con cien jorobas en la conciencia…!

Si pudiera castigarlo, volviérale mudo y enamorado hasta la muerte de “una” que ya dejó de ser.

Tres días quemado, como por la colilla del cigarro de don Roque, por aquella fiebre extraña y obsedido por el fantasma de voz matinal que envejeció mi vida.

Al cuarto, un domingo, soñaba yo con ella, era de tarde; el hada Morfina mimaba, con sus manos ilusorias de rosa pálido, mi pobre quimera muerta.

El lecho me parecía un ataúd nupcial de heliotropos y alas de cisnes; y apoteosis espiríticas, con sistros y liras hebreas, aterciopelaban en mi alma volatilizada, sus instrumentos a la sordina. Entre el humo de un crepúsculo inconsciente, veía alzarse una mujer mirífica: casta y serena, musical y grave, como un soneto de Petrarca.

—Soy tuya —me decía—, para ti canto, para ti soy bella... pero, no me mires mucho... Yo la miraba más aún... Luego, al sonreírme, dislocábanse sus labios y se le caían horribles dientes de loza, en medio de una mueca fúnebre, ¡Ja ja, ja...! Mirábame y sus ojos, trompos de Estigia, rodando en el extravío, se detenían de pronto, hasta resolverse en moluscos viscosos, colgantes en los alvéolos; sus mejillas ducales y voluptuosas de durazno, d peluche, agrietábanse, como una costra plutónica en arrugas de carbón, que simularon inmundas larvas; su cabellera imperio, recogida en túrrico peinado, se deshojó de pronto, en filamentos de un blanco verde, pringoso.
—Es suya, aproveche; lo felicito por la conquista... ¡Ja, ja ja…! Creí escuchar una voz anormal de fagot, eructada por un vestiglo. . . Esta voz no podía ser otra que la de don Roque. Súbitamente, al querer adelantarse, al querer adelantarse hacia mi lecho, desvencijóse, como tina máquina decrépita, la arquitectura nieve de aquel cuerpo de diosa, y en disonancias de hierro atormentado, un armazón puntiagudo rompió la cárcel amable de sedas fluidas con encajes de vapor y saltaron macabramente dos mundos de goma hasta donde yo estaba, chocando una eternidad, como dos cabezas del Dante en frenesí vertiginoso de besos enloquecidos.

Habían pasado largos minutos. Era ya noche.

—¿La siente usted...? escuche; canta como un ángel ese demonio; parece una señorita y todo lo hace por sus veinticinco... ¡Ja, ja, ja…!

Me despertó un acre olor tabacoso. Y vi mi fosco verdugo, las manos embolsilladas, clavado a la puerta como un incubo, con la colilla del cigarro sonriendo en una esquina de su bigote de roedor. Era un Mefistofelillo de sotabanco frente a un Fausto en derrota.

Esta vez, consciente, me puse a escucharla. El ex piano era una decrepitud inconsolable, con su reuma sonoro. Se quejaba, se exhalaba, perdía, se suicidaba, por cuartos de tono y por bemoles torturados de vidrio gangoso, en cromáticas estridencias, en agudos cascados, en acordes indecisos, en bajos sacerdotales, en roncos vagidos de batracio lunático, con un desalmamiento interesante de cosas confusas que desaparecen dando un grito agudo. En cambio ella, qué voz mórbida, fresca, como empapada en amanecer, en la que se expresaban saudades y ansias tardías, caprichos de monja romántica al morir, horror de náufrago que llama en vano y se hunde... El conjunto de aquel clavicordio doliente, símbolo de un pasado lleno de recuerdos, y de una aristocracia desesperadamente ansiosa de vivir, de amar, de ser feliz, me dio la realidad elegíaca de un poema profundamente humano.

Esa voz era un sollozo que decía: “he vivido, ya no vivo, quiero vivir… He sido hermosa, ya no lo soy. He sido amada, nadie me ama: ¡Aime! Strauss gemía inconsolablemente, bajo la débil presión de aquellos dedos torpes y plegados, que amantes, de rodillas, llevaron más de una vez a su boca, como bombones, en e1 inefable paroxismo…

Adieu pour toujours, Printemps évanui, Amour s’en va, Lune morte los vals obsequiosos de pena elegante, las confesiones melancólicas del Danubio, llena de suspiros que celebraron un día Musset, de Vigny, Heine, Lamartine, Arsenio Houssaye; las romanzas empolvadas de las heroínas de Balzac; las frivolidades sentimentales, ebrias de la Récamier, de la Malibran, de Mimi Pinzón y de Ninette; después los sollozos de Norma, los deliquios de Sonámbula, y los ensueños de Leonor; por último las voluptuosas y adoloridas canciones del Segundo Imperio ¡ay…! todo resucitaba un segundo, para morir luego sobre aquel piano agónico, que era toda una psicología, toda una época, toda una leyenda, toda una viudez de azahares en el crespón, todo un reino dulce de desafío en la sonrisa y de muerte blasonada en la copa, en que cada abanico era un oráculo y cada máscara una esfinge.

Y ante aquella voz reminiscente y dulce, solemne y penetrante, como el suspiro de un mundo embalsamado, que ya se fue; ante aquella voz que era una despedida y un rezo frente a la muerte, último grito de una primavera desmayada que se va helando; ante esa mística exhalación que llenaba la tarde de nostalgias y mi alma de remotas ansiedades, mis ojos, vueltos a la sombra infinita, aprendieron a llorar por lo más hondo del corazón y de la vida, por lo que nunca se ha visto, ni se verá, y por lo que ya no volveremos a ver jamás.






1906










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