viernes, mayo 16, 2008

“La vida y la muerte de Marcelino Iturriaga”, de Javier Marías





I

El 22 de noviembre de 1957 fue un día muy nublado. Las nubes, formando una masa inerte, compacta e inexpugnable, cubrían el horizonte, y la tormenta amenazaba constantemente con desencadenarse.

Aquel día tenía un especial significado para mí. Hacía un año exactamente que había abandonado a los míos para no volver jamás. Era el primer aniversario de mi muerte. Por la mañana había venido Esperancita, mi mujer, y me había traído un ramo de flores, que me había colocado con mucho cuidado encima. No me gustaba que hiciera esto, ya que las flores me estorbaban y no podía ver bien, pero el día 22 de cada mes venía a renovármelas, trayendo consigo, una vez sí y otra no, a los chicos. Aquel mes les tocaba haber venido, pero supongo que Esperancita, por ser el primer aniversario, habría preferido venir sola. Por esta misma razón el ramo de claveles era más abundante que de costumbre, y me dificultaba la visión más que nunca. Aun así, pude observar bien a Esperancita. Estaba un poco más gorda que el mes pasado e indudablemente ya no era aquella chica ágil, esbelta y graciosa que tanto me había gustado antaño. Se movía con cierta pesadez y dificultad, y el luto, que todavía guardaba, le sentaba muy mal. Así vestida me recordaba a mi suegra enormemente, porque además el pelo de Esperancita ya no tenía aquel color negro puro, sino que empezaba a blanquearle sobre la frente y en las sienes. En aquel momento recordé cómo era la última vez que la vi con los ojos abiertos, y al hacerlo se me presentó claramente la escena que había ocurrido hacía un año en mi piso de Barquillo y, al mismo tiempo, toda mi vida.


II

Yo nací en Madrid en 1921, en un pequeño piso de la calle de Narváez. Mi padre era dueño de una farmacia que estaba bajo nuestro piso, y en cuya parte superior había un letrero que decía: «ITURRIAGA. FARMACIA», y un poco más abajo, y en letras más pequeñas se leía: «También se venden caramelos», y era por esta razón por la que mi hermano y yo pasábamos la mayor parte del día en el establecimiento. La otra parte del día la invertíamos en estar encerrados en una vieja y sucia clase del colegio cercano, donde un solo profesor nos daba clase, a catorce chicos, de todas las asignaturas existentes entonces. Eran unas clases aburridas, en las que nos dedicábamos a dormitar o a tirarnos bolitas de papel.

Mi madre era una mujer regordeta y apacible, que siempre nos ayudó a mi hermano y a mí cuando teníamos algún problema o cuando mi padre, tras un mal día de venta, descargaba su furia sobre nosotros.

Mi padre era, por el contrario, muy irascible, sobre todo cuando estaba de mal humor, y siempre creí que hubiese sido mucho más propio de él el ser carnicero o algo parecido en vez de farmacéutico.

Estuve en aquella escuela de Narváez hasta los quince años, y entonces empezó la guerra, que pasó por mí como una cosa más en la vida. No me trajo grandes pérdidas ni a mí ni a mi familia. Mi hermano estuvo en el frente, pero salió indemne, y vino cargado de un patriotismo y un orgullo por la victoria de las derechas que yo nunca compartí. Entonces empecé la carrera de Económicas, que tardé en acabar ocho años, ante el disgusto de mi padre, al que no le hubiese gustado verme repetir cursos. Sin embargo creo que a pesar de todo aquellos ocho años de carrera fueron los más felices y alegres de mi corta vida. En ellos me divertí, estudié poco y conocí a Esperancita. Era una chica bastante tímida con los chicos, pero no por eso dejaba de mostrarse afectuosa y servicial. Íbamos juntos al cine, al circo o a pasear, para acabar haciéndolo casi todas las tardes. Dos años después de finalizada la carrera le pregunté a Esperancita si quería casarse conmigo. Accedió; y a los dos años vino mi primer hijo, Miguel, y dos años más tarde Gregorito, nombre que a mí no me gustaba, pero al que hube de acceder, por empeñarse en ello mi suegra, que se llamaba Gregoria. Además, siempre creí que Gregorito Iturriaga Aguirre era un nombre demasiado largo y con demasiadas erres.

Ahora que lo pienso, creo que no me casé con Esperancita por amor o cosa equivalente, sino porque creí que me sería muy útil para ayudarme en mi trabajo del Banco. Luego no me fue de gran ayuda, ya que se tomaba demasiado en serio las cosas de los niños y estaba todo el día con ellos. Aunque no fui muy feliz con ella, tampoco puedo decir que fuese muy desdichado.

Vivían con nosotros mi suegra y mi padre, que no se podían ver, y como tenían que hacerlo, dado que la casa era bastante pequeña, todo el día estaban peleando y discutiendo sobre cosas estúpidas y de las cuales no podían —mejor dicho, no debían— discutir, ya que sabían muy poco de ellas. Esto, añadido a los gritos de Esperancita a Manuela, la criada, y a los llantos de los niños, hacía de mi casa un lugar insoportable, así que a mí el Banco me parecía el paraíso. Hacía horas extra con gusto, ya que, además de tener que alimentar a siete personas, gozaba de más ratos de tranquilidad.

Mi madre murió cuatro años después de finalizada la guerra, y creo que fue la única persona por la que tuve un gran cariño. Sentí mucho más su muerte que la de mi padre, al cual nunca profesé un verdadero amor filial.


III

Mi muerte fue algo bastante inesperado para todos. En agosto de 1956 empecé a experimentar unos fuertes y agudos dolores en el pecho. Alarmado, consulté a mi hermano, que era médico. Me tranquilizó diciéndome que sería algún pequeño constipado o anginas que habría cogido.

Me dio una receta para tomar unas píldoras, y el dolor dejó de molestarme hasta el 16 de noviembre, en que me atacó con más furia que en agosto. Volví a tomar las píldoras, pero esta vez no me aliviaron en nada, y el día 21 estaba en la cama, con mucha fiebre, un cáncer de pulmón y ninguna esperanza de vivir.

Aquel día fue algo angustioso. Los dolores eran horribles y nadie podía hacer nada para remediarlos. Veía nubladamente a Esperancita, que lloraba arrodillada junto a mi cama, mientras mi suegra, doña Gregoria, le daba golpecitos afectuosos y consoladores en la espalda. Los niños estaban quietos sin acabar de comprender lo que ocurría. Mi hermano y su esposa, sentados, parecían esperar el momento de mi muerte para poderse marchar de aquel lugar tan aburrido y melodramático. Mi jefe y algunos de mis compañeros, en la puerta, me miraban compasivamente, y cuando veían que los observaba me dirigían una amistosa sonrisa muy forzada. A las seis de la tarde del día 22, cuando empezaba a subirme la fiebre de nuevo, intenté levantarme y después caí sobre la almohada, muerto. Sentí que todos mis dolores y angustias se desvanecían al momento de expirar, y quise decirles a mi familia y amigos que ya no sentía dolor, que estaba vivo y bien, pero no pude. No podía hablar, ni moverme, ni abrir los ojos, a pesar de que veía y oía perfectamente lo que ocurría a mi alrededor. Mi suegra dijo:

—Ha muerto.
—Que Dios lo tenga en su gloria —contestaron los demás.

Vi cómo mi hermano y su esposa, tras decirle a Esperancita que ellos se encargarían del entierro, que sería mañana, se retiraban. Poco a poco toda la gente se fue y me quedé solo. No sabía qué hacer. Pensaba, veía y oía, luego existía, luego vivía, y mañana me iban a enterrar. Luché para moverme, pero no pude. Entonces me di cuenta de que estaba muerto, de que detrás de la muerte no había nada, y que lo único que me quedaba era quedarme en mi tumba para siempre, sin respirar, pero viviendo; sin ojos, pero viendo; sin oídos, pero oyendo.

Al día siguiente me metieron en un ataúd negro, y después en un coche, que me llevó hasta el cementerio. No fue mucha gente al entierro. No duró mucho y después todos se fueron. Me quedé solo. Al principio no me gustó el lugar, pero ahora que me he acostumbrado, me gusta porque es un sitio donde hay silencio. Veo a Esperancita cada mes y a los chicos cada dos, y esto es todo: esta es mi vida y mi muerte, donde no hay nada.









en Mientras ellas duermen, 1990 (edición ampliada)














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